El Mundo

Susana Díaz evita la foto con Chaves

La toma de posesión estuvo marcada por el desembarco de dirigentes del PP de toda España

- CARLOS MÁRMOL

Rindiendo honores a la célebre frase de Tolstoi, podríamos decir que todas las tomas de posesión se parecen pero cada una tiene sus maneras. La de Juan Manuel Moreno Bonilla, el reverendís­imo nuevo presidente de Andalucía, no fue una excepción a la ley inmutable de estos tiempos que exige convertir un acto burocrátic­o en un inevitable teatro social. Si las dos coronacion­es previas de Susana Díaz transforma­ron el Parlamento regional en comuniones marismeñas, el ascenso a la magistratu­ra autonómica de Bonilla hizo que el antiguo Hospital de la Sangre de Sevilla albergara ayer el desembarco escénico de las dos almas del PP –la ganadora y la perdedora de su último congreso–, destacados cargos institucio­nales del partido conservado­r y un desfile de moda, vanidades, sonrisas y abrazotes sonoros.

Todos los invitados –de uno y otro signo– fueron bastante fieles a sus caricatura­s, que oscilaron entre el socialismo compungido –lacrimosa dies illa– y la triunfante derecha

campera, representa­da por los rancios militantes de la Andalucía profunda que aman el verde cacería pero esta vez no llevaron ni la escopeta ni el perro. El día acompañaba. Mientras el sol invernal del mediodía calentaba los rectos patios del insigne inmueble, los invitados desfilaban quedos hacia el salón de las banderas, con su tapiz de Hércules flanqueado por dos leones. Los del régimen caído –el peronismo rociero– ponían caras de circunstan­cia institucio­nal, pero, como confesó uno de los patriarcas, tenían «el corazón a un lado y la cabeza en otro sitio». Y el cuchillo orgánico enfundado, pero presto.

De los ex presidente­s fueron Borbolla y Chaves, pero no Griñán. Susana Díaz, a la que por protocolo le correspond­ía acompañarl­os, prefirió colocarse entre los portavoces parlamenta­rios. No era humildad: quería evitar la foto con Chaves, pendiente de la sentencia de los

ERE y escasísimo de compañía. A su alrededor se percibía el vacío de los que fueron suyos.

El paisanaje tampoco defraudó: ternos azules y gris metálico, castellano­s con borlitas, chalecos acolchadit­os, mujeres muy, muy rubias, Javier Arenas diciendo – con un tono apagado– que era un día de «emoción y alegría», un Rajoy abúlico, Núñez Feijóo, Soraya –triunfador­a en Andalucía tras perder Génova–, un Pablo Casado profidén y Ana Pastor, recibida por Marta Bosquet, la presidenta de las Cinco Llagas, con un traje rojo sangre. Todos atravesaba­n satisfecho­s la puerta noble del Parlamento.

De saludadore­s estaban los miembros de la mesa y los portavoces –Serrano (Vox) en un extremo; Marín (Cs) en el opuesto–. Bonilla llegó a las 12.07, afónico tras los dos días de la investidur­a y la claverada –la visita a Manuel

Clavero, ex ministro de UCD– con la que el PP busca vincularse con la tradición andalucist­a para diluir las voces que predican que el cambio es en realidad «la invasión de la derecha madrileña». Algo de razón tienen: los neoaznaris­tas comentaban los horarios del AVE a Atocha mientras la cofradía petitoria saludaba –a la entrada y a la salida de la toma (de posesión)– a los hombres fuertes del Quirinale.

Más que la consumació­n de un tripartito, la entronizac­ión de Bonilla fue una convención familiar del PP. Se celebraba la paradójica victoria andaluza –un bingo con menos votos– y se aplaudió con ansias, igual que una barra brava, el mensaje de que Andalucía ejercerá una «beligeranc­ia activa ante aquellos que quieren romper España». Todos parecían importante­s, que diría Umbral. Que no lo fueran venía a ser lo de menos.

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