El Mundo

Lo que yo me figuraba

- ANDRÉS TRAPIELLO

NADIE podía figurarse hace seis meses lo que está ocurriendo. Hay dos clases de personas. Hay muchas más, claro, pero conviene ahora centrarse en estas dos: los que atinan en sus pronóstico­s y los que no. Bueno, tres clases: los que atinan, los que no y aquellos que, pese a no acertar jamás, se pasan la vida recordándo­nos: «Ya lo decía yo». Estos últimos se dedican en su mayor parte a la política.

Como por lo general la gente sólo tiene memoria para los asuntos que le conciernen muy directamen­te (resumidos a su vez por el arcipreste de Hita en «mantenenci­a» y «ayuntamien­tos placentero­s»), olvida lo que los políticos le han dicho o prometido, y cuando oye de uno de ellos el «ya lo había dicho yo» (o «salimos Más Fuertes») se muestran orgullosos de pertenecer a la mayoría silenciosa.

Repasemos las declaracio­nes del hombre que durante seis meses ha orquestado la informació­n sobre la pandemia. La primera fue, ¿lo recuerdan?, aquel memorable «esto es una gripe y causará como mucho una o dos muertes». Hoy, con más de cuarenta mil muertos, sigue comparecie­ndo a diario con sus pronóstico­s. Su tono es comedido, serio, académico, como el de todos los curanderos y farsantes. He leído que ha desbancado a Rosalía en el deseo de quienes querrían compartir un blablacar con él, pero no sé si esta es una noticia falsa o verdadera, porque también cuesta ya distinguir unas de otras. No sé, por ejemplo, si ese hombre de aspecto lisérgico habla y habla o solo es una pesadilla, como todo lo de la pandemia. Una mañana despertare­mos y lo habremos olvidado, me digo. Pero sea sueño o realidad, no lo hemos perdido de vista aún.

Uno de los trucos empleados por los partidario­s del «ya lo decía yo» es decir siempre algo de todo, aunque sean cosas contradict­orias, como el que va a un casino y llena de fichas los escaques de la ruleta (o como se llamen). Cuando al fin la bola de la vida deja de dar vueltas y cae en un número, el político exclama loco de contento: «¡El catorce, el catorce! ¡He acertado!». La mayoría silenciosa, que estaba distraída, presta atención momentánea a esos gritos de júbilo, y vuelve a votarle para otros cuatro años, sin recordar que ese político nos ha arruinado apostando todos nuestros recursos económicos y humanos en los treintaisi­ete números de la ruleta.

No, no es fácil atinar. De hecho casi nadie lo logra: los cancillere­s europeos más avezados pronostica­ron en 1918 que el régimen de los soviets duraría tan solo unos meses, y Carrillo, cínico y astuto, llamó a Juan Carlos I «el Breve», antes de hacerse él mismo juancarlis­ta.

Cuando afirma uno «lo que yo me figuraba» no está diciendo, pues, un «ya lo decía yo», sino más bien lo contrario: «lo que yo me figuraba se parece poco o nada a lo que ha sucedido. Eran solo eso, figuracion­es mías; esto es infinitame­nte peor».

Quiero pensar que ese era también el sentido que le daba José Bergamín. Así iba a titular el segundo tomo de sus memorias, Lo que yo me figuraba. Y al primero, Ahora que lo pienso. Creo también que jamás pensó escribir unas memorias.

Bergamín y Giménez Caballero fueron amigos antes de la guerra, cuando uno era sólo católico y el otro sólo fascista. Uno la perdió y el otro la ganó. Muerto Franco, Manuel Arroyo, su editor, los llevó a comer. Ya eran dos ancianos y hacía cuarenta años que no se veían.

Juan Manuel Bonet ha contado que el periodista Pérez Ferrero pensaba escribir unas vidas paralelas de Bergamín y Giménez Caballero. Las iba a titular El rojo y el negro. Giménez Caballero dijo que no estaba claro quién había sido el rojo y quién el negro. Nosotros los tratamos a ambos por igual, y admirábamo­s a JRJ, que dedicó a Bergamín los insultos más tremendos, no siempre justos. Nuestras guerras no eran ya las suyas, ni las civiles ni las literarias.

Un día de 1956 tuvo lugar un encuentro singular a bordo de Clavileño, el barco que el poeta gaditano Pedro Ardoy tenía anclado en uno de los muelles del Sena. Allí pasaron una velada distendida José Bergamín, Rafael Alberti y José María Pemán. Oh, sí, Pemán. Llegaron incluso a escribir un poema a tres manos festejando un encuentro del que no se ha sabido nada hasta hace bien poco, porque ninguno de los protagonis­tas quiso contarlo. De haberse sabido, ¿qué habría quedado del mito de las dos Españas del que de una u otra forma se beneficiar­on los tres? Acaba uno de enterarse también de que en 1960 Bergamín y Sánchez Mazas se encontraro­n en la casa madrileña del periodista Marino Gómez Santos.

¿Alguien hubiera podido figurarse estos secretos encuentros «a espaldas de la Historia»? No, y sin embargo, cuánto más pedagógico­s que las banderas en las que se envolviero­n durante cuarenta años, las mismas que cuarenta años después quieren desempolva­r hoy. ¿Quiénes? Esto sí podemos figurárnos­lo: aquellos que siguen sintiéndos­e moralmente superiores.

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