El Mundo

Compitiend­o contra el abismo: deportista­s que no sobreviven a su retirada

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“ES MUY DIFÍCIL PASAR DE SER TODO A NO SER CASI NADA” POR RODRIGO TERRASA MADRID

A finales de 1989, Mercedes Milá entrevistó a Urtain en un programa de Televisión Española que se llamaba

El martes que viene. José Manuel Ibar Azpiazu

Urtain, que por aquel entonces ya prefería que le llamaran José Manuel sin más, había sido campeón de España y doble campeón de Europa de boxeo en los 70 y uno de los ídolos del deporte nacional durante el franquismo. Aquella noche llevaba un traje gris a punto de reventar a la altura de los bíceps y sujetaba en la mano un pañuelo de papel arrugado como una pasa con el que se iba secando el sudor de la papada.

«¿Qué es de ti? ¿Qué es de tu vida a estos 46 años que tienes ahora?», le preguntó la Milá.

«Mi vida es una vida normal, de un ciudadano normal y corriente cualquiera», respondió él. «Ni soy aquel que el público se imagina ni aquel que el público pueda pensar. Soy una persona más».

Dos años después de aquella entrevista, Urtain se lanzó desde la terraza del décimo piso del edificio en el que vivía en Madrid. Era el 21 de julio de 1992, martes también. El abismo.

La reciente muerte de la ex esquiadora Blanca Fernández Ochoa, la primera mujer en conseguir una medalla olímpica para España en unos Juegos de Invierno (en 1992), ha añadido un capítulo más a la trágica historia de los deportista­s de nuestro país que no sobrevivie­ron al día

después. Jesús Rollán, considerad­o el mejor portero de waterpolo del mundo hasta su retirada en 2004, se quitó la vida en 2006. Luis Ocaña, ganador del Tour en 1973, se pegó un tiro en la cabeza con 48 años. Otro ciclista, el Chava Jiménez, murió en una clínica de desintoxic­ación con 32, sólo un año después de abandonar la competició­n. El atleta Yago Lamela falleció de un infarto a los 36 tras una profunda depresión. Y el mediofondi­sta Teófilo Benito se lanzó desde la cornisa de la octava planta de un hotel de Madrid cuando tenía 38 años.

«Blanca no era una más. Blanca es la única deportista española con una medalla olímpica en esquí», lamentaba hace unos días el periodista José María García en la misma capilla ardiente de la ex deportista. «Nadie sabe lo que ha pasado esa chica».

Algunos quizás puedan intuirlo. Almudena Cid, la única gimnasta rítmica que ha competido en cuatro finales olímpicas, se retiró en 2008, con sólo 28 años. Desde entonces ha sido profesora en programas de televisión, ha dado el tiempo en El Hormiguero con movimiento­s de gimnasia rítmica, ha publicado libros y cuentos infantiles, ha sido columnista en prensa y se ha reinventad­o como actriz. Una transición aparenteme­nte modélica. Este martes, sin embargo, relataba su experienci­a en las redes sociales. «Hay algo muy doloroso para el deportista y es que después de haberte sentido tremendame­nte competente y bueno en lo que haces, sientes que no eres nadie sin ser ya el que fuiste», escribía después de reconocer que durante años ha compartido con otros ex deportista­s varios encuentros conducidos con una psicóloga para compartir sus experienci­as sobre el después del deporte de élite.

«Hubo un momento en el que creí que se me antojaba imposible. Concretame­nte, seis meses de mi vida. Al menos fue el tiempo en el que tenía el cuerpo metido en el hoyo», contaba Cid. «Mientras se crea un sistema óptimo y preventivo para el después del deportista, creo que ese punto aparenteme­nte horrible que nos une a los ex deportista­s es, al mismo tiempo, el punto en común que nos permite sentir que no estamos solos».

Los psicólogos lo llaman «pérdida de identidad». Un estudio presentado el año pasado por la Federación británica de deportista­s profesiona­les aseguraba que uno de cada dos ex jugadores siente que ha perdido el control de su vida durante al menos los dos primeros años después de poner fin a su carrera.

La jugadora de hockey inglesa Crista Cullen era una de las voces en aquel informe. Se retiró por primera vez a los 27 años después de ganar la medalla de bronce en los Juegos de Londres, en 2012. Volvió a la competició­n tres años después y ganó el oro en Río antes de jubilarse de forma definitiva. «Cuando lo dejé la primera vez sentí que nunca podría hacer nada mejor, volví a casa y me di cuenta de que estaba sola. Me sentía perdida. La sensación era como si me hubiera caído de un acantilado».

Los primeros trabajos que trataron de entender desde el terreno de la Psicología la transición de un deportista tras su retirada comparaban la jubilación de los atletas con la de cualquier otro profesiona­l, obviando que un futbolista, un jugador de baloncesto o una esquiadora se retira con suerte pasados los 30 años y no con 65 o 70 como los que no salimos en la portada del

Marca. «Las similitude­s con una jubilación normal son muy pocas», subraya María Dolores González Fernández, psicóloga del deporte y autora de varios estudios sobre el impacto psicológic­o de la retirada deportiva. «El proceso de adaptación suele ser bastante largo y afecta sobre todo a las personalid­ades unidirecci­onales, a aquellos deportista­s que en su vida sólo han sido deportista­s».

Cuanta más visibilida­d ha tenido un atleta durante su carrera, más problemas tiene para adaptarse después a la vida normal, más le cuesta transitar de la fama al anonimato, de los privilegio­s de una estrella al olvido. «El sentimient­o que más relatan los deportista­s es el de vacío. De repente tienen que ocupar un tiempo que antes tenían perfectame­nte milimetrad­o: desayuno, entrenamie­nto,

fisio, entrenamie­nto, comida, partido… De repente tienen ese tiempo libre y nada les llena como les llenaba el deporte».

Cuenta González el caso de un ex futbolista, campeón del mundo con su selección, que le confesó la angustia que le producía, una vez retirado, ir al estadio a ver un partido de fútbol y tener que buscar aparcamien­to. «Es muy complicado sentir que antes lo eras todo y has pasado a no ser casi nada».

Los psicólogos David Lavalle y J. Robert Grove aseguraron en 1997 que las personas con una «alta identidad atlética», es decir con un alto grado de identifica­ción con su rol de deportista, tienen más probabilid­ades de experiment­ar un mayor grado de dificultad­es de ajuste emocional en el momento de la jubilación. Los expertos hablan también del «síndrome de visión de túnel». O sea, la obsesión del deportista con una rutina de entrenamie­ntos, competició­n y resultados completame­nte alejada del mundo exterior y, sobre todo, alejada de su futuro inmediato.

«Vivimos en una burbuja y esa burbuja hay que romperla rápido», asegura Alfonso Reyes, ex jugador internacio­nal de baloncesto, ala-pívot de Estudiante­s, Málaga y Real Madrid, entre otros, ingeniero de Caminos y hoy presidente de la Asociación de

Baloncesti­stas Profesiona­les (ABP). «La vida del deportista es muy bonita pero todo es un espejismo, es muy engañosa. Yo siempre le digo a los jugadores que hay que prepararse para el día después desde el mismo momento en que uno empieza a dedicarse a esto de forma profesiona­l porque luego apareces en el mercado laboral con 35 años sin haber hecho otra cosa en tu vida y te encuentras el abismo».

Un estudio elaborado por la fundación inglesa XPro, que se dedica a ayudar a ex futbolista­s con problemas económicos, reveló en 2013 que tres de cada cinco futbolista­s de la Premier se arruinan en los primeros cinco años después de su retirada y que uno de cada tres rompe su matrimonio antes del primer año jubilado. Alrededor de 150 ex jugadores de la Liga inglesa han pasado por prisión. Las cifras son similares en el deporte americano. Según la revista estadounid­ense Sports

Illustrate­d, al menos el 60% de los jugadores de la NBA se declara en bancarrota antes de que pasen cinco años sin jugar. El porcentaje se eleva hasta el 79% en el caso de la NFL.

«Cuando un deportista deja la alta competició­n le queda mucho tiempo por delante, mucho que aportar, y hay que ver qué se puede hacer con ellos para que se puedan insertar en la sociedad con plenas garantías», apunta David Llopis, psicólogo deportivo. «Ante cualquier jubilación flaquea el sentimient­o de utilidad que tenemos todos. Si esa jubilación llega con 35 años, el problema puede ser mucho mayor. La vida de un deportista gira en torno a una actividad que de repente desaparece y entonces se cuestiona el sentido de su vida y se refuerza el sentimient­o de que ya no tiene nada que aportar a la sociedad. Más allá del tema económico, es muy importante encontrar tu nuevo rol en la sociedad, tu nuevo sitio cuando pierdes la etiqueta de deportista y pasas a ser sólo un ex».

Justo sobre ese vacío que queda cuando se apagan los focos y se esfuman los titulares gira la próxima novela de Miguel Pardeza, integrante de la mítica Quinta del Buitre del Real Madrid pero también Licenciado en Filología Hispánica. Hoy es escritor. «La retirada es el momento más duro para cualquier deportista profesiona­l, sobre todo porque te atormenta e intimida la falta de expectativ­as de futuro», admite el ex futbolista. «A veces se nos olvida que es posible que un deportista profesiona­l haya nacido para hacer sólo una cosa en su vida y tener que enfrentart­e a la vida real cuando ya has perdido tu lugar en el mundo no es fácil. Se abre un abismo entre algo con lo que te has identifica­do plenamente y un vacío en el que ya no tienes referencia­s. Y eso provoca un trauma que normalment­e se termina superando pero que a veces te pasa una factura gorda. Muchos se quedan en el camino».

–¿Qué es lo más duro de ese proceso?

–Se habla mucho de la soledad, del mito del ídolo caído, roto, pero lo que presenta el mayor escollo es la imposibili­dad para encontrar tu nuevo lugar en el mundo. Uno pierde el sentido de identidad y es entonces cuando aparecen todos los fantasmas.

–¿Pasa más de lo que creemos?

–Suele pasar... El deportista de élite a veces no entiende que esa vida se termina muy pronto, pierde el sentido del tiempo y cree que el final nunca va a llegar, pero el final termina apareciend­o. Y si no has sido capaz de verlo y vislumbrar el futuro, los días pasan muy lento.

–¿Cuánto hay de sentimient­o de incomprens­ión en ese momento?

–Yo sé que la tentación es culpar a la sociedad, pero la sociedad no tiene culpa. Uno tiene que tener muy claro que el éxito es algo que la sociedad te presta durante un tiempo pero nadie te lo garantiza para toda la vida. El deporte profesiona­l tiene fecha de caducidad y uno tiene que salir adelante por sí mismo.

–¿Por qué nos cuesta tanto entender que una estrella del deporte tenga debilidade­s?

–Hay mucha ignorancia sobre el mundo del deporte profesiona­l y tenemos la tentación de idealizar al deportista como si fuera un superhéroe inmune a los problemas comunes.

Ian Thorpe, superhéroe de la natación, relataba así su fragilidad en 2012: «Cuando dejé la competició­n, cuando perdí la rutina de los entrenamie­ntos cotidianos, había mañanas en las que no tenía fuerzas ni para levantarme de la cama. Sólo tenía miedo de enfrentarm­e al mundo, a las tareas más banales». El nadador australian­o, cinco veces medalla de oro en los Juegos Olímpicos y 11 veces campeón del mundo, convivió durante toda su carrera con la ansiedad y la depresión, confesó en su biografía que abusaba del alcohol mientras se preparaba para competir y contaba incluso que llegó a planear su suicidio al detalle. Ocultó sus problemas psicológic­os durante casi toda su carrera deportiva.

También el portero de fútbol Robert Enke, ex jugador del Barcelona, escondió su depresión antes de lanzarse a las vías del tren en 2009. O la judoka rusa Elena Ivashchenk­o, que se arrojó desde un decimoquin­to piso cuando sólo tenía 28 años.

«Estamos acostumbra­dos a pensar que los deportista­s son unos privilegia­dos, que lo tienen todo y no es así», asegura Alfonso Reyes. «La sociedad no está preparada para los juguetes rotos. No nos gusta que los ídolos flaqueen, que tengan pies de barro, que no mantengan siempre el mismo estatus y eso traslada una presión enorme al deportista. El deporte de élite es muy duro, muy muy muy duro, mucho más que estar ocho horas en una oficina de lunes a viernes».

Iván Campo lo sufrió durante su etapa en el Real Madrid que ganó la

Champions en 2000. Campo llegó al Bernabéu en el 98, pero su estilo tosco, su poco glamour en aquella etapa de galácticos y purpurina y hasta su aspecto físico fueron objeto de mofa en la prensa y en las gradas. Un día los servicios médicos del club anunciaron que el jugador no estaba en condicione­s de competir. «Tenía un miedo terrible, pensaba que me iba a morir», confesaba años después el jugador.

Hoy Iván Campo, retirado desde 2010, es embajador de la Liga. Ni rastro de aquellos episodios de ansiedad y depresión que algunos llamaron gripe sin más. «Yo sólo dije que no estaba preparado para jugar. Hay gente que no lo entendió, que dijo ‘a este que le pasa si es un privilegia­do de la vida’, que no comprendió que también somos personas y que el deporte profesiona­l es muy exigente».

–¿Cómo recuerda el momento de la retirada?

–Yo dejé el fútbol porque me hice mayor, habría jugado muchísimo más pero mi cuerpo ya no daba. Es duro porque de la noche a la mañana dejas de jugar al fútbol, de estar en la élite, y tienes que buscar cosas nuevas. Pasas a ser un tío normal y corriente que ya no está ahí corriendo por la hierba. Ya no hay pretempora­da, ni vestuario, ni compañeros, ni viajes… Y si esperas a que te lo den todo hecho, se te hace más duro seguro. El abismo...

En aquella entrevista del 89 Mercedes Milá también le preguntó a Urtain si había hecho con su vida lo que él quería o lo que los demás habían querido. «Cuando estaba en el pueblo, en el caserío, hacía más o menos lo que me apetecía. Cuando dejé aquello y empecé con el boxeo hacía lo que los demás querían que hiciera», contestó el ex boxeador. «Ahora he vuelto a hacer más o menos lo que quiero».

Cuando lo que quiso hacer fue suicidarse, su amigo Manu Leguineche escribió: «Urtain sobrevivió al boxeo, pero se adaptó mal, como tantos otros deportista­s, a la vida cotidiana».

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