Greta Thunberg en Lisboa o la muerte de la ironía
GRETA O LA MUERTE DE LA IRONÍA
Lo verdaderamente sorprendente sobre Greta Thunberg, lo verdaderamente retador en su éxito y en su extrañísimo carisma, está en sus formas más que en el contenido de su misión. Lo verdaderamente turbador está en su total ausencia de sentido del humor: no hay ni media gota de ironía en torno a la niña de las sentadas de los viernes, no hay ni media palabra que tenga un significado ambiguo ni nadie a su alrededor que dude de la verdad sin grietas de todo lo que dice.
Para aquellos que nos hemos educado en el escepticismo, en la idea de que todo en la vida es medio en broma, medio en serio, Thunberg significa un desafío que va más allá de nuestra huella de carbono. ¿Qué actitud tomar ante Greta? ¿Debemos pasar por alto su puesta en escena, un poco forzada y naíf? ¿O nos deslizamos desde la ironía hacia el cinismo? ¿No hay ningún punto intermedio?
Hacer la caricatura de Thunberg y su entorno sería muy fácil: ayer, en Lisboa, en el Muelle de Santo Amaro, el catamarán de Greta llegó a Europa tras tres semanas de travesía. En los diques lo recibió una pequeña multitud llena de skaters cuarentones, políticos oportunistas (el alcalde de Lisboa y una diputada antisistema conocida en Portugal por su tartamudez), banderas aymaras y banderas suecas, un predicador como del Speaker’s Corner de Londres que anunciaba el apocalipsis, un señor de un pueblo de Girona que se presentaba como CDR pero luego explicaba que él lo que defiende es la República Ibérica, expatriados de vida bohemia, viejos comunistas desencantados, militantes antitaurinos, críos que hacían peyas, una batucada que adaptaba la letanía de Els carrers serán sempre nostres y cantaba con ella Greta’s voice is our voice, los omnipresentes turistas españoles y siete u ocho mimos que aparecieron a bordo de un yate disfrazados como de fantasmas del carnaval de Venecia, de un bonito rojo Tiziano, enarbolando una bandera que parecía anarquista pero no lo era exactamente.
En conjunto, la gente de Greta parece sacada de alguna novela inglesa de esas que publicaba Anagrama en los años 90. De Inglaterra, Inglaterra de Julian Barnes o de algún libro de Hanif Kureishi. Gente juiciosa que necesita desesperadamente salirse de la formalidad, de lo que se espera de ella al calor de una causa justa. Vistos desde fuera, son graciosos en su seriedad. No practican la ironía pero eso no significa que carezcan de alegría. Del tipo de alegría que cualquiera imagina en los grupos de los primeros cristianos de hace casi dos milenios.
Maria Luisa, por ejemplo, es una periodista prejubilada. Ha venido en autobús a Lisboa desde el Algarve, donde lleva años peleando contra las prospecciones petrolíferas. Hace poco, los contratos que autorizaban el fracking fueron cancelados. Ahora, su reto consiste en lograr un blindaje legal contra futuras prospecciones. Su padre, explica, fue un disidente contra la dictadura de Salazar y ella siente que su activismo es una manera de mantener ese legado. Después de explicar su vida, cuenta que Greta está sacrificando su infancia por nosotros. ¿Como Jesús? «Sí, exacto. Y por eso le quiero expresar mi gratitud». Y, entonces, da un abrazo conmovedor. En otra época haríamos bromas con estas cosas, con este leve mesianismo, pero, ¿de verdad merece la pena?
Leonor, Margarida y Carolina deben de tener cuatro décadas menos que Maria Luisa. Sólo cuentan 15 años, casi la misma edad que Greta y esa casualidad les apela personalmente. «Con nuestras amigas ya hablábamos del cambio climático hace un año, pero no hacíamos nada».
Sólo Greta dio el paso y por eso es importante para ellas. De momento, ayer se saltaron las clases del Instituto Pedro Arrupe. Sus profesores pueden estar orgullosos de ellas: hablan bien en español y muy bien en inglés, expresan sus ideas con claridad, manejan información precisa… Hablan de la otra orilla del Tajo, que era una comarca casi rural cuando sus padres tenían su edad y que ahora es un gran monstruo de suburbios dispersos al estilo de Los Ángeles.
Ante todos ellos compareció, con horas de retraso y saludando como una heredera real, Greta. Thunberg sigue siendo una niña de 16 años pero aparenta tener dos menos. A simple vista, parece querer llevar sobre sus hombros el peso de todas las culpas de la Humanidad. Y eso tiene que ser agotador: «Sólo tuve mareos el primer día de travesía. He aprovechado para relajarme. Ahora me siento fuerte para luchar en Madrid», explicó Thunberg. Y el público aplaudió, como aplaudió en cada parada mínima de su discurso, aunque no dijera nada en concreto. Gracias por recibirnos, me alegro de estar «de vuelta en casa», en Europa y algo sobre «noso-tros los jóvenes». Poco más.
En esos momentos, el guión previsto consistía en que Greta y su gente entrara a pie en el centro de Lisboa y llegara hasta la Estación de Santa Apolonia, donde habría de coger el tren nocturno superlento que la llevaría a Madrid. La escena hubiese tenido un eco bíblico escalofriante, un aire de semana de pasión ante el que, una vez más, no habríamos sabido qué hacer: si bromear o si sumarnos a la procesión. ¿Qué vamos a hacer con nuestra ironía? Al final, no hubo que plantear el dilema: Greta anunció que se quedaba unos días en Lisboa, se montó en un Renault eléctrico y desapareció camino de una casa particular en la que va a permanecer hospedada. Podemos hacer muchas bromas, pero Greta sigue siendo impredecible.