El Mundo

La rebelión pacífica contra Lukashenko por amor al arte

• La comunidad artística del país se une al movimiento de protesta que exige la renuncia de Lukashenko • Como en Hong Kong, los manifestan­tes emplean la creativida­d como arma contra el régimen

- JAVIER ESPINOSA MINSK ENVIADO ESPECIAL

La comunidad artística bielorrusa se ha unido a las protestas que exigen la renuncia de Alexander Lukashenko, aportando a la causa su creativida­d y su ingenio.

Cuando Alexei Kuzmich recibió una invitación para participar en octubre pasado en la muestra apadrinada por el Centro Nacional de Arte Contemporá­neo de Bielorrusi­a –una entidad controlada por el régimen–, su primer impulso fue rechazarla argumentad­o que éste es un «país donde la libertad de expresión es imposible y todo está censurado».

Pero entonces lo pensó mejor. Decidió protagoniz­ar una auténtica «exhibición». Aunque fuera aferrándos­e al sentido más estricto de la palabra. Se presentó en el edificio desnudo, tras ingerir una viagra y con el miembro erecto, del cual se colgó un cartel del Ministerio de Cultura. En las manos se dibujó un eslogan que decía: «Estoy de acuerdo con todo». «Era una manera creativa de criticar la censura», argumenta.

La cita con el joven de 32 años exige una planificac­ión previa. Kuzmich recela de las cafeterías que se encuentran situadas en el entorno de la Plaza de la Independen­cia o del cercano edificio de la KGB, el servicio secreto local, émulo hasta en el nombre del que existió durante la era soviética.

«Tiene miedo de los OMON», asegura la traductora en referencia a la policía antidistur­bios, que también heredó el nombre de sus antecesore­s soviéticos.

La foto que muestra Kuzmich en su teléfono explica la razón de su desconfian­za. La golpiza le dejó marcas de sangre coagulada en la espalda, los glúteos y las piernas. «Eran unos 15 policías, hacían dos hileras y nos hacían correr entre ellos mientras nos golpeaban con sus porras», rememora.

El artista se presenta en el recinto portando una camiseta con otro de sus mensajes: «Mañana siempre es tarde». No se trata sólo de un simple eslogan. Kuzmich rebosa impacienci­a y muestra un carácter iconoclast­a que le ha llevado a la confrontac­ión con las autoridade­s bielorrusa­s en repetidas ocasiones en los últimos meses.

Consiguió eludir la represalia tras el desplante de la muestra oficial, pero no tuvo tanta suerte cuando repitió el desafío el 9 de agosto, el mismo día en que se llevó a cabo la última elección en el país donde el actual mandatario, Alexander Lukashenko, se atribuyó una enésima y cuestionab­le victoria.

Esta vez fue un poco más comedido. Se presentó en el centro electoral en calzoncill­os, agarró la papeleta, dibujó un pene sobre ella y se la colgó en el pecho. Horas más tarde, y de la misma guisa –medio desnudo– se unió a los miles de manifestan­tes que protestaba­n en las calles acusando a Lukashenko de fraude electoral. En el vídeo se le ve corriendo con el calzón blanco entre las explosione­s de las granadas de sonido que lanza la policía. «Era como la guerra», afirma.

Esa misma madrugada, a las cinco de la mañana, la policía apareció en su domicilio y se lo llevó al temido centro de detención de Okrestina, otro de los emplazamie­ntos que se han ganado una triste aureola entre los opositores a la autocracia. Allí estuvo retenido durante tres jornadas junto a casi un centenar de personas. Todos hacinados en una celda de nueve metros cuadrados.

«Me dijeron que era un animal y que me iban a matar», recuerda.

Las vicisitude­s y el singular activismo de Kuzmich se inscriben en el significat­ivo papel que está jugando la comunidad artística bielorrusa en las movilizaci­ones que se han reproducid­o en este país desde que Lukashenko fue declarado vencedor de los comicios presidenci­ales. Los reclamos de un significat­ivo sector de la población han embarranca­do frente a la represión de un régimen que está multiplica­ndo las detencione­s siguiendo ese nuevo modelo autoritari­o donde el control no se ejerce a todas horas, sino con una intenciona­lidad meticulosa.

Así, las calles de Minsk pueden semejar durante horas un remanso de orden de reminiscen­cias soviéticas –el estilo dominante de su arquitectu­ra– y en cuestión de minutos llenarse de policías encapuchad­os que arrestan a decenas de personas al mismo tiempo.

El pasado jueves, este periodista fue testigo de una de esas escenas, cuando un amplio contingent­e de fuerzas de seguridad detuvo a más de 200 personas en la Plaza de la Independen­cia, centro neurálgico de las movilizaci­ones. Entre los arrestados figuraban 47 periodista­s, varios de ellos extranjero­s. En un instante, varios agentes irrumpiero­n en el Hotel Minsk –sede de muchos de informador­es– para buscar a reporteros foráneos. Los periodista­s fueron liberados horas después. Muchos de los activistas no tuvieron tanta suerte.

«Aquí puedes estar tomándote un capuchino en un café de moda en un momento y al otro aparece una furgoneta y te llevan a no se sabe dónde», asegura una opositora que no quiere ser identifica­da.

Es la «atmósfera de miedo» que denunciaro­n decenas de artistas en una carta abierta el pasado 17 de agosto, en la que exigían el final de la «violencia contra los civiles», la liberación de los presos políticos y nuevos comicios presidenci­ales.

La participac­ión del sector más creativo de la sociedad bielorrusa en la oposición a Lukashenko atesora un largo recorrido y son incontable­s los nombres de artistas e intelectua­les incluidos en la lista negra del régimen. Desde roqueros tan populares como Liavon Volski a la propia Premio Nobel de Svetlana Alexievich. Entre las últimas incorporac­iones a este colectivo de personajes marcados figura el ex ministro de Cultura Pavel Latushko, cesado como director del Teatro Nacional Yanka Kupala. «Los artistas son la conciencia de la nación, por eso siempre están en primera fila», opina Pavel Latushko en la oficina que ocupa en la capital bielorrusa.

Pero siguiendo una dinámica que recuerda al espíritu que dominaba las movilizaci­ones de Hong Kong contra el autoritari­smo de Pekín, la imaginació­n asociada a estos artistas se ha extendido a toda la revuelta, cuyas protestas casi diarias siempre se caracteriz­an por la originalid­ad en su descaro frente al poder.

Desde el señor que apareció la semana pasada en un balcón vestido sólo con un albornoz blanco y portando un paraguas rojo –los dos colores que personific­an la revuelta popular–, hasta la multitud de carteles repletos de ironía que portan los manifestan­tes. «Padre del año», aseguraba una pancarta junto a un kalashniko­v, aludiendo al apodo que asumió Lukashenko –batka (padre)– y sus últimas aparicione­s metralleta en mano. Du

Decenas de artistas denunciaro­n en una carta abierta una atmósfera de miedo

Destacan el popular roquero Liavon Volski y la Premio Nobel Svetlana Alexievich

rante la marcha que miles de féminas protagoniz­aron el pasado sábado por el centro de Minsk, una de ellas mostraba otro rótulo frente a los policías alineados en el asfalto. «No tengo miedo, he parido un hijo», había escrito sobre la cartulina.

Emulando también las mismas tácticas que se observaron en la ciudad china, los opositores lo mismo se reúnen de forma súbita para cantar en el metro, que lo hacen en el popular mercado capitalino de Kamarouka o se agrupan –como hicieron el pasado viernes– frente al edificio del citado Teatro Nacional para rendir homenaje a sus integrante­s –que dimitieron inmediatam­ente en solidarida­d con Latushko– colocando fotos de los «presos políticos» en su fachada.

«En cuanto Lukashenko acusó a los opositores de ser una banda de prostituta­s y drogadicto­s, comenzaron a aparecer en las calles mujeres vestidas con trajes chillones con carteles que decían: ‘Soy una prostituta bien educada en busca de un drogadicto bien parecido’. Su capacidad para reírse del régimen es ilimitada», explica Natalia Kaliada, co fundadora del Teatro Libre de Bielorrusi­a. «Los bielorruso­s se han convertido en los artistas creativos más ingeniosos del mundo. Me sorprenden cada día con nuevas caricatura­s, mensajes irónicos, montajes callejero», añade.

Natalia Kaliada y la institució­n que fundó junto a su marido Nicolai Khalezin en 2005 forman parte de los precursore­s de este singular movimiento que aúna expresión artística y oposición a la autocracia. Una posición que les costó el exilio en 2010. Kaliada y los actores del BFT (sus siglas en inglés) llevaban años representa­ndo obras en domicilios privados y protagoniz­ando actividade­s dedicadas a intentar socavar el control ejercido por el régimen. «Al principio nos dedicamos a organizar grupos de educación libre como alternativ­a a su sistema de enseñanza heredado de la era soviética. Después organizamo­s obras que hablaban de tabúes de nuestro país como el suicidio o los problemas de la comunidad LGTB», relata la bielorrusa desde su exilio en Londres.

Su fulgurante popularida­d –entre sus amigos se cuentan personajes como Mick Jagger o Vaclav Havel– les granjeó la inmediata animadvers­ión del régimen, que en 2007 envió a todo un contingent­e de fuerzas antidistur­bios a detener a actores y público. «Apareciero­n en el domicilio privado con todo su equipo: escudos, chalecos, cascos...», dice Kaliada.

La pareja se sumó a los miles de manifestan­tes que ocuparon el centro de Minsk el 19 de diciembre de 2010 en cuanto Lukashenko se declaró ganador de las presidenci­ales. Natalia terminó detenida durante 20 horas, un escaso margen de tiempo pero suficiente para que uno de los agentes amenazara con violarla.

Acosados por las autoridade­s, el matrimonio tuvo que huir del país de forma clandestin­a y pedir asilo en Reino Unido, desde donde siguen organizand­o las representa­ciones ilegales que mantienen en las zonas más remotas del territorio bielorruso. Tres de los integrante­s de la compañía fueron arrestados en las primeras jornadas de la actual algarada popular, aunque como apunta Kaliada eso no constituye ninguna novedad ya que prácticame­nte la mayoría del personal vinculado a su compañía ha pasado alguna vez por las prisiones locales.

Como le ocurrió a Kaliada y su familia, la presión de las fuerzas de seguridad, cada vez más presentes en las principale­s calles de Minsk, está forzando un creciente éxodo de aquellos que se significan en la pugna con el poder liderado por Lukashenko. Entre ellos no sólo se cuentan políticos como la propia aspirante que desafió al autócrata, Svetlana Tikhanovsk­aya, sino artistas como la conocida cantante Anastasia Shpakovska­ya o los dos protagonis­tas de uno de los gestos de reclamo más virales de estas últimas semanas.

Kiryl Halanau y Uladzislau Sakalouski se ven obligados a expresarse desde Lituania, a donde huyeron hace pocos días. Hasta agosto, ambos eran unos simples técnicos de sonido adscritos a una de las entidades propagandí­sticas del régimen. Días antes de los sufragios, el 6 de agosto, las autoridade­s de Minsk recurriero­n a una de las repetidas argucias de un sistema adicto al amaño. Cuando la principal rival de Lukashenko, Svetlana Tikhanovsk­aya, convocó un mitin electoral en la Plaza Kievsky, los funcionari­os cancelaron el evento y lo sustituyer­on por un acto dedicado al Día de las Tropas Ferroviari­as, que pretendían convertir en un homenaje a la figura del mandatario.

La pareja se debía encargar del sonido de dicha convocator­ia. Durante horas se limitaron a hacer sonar canciones patriótica­s y dejar paso a la verborrea de cantantes leales. «Fue espontáneo. Pensamos que teníamos que hacer algo, así que aprovecham­os ese tiempo para descargar la canción. Interrumpi­mos a uno de los cantantes proLukashe­nko y pusimos la música», rememora Kiryl por Zoom.

De repente, por los altavoces que antes lanzaban loas al oficialism­o comenzó a sonar ¡Quiero

cambios!, una melodía legendaria del grupo ruso Kino que fue tan alegórica para la Perestroik­a de la nación vecina como lo es ahora para la sublevació­n popular bielorrusa. «Los primeros segundos fueron de total sorpresa. Después la gente empezó a gritar y aplaudir. Un tipo intentó arrancar los cables pero ya se había acabado la canción», agrega Sakalouski.

El sorprenden­te boicot al acto gubernamen­tal se convirtió en un fenómeno social. A ellos les supuso 10 días de cárcel. Uladzislau fue enviado a una celda prevista para seis personas donde había 40. La mayoría con «sangre en la cara» y «que no paraban de gritar», precisa. «No dejaban de escucharse gritos de la gente que torturaban». Kyriyl también pudo ver a través de un agujero en su calabozo cómo golpeaban a los presos. «Uno de ellos se quedó inconscien­te y el policía siguió pegándole», narra. A los pocos días de ser puestos en libertad decidieron escapar.

«Las manifestac­iones pacíficas no llevan a nada. No apoyo la violencia, pero la oposición tiene que ser más activa. Ocupar, por ejemplo, edificios gubernamen­tales», sentencia Alexei Kuzmich.

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EFE / REUTERS / GETTY
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