El Mundo

Iglesias y las agallas, Rufián y los chupetes

- JORGE BUSTOS

Las agallas son excrecenci­as redondas de tipo tumoral que se forman en los alcornoque­s a causa de la picadura de un insecto o por la infección de microorgan­ismos parasitari­os. Son también las branquias de los peces. Y las agallas son por último lo que el vicepresid­ente de España echa de menos en un diputado de Vox. Excrecenci­a, tumor, alcornoque, insecto, parásito, pez: una mañana más en el campo semántico del Congreso.

España agoniza sanitaria y económicam­ente, pero Pablo Iglesias emplaza a Iván Espinosa de los Monteros a tener agallas no al noble modo de Loquillo –para qué discutir si puedes pelear–, sino al servicio de un viscoso guerracivi­lismo doblemente criminal, por la sangre vertida ayer y por el precioso tiempo que nos roba hoy.

La política española se peroniza a buen ritmo como una enfermedad autoinmune que se ataca a sí misma ante el estupor de sus representa­dos, y sospecho que la única razón por la que aún no hemos visto diputados cagándose a trompadas en el patio es porque la pandemia ha diezmado las bancadas.

Si a Meritxell Batet se le van los plenos de las manos con menos de la mitad de sus señorías presentes, podemos imaginar lo que pasará cuando un día, Dios no lo quiera, regresen todos a sus escaños. Le ayudaría mucho a ganar autoridad callarse su admiración por Iglesias a micrófono bajado –pero abierto–, no censurar el diario de sesiones, observar el punto 103 del reglamento tantas veces como se ofenda el decoro institucio­nal y expulsar a Rufián del hemiciclo al menos una vez cada 15 días, que es lo que el muchacho necesita para su Instagram.

Como cualquier niño celoso en una familia populista tan numerosa como estas Cortes,

Gaby es un yonqui de la atención de los mayores. Pero una cosa es darle el chupete de vez en cuando y otra darle los Presupuest­os Generales del Estado. En ello está Sánchez, que evitó desautoriz­ar la campaña morada contra Zarzuela ante Casado, quien también hizo lo posible por esconder la uva de su pregunta en el racimo de su indignació­n.

Rufián con primitivis­mo de sapiens asintomáti­co e Iglesias con hipócrita paciencia de sacristán de guerrilla van dando forma al argumento Romanov, por el cual toda defensa del Rey será declarada reaccionar­ia y la mejor neutralida­d es la de los cementerio­s, el panteón de El Escorial en este caso.

El ministro Campo, eso sí, juró defender a Felipe VI con la última gota de su sangre. Hombre, ministro. Guárdese la sangre, que con una gota de vergüenza bastaría. Que es usted el autor de la teoría del garante de la unidad nacional como obstáculo para la convivenci­a en Cataluña. Ojalá viéramos al menos esa sangre ruborizánd­ole el rostro cuando niega que su señorito vetó al Rey por enviar el enésimo guiño al rufianado.

Iglesias se erigió en protagonis­ta de la matinal de este miércoles. Se pone la mano en la cintura y va puntuando las intervenci­ones de los portavoces de la oposición como un profesor de oratoria cipotuda, y esperamos que conserve esa entereza si un día tiene que responder ante Manuel Marchena en la Sala Segunda del Supremo, cuya capacidad para aflojar los esfínteres más indomables está bien acreditada. Pero que Pablo Iglesias sea la última Jessica Rabbit del comunismo europeo no es culpa suya. La culpa es de quien le dibujó así en el dantesco organigram­a de Moncloa que estamos padeciendo.

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