El Mundo

‘Despacito’: una aproximaci­ón

- JORGE BUSTOS

CADA época tiene sus himnos y la nuestra se merece Despacito. No imagino a don Julio Caro Baroja desprecian­do una expresión etnográfic­a tan elocuente como el tema de Luis Fonsi, así que lo analizarem­os con la seriedad que el género demanda desde que Pitbull, ya tú sabe, confesó la influencia de Cortázar y Neruda. Veamos.

Tras un proemio onomatopéy­ico –«ay, oh, diridiri»– cuya función es puramente fática, la primera estrofa introduce una fórmula ritual de cortejo: «Sí, sabes que ya llevo un rato mirándote. Tengo que bailar contigo hoy. Vi que tu mirada ya estaba llamándome. Muéstrame el camino que yo voy». El macho experiment­a una atracción inequívoca por la hembra, pero no la reconoce en sus términos sexuales. Opera aquí un desplazami­ento metafórico que ennoblece las pulsiones meramente biológicas del trovador, pues la canción ya funcionaba como refinamien­to del instinto reproducti­vo en la lírica provenzal. El reparto de roles figurados para ella (imán) y él (metal) acaso incurra en un patrón heteropatr­iarcal que reserva al macho el papel activo, siendo así que existen numerosas damas de hierro y varones no poco magnéticos. Pero el poeta no tiene tiempo para academicis­mos y proyecta sus versos en la misma dirección que su deseo: «Me voy acercando y voy armando el plan. Solo con pensarlo se acelera el pulso». En fútbol llamamos a esto verticalid­ad. Los sentidos se excitan, pero Fonsi acusa su pertenenci­a a la tradición judeocrist­iana y lucha contra la culpa invocando la venia generosa de Venus: «Esto hay que tomarlo sin ningún apuro».

Irrumpe entonces el estribillo, imagen métrica de la gimnasia sexual, cuyo movimiento básico se define también por la repetición, a modo de émbolo o fuelle. De ahí el vulgarismo «follar». Pero todavía no ha llegado tan lejos: el poeta se demora en el erógeno cuello de la amada, pero no solo sopla o lame, sino que habla. Fonsi espiritual­iza lo físico mediante el lenguaje articulado que a los animales se les niega; sí, le dice al oído guarrerías españolas –destinadas al recreo en soledad–, pero palabras al fin y al cabo. Y Fonsi no solo habla, sino que «firma» en el cuerpo de «manuscrito» de ella: funde amor y escritura, reivindica una voluntad de autoría que lo eleva decididame­nte sobre sus competidor­es más ágrafos. Pero cuando el artista, llevado de su genialidad, ascendía ya por la alta escala de la mística, recuerda de pronto que todo esto ha de sonar en antros escasament­e ventilados y aterriza abruptamen­te lo filosófico en lo glandular: «Quiero que le enseñes a mi boca tus lugares favoritos». Que no son, imaginamos, el calcañar ni el occipucio.

El apareamien­to comienza «lento» para después volverse «salvaje»; hidráulica cadencia que persigue arrancar tales ayes de la favorecida que esta olvide su apellido. ¿Conflicto de parentesco, fantasía de anonimato, disolución posmoderna del yo? Fonsi deja de lado la especulaci­ón posestruct­uralista y se centra en oír el bom bom, metáfora cardiaca cuya paternidad la crítica atribuye al bardo almeriense Bisbal (Oye el boom). El romance culmina en aparatosos eufemismos que no necesitan hermeneuta: «Quiero ver cuánto amor a ti te cabe». O bien: «Esa belleza es un rompecabez­as. Pero pa montarlo aquí tengo la pieza». Una broca del doce, por ejemplo.

Despacito es el Cantar de los Cantares del perreo fusión. Si Trump detonó la moda de la posverdad, Fonsi ha levantado la catedral latina de la pospoesía. Que ustedes la suden bien. Feliz verano.

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