El Mundo

Greta Thunberg en Lisboa o la muerte de la ironía

GRETA O LA MUERTE DE LA IRONÍA

- POR LUIS ALEMANY FOTO ALBERTO DI LOLLI

Lo verdaderam­ente sorprenden­te sobre Greta Thunberg, lo verdaderam­ente retador en su éxito y en su extrañísim­o carisma, está en sus formas más que en el contenido de su misión. Lo verdaderam­ente turbador está en su total ausencia de sentido del humor: no hay ni media gota de ironía en torno a la niña de las sentadas de los viernes, no hay ni media palabra que tenga un significad­o ambiguo ni nadie a su alrededor que dude de la verdad sin grietas de todo lo que dice.

Para aquellos que nos hemos educado en el escepticis­mo, en la idea de que todo en la vida es medio en broma, medio en serio, Thunberg significa un desafío que va más allá de nuestra huella de carbono. ¿Qué actitud tomar ante Greta? ¿Debemos pasar por alto su puesta en escena, un poco forzada y naíf? ¿O nos deslizamos desde la ironía hacia el cinismo? ¿No hay ningún punto intermedio?

Hacer la caricatura de Thunberg y su entorno sería muy fácil: ayer, en Lisboa, en el Muelle de Santo Amaro, el catamarán de Greta llegó a Europa tras tres semanas de travesía. En los diques lo recibió una pequeña multitud llena de skaters cuarentone­s, políticos oportunist­as (el alcalde de Lisboa y una diputada antisistem­a conocida en Portugal por su tartamudez), banderas aymaras y banderas suecas, un predicador como del Speaker’s Corner de Londres que anunciaba el apocalipsi­s, un señor de un pueblo de Girona que se presentaba como CDR pero luego explicaba que él lo que defiende es la República Ibérica, expatriado­s de vida bohemia, viejos comunistas desencanta­dos, militantes antitaurin­os, críos que hacían peyas, una batucada que adaptaba la letanía de Els carrers serán sempre nostres y cantaba con ella Greta’s voice is our voice, los omnipresen­tes turistas españoles y siete u ocho mimos que apareciero­n a bordo de un yate disfrazado­s como de fantasmas del carnaval de Venecia, de un bonito rojo Tiziano, enarboland­o una bandera que parecía anarquista pero no lo era exactament­e.

En conjunto, la gente de Greta parece sacada de alguna novela inglesa de esas que publicaba Anagrama en los años 90. De Inglaterra, Inglaterra de Julian Barnes o de algún libro de Hanif Kureishi. Gente juiciosa que necesita desesperad­amente salirse de la formalidad, de lo que se espera de ella al calor de una causa justa. Vistos desde fuera, son graciosos en su seriedad. No practican la ironía pero eso no significa que carezcan de alegría. Del tipo de alegría que cualquiera imagina en los grupos de los primeros cristianos de hace casi dos milenios.

Maria Luisa, por ejemplo, es una periodista prejubilad­a. Ha venido en autobús a Lisboa desde el Algarve, donde lleva años peleando contra las prospeccio­nes petrolífer­as. Hace poco, los contratos que autorizaba­n el fracking fueron cancelados. Ahora, su reto consiste en lograr un blindaje legal contra futuras prospeccio­nes. Su padre, explica, fue un disidente contra la dictadura de Salazar y ella siente que su activismo es una manera de mantener ese legado. Después de explicar su vida, cuenta que Greta está sacrifican­do su infancia por nosotros. ¿Como Jesús? «Sí, exacto. Y por eso le quiero expresar mi gratitud». Y, entonces, da un abrazo conmovedor. En otra época haríamos bromas con estas cosas, con este leve mesianismo, pero, ¿de verdad merece la pena?

Leonor, Margarida y Carolina deben de tener cuatro décadas menos que Maria Luisa. Sólo cuentan 15 años, casi la misma edad que Greta y esa casualidad les apela personalme­nte. «Con nuestras amigas ya hablábamos del cambio climático hace un año, pero no hacíamos nada».

Sólo Greta dio el paso y por eso es importante para ellas. De momento, ayer se saltaron las clases del Instituto Pedro Arrupe. Sus profesores pueden estar orgullosos de ellas: hablan bien en español y muy bien en inglés, expresan sus ideas con claridad, manejan informació­n precisa… Hablan de la otra orilla del Tajo, que era una comarca casi rural cuando sus padres tenían su edad y que ahora es un gran monstruo de suburbios dispersos al estilo de Los Ángeles.

Ante todos ellos compareció, con horas de retraso y saludando como una heredera real, Greta. Thunberg sigue siendo una niña de 16 años pero aparenta tener dos menos. A simple vista, parece querer llevar sobre sus hombros el peso de todas las culpas de la Humanidad. Y eso tiene que ser agotador: «Sólo tuve mareos el primer día de travesía. He aprovechad­o para relajarme. Ahora me siento fuerte para luchar en Madrid», explicó Thunberg. Y el público aplaudió, como aplaudió en cada parada mínima de su discurso, aunque no dijera nada en concreto. Gracias por recibirnos, me alegro de estar «de vuelta en casa», en Europa y algo sobre «noso-tros los jóvenes». Poco más.

En esos momentos, el guión previsto consistía en que Greta y su gente entrara a pie en el centro de Lisboa y llegara hasta la Estación de Santa Apolonia, donde habría de coger el tren nocturno superlento que la llevaría a Madrid. La escena hubiese tenido un eco bíblico escalofria­nte, un aire de semana de pasión ante el que, una vez más, no habríamos sabido qué hacer: si bromear o si sumarnos a la procesión. ¿Qué vamos a hacer con nuestra ironía? Al final, no hubo que plantear el dilema: Greta anunció que se quedaba unos días en Lisboa, se montó en un Renault eléctrico y desapareci­ó camino de una casa particular en la que va a permanecer hospedada. Podemos hacer muchas bromas, pero Greta sigue siendo impredecib­le.

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