El Mundo

“NO TENGO LA FE SUFICIENTE PARA AGUANTAR EL MIEDO A LA MUERTE’’

- POR ANTONIO LUCAS Y ZABALA DE LA SERNA FOTOGRAFÍA­S JOSÉ AYMÁ

Leyenda viva, mito del toreo. A sus 80 años y 60 de alternativ­a, el irrepetibl­e e imprevisib­le torero gitano de Jerez de la Frontera repasa su historia. Y habla de sus emociones, tribulacio­nes y desengaños.

Es una leyenda del toreo. Casi un enigma. Cumple 60 años de alternativ­a. Sus fieles, más que seguidores, son devotos. En esta entrevista exclusiva despliega sus emociones, miedos y desengaños

Ypadre, cuando estaba agonizando, que nunca más iba a tener miedo. Pero tengo miedo. Miedo a la muerte. Soy un cobarde». Rafael de Paula es un torero legendario con un aura de penumbras fastuosas.

Uno de los dos grandes mitos vivos de la tauromaqui­a. Gitano de Jerez de la Frontera. 80 años de existencia y 60 de alternativ­a. Que tomó en Ronda con Julio Aparicio de padrino y Antonio Ordóñez por testigo un 9 de septiembre. Esa tarde alumbró su mito.

A Rafael de Paula se le adivina el agua oscura que le corre en las muñecas, como escribe Felipe Benítez Reyes. Su diferencia abisal es la capacidad de extraer belleza de lo frágil. Su razón taurina es, en verdad, la sinrazón del sentimient­o, la esencia del instante que se convierte en eterno por irrepetibl­e, por intraducib­le, por enfurecido, barroco, inédito. Sin ser contradicc­ión es lo contrario a todo. Su aristocrac­ia está en su raza, en su carácter irregular. Es lo que otros llaman inspiració­n. Convoca para la entrevista en el Hotel Jerez.

«Ésta puede que sea la definitiva», advierte. A la hora convenida, un imprevisto retrasa la cita: «Me ha fallado el chófer». Media hora después, Rafael de Paula, de guayabera celeste y pantalón marino, irrumpe en el jardín del hotel apoyado en un bastón alto, con zapatos de ante rojo color amapola, un rojo indefinibl­e.

Trae el paso lento y dudoso, la barba de tres días, el pelo racheado de canas bajo una gorra de visera, la espalda quebrada por una fisura en tres vértebras. «Estoy hecho una alcayata», dice. Los ojos siguen condenando lo que ve y el cobre de la piel se ha cuarteado con la edad. Como su voz rasda. Como si tuviera en la garganta un alambre de verónicas amargas.

Una primera copa de

amontillao, el primer Ducados de 100 y se lanza a la conversaci­ón bajo la sombra que da una pérgola.

Niega el toreo como una ciencia exacta. Habla también con las manos en ayudados por alto y a veces mece lances por bajo. En cada expresión hay un bronce. Hay días que viaja sobre el iceberg de una tristeza sin remite. Para Rafael de Paula –tan gitano, tan flamenco– no existe el júbilo fácil. Lo suyo viene dictado de algún recodo conmovido que le impulsa por dentro, como un muelle que nunca sabes dónde va a saltar. Esa irritante inestabili­dad es, sobre todo, el arte. No es un torero de multitudes, sino de instantes. Capaz de hacer de un par de segundos un exvoto de tiempo ya para siempre fijado.

Usted arranca en el toreo con la bendición de Juan Belmonte.

Así es. Por eso los momentos más felices de mi vida fueron mis días de novillero, cuando conocí a don Juan. Aún no lo había tratado personalme­nte cuando me enteré de que su hermana había fallecido y decidí ir al entierro. Fui con el único pantalón que tenía, unas alpargatas y una chaqueta de espiguilla que me había dejado un amigo del colegio, rota por el sobaco. Él iba en primera fila con un traje gris marengo impecable, la camisa blanca y la corbata negra. A mí me daba vergüenza que me viesen con esa ropa y estuve en la comitiva muy retraído, como escondiénd­ome de la gente... Pero ya verán por qué Belmonte era un ser especial: tiempo después de aquello, Bernardo Muñoz, Carnicerit­o de Málaga [quien luego sería su suegro], me citó una mañana para ir al campo y me avisó de que cogiese capote y muleta. A la hora convenida llegó un coche a la puerta de mi casa y en él iban Bernardo y Pepe Belmonte, el hermano de don Juan. Yo no sabía a dónde íbamos exactament­e y después de un rato llegamos a Gómez Cardeña, la finca del maestro. Pepe entró al salón, yo le seguía, y allí estaba el Pasmo de Triana con un traje de corto. Le dijo: «Juan, aquí traigo a un chiquillo que tienes que conocer». Y Belmonte, con su tartamudeo, respondió: «Ya-ya-ya lo conozco. Lolo-lo vi en el entierro y creía que era un bailarín». ¡Ese hombre, en aquella situación y con tanta gente alrededor, se había fijado en mí! Eso es bonito. La verdad es que yo tenía cuerpo de torero, muy buenas hechuras. Era muy

entipao, sin vanidad. Además, mi forma de andar metiendo la puntera del pie pa dentro me daba un paso distinto. Juan Belmonte se dio cuenta y desde ese día me invitó con frecuencia a Gómez Cardeña, donde algunas veces me echaba hasta seis vacas para mí solo. Y quiso que la novillada de mi presentaci­ón fuera suya.

P. ¿Le sugería alguna cosa cuando lo veía torear?

R. Nunca. Eso nunca. Él se sentaba en su palquito de la plaza de tientas y allí observaba en soledad lo que hacíamos con las vacas. Siempre en silencio. Un día su hermano me dijo que me vistiese de corto y me dio un traje que había pertenecid­o a Manolete. Hasta lo arreglaron para mí. Era una mañana de abril muy bonita en la que Belmonte celebraba algo, no recuerdo qué. También estaban en la finca José María de Cossío, el escultor Sebastián Miranda, la rejoneador­a Conchita Citrón, su marido y un ex presidente de la República del Perú… Mucha gente. Cuando la cosa empezó y soltaron la primera vaca, yo me quedé en un burladero con la muleta montada esperando a que saliese alguien. Pero resulta que aquello lo había organizado don Juan para mí. Así que me pongo a torear con la muleta en la

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