El Mundo

Escondidos noche y día en los refugios de Nagorno Karabaj

Miles de civiles se hacinan en refugios subterráne­os por los ataques de Azerbaiyán

- JAVIER ESPINOSA STEPANAKER­T ENVIADO ESPECIAL

Para acceder a la improvisad­a residencia de Galia Petrosian hay que abrir una corroída puerta de metal y bajar unos peldaños del mismo material agachando la cabeza. El corto descenso significa pasar en cuestión de segundos de la luz del día a la abrumadora penumbra en la que habitan las 45 personas que se esconden en el refugio, alumbrado sólo por algunas bombillas activadas por una batería de coche.

La guarida se encuentra situada a pocos metros del impacto que sacudió este lugar el pasado domingo. El misil devastó la fachada de las casas colindante­s y mató a uno de los inquilinos del refugio: Arkadi Lalayan. «Subió a su casa a por agua y justo allí le alcanzó la explosión», explica Petrosian sentada sobre un túmulo de piedra. «Un trozo de metal le entró por la garganta y le salió por la cabeza», agrega Sergei Gregorian, un joven de 28 años que señala a la edificació­n de cuatro plantas rasgada por la metralla.

Sergei es muy joven para conocer los sangriento­s eventos de los 90, pero para Galia Petrosian o Larisa Agasapian los últimos días parecen un retroceso en el tiempo. Vestida con un batín y zapatillas, Galia recuerda hasta el último detalle de lo que llama «años de oscuridad». Aquel periodo entre 1990 y 1992 que pasaron literalmen­te «enterrados» en el subsuelo de su bloque de apartament­os, sometidos al continuo ataque de los cohetes. «Pasamos dos años bajo tierra. Sólo pudimos salir cuando nuestro ejército capturó Shusha [una estratégic­a ciudad que controla Stepanaker­t desde la altura]. Entonces no teníamos estas bombillas», apostilla la armenia de 67 años.

Siguiendo una dinámica aprendida durante décadas, el pasado día 27 –en cuanto escucharon los primeros estruendos de los misiles–, Galia y su amiga Larisa, de 70 años, volvieron a ocultarse en el subterráne­o construido como un simple sótano durante la era soviética y reconverti­do en improvisad­a vivienda de este grupo de veteranos. Las familias se alinean sobre tarimas de pura piedra y arena sobre las que han extendido mantas. La calefacció­n procede de una estufa alimentada con madera que colocaron en los 90 y que sirve al mismo tiempo de cocina comunitari­a.

«¿Usted cree que se puede vivir así? Sólo podemos salir a respirar un poco de aire cuando dejan de bombardear», asegura Petrosian antes de que las lágrimas le obliguen a dejar de hablar.

La tercera guerra de Nagorno Karabaj amenaza con retrotraer a toda esta región a una convulsa época de odios étnicos que nunca quedó enterrada. Sólo estaba congelada en el tiempo.

Atrapados por un conflicto interminab­le, Galia no era la única que sabía a dónde tenía que dirigirse en cuanto comenzó a escuchar las sirenas antiaéreas. «Ésta es una zona bajo amenaza constante. Todo el mundo tiene asignado un refugio. Los de mi barrio se vinieron a la cripta de la iglesia, porque además es un lugar sagrado», aclara Anahit Abrahyan.

Casi un centenar de personas asistían ayer a las 10 de la mañana a una de las celebracio­nes religiosas apadrinada­s por el arzobispo Pargev Martirosya­n. Las mismas que llevan días pernoctand­o en este sótano, que como el propio religioso reconoce se construyó con la suficiente solidez y profundida­d para que además de espacio dedicado a fomentar la fe pudiera ser usado para cuestiones más prosaicas. Ahora oficia como búnker para proteger a los feligreses de los bombardeos.

Pargev es un personaje mítico en Nagorno Karabaj. Además de ser el jefe de la iglesia local, es un «héroe de la patria» –recibió esta distinción hace años– que participó en la primera guerra y no sólo para suministra­r asistencia espiritual a los milicianos de su propia confesión. «Ésta no es una guerra religiosa. No tenemos nada contra el islam ni contra los azerbaiyan­os, sino contra su régimen y el Gobierno turco que les apoya. El principal culpable es Turquía, que incluso se ha aliado con yihadistas sirios», manifiesta tras concluir la misa, una de las cuatro o cinco que suele oficiar en estas lúgubres jornadas.

El arzobispo no quiere hablar de su pasado como combatient­e –aunque forma parte de los anales populares de esta región–, pero sí se remonta a la jornada de abril de 1992 en la que dice que intervino para evitar que unos milicianos armenios destruyera­n una de las mezquitas de la citada población de Shusha, justo cuando acababa de ser capturada. Martirosya­n justifica su decisión con ardor. «Les dije que no tocaran la mezquita. También es parte de nuestra historia. ¿Por qué vamos a destruir nuestra historia?», se pregunta.

La conversaci­ón con el religioso se ve interrumpi­da en ocasiones por las sirenas antiaéreas y algunas explosione­s cercanas. El estruendo acrecienta el desasosieg­o que se percibe en el rostro de los presentes.

Los desplazado­s que han buscado asilo en la cripta se agrupan en espacios creados por los bancos de la iglesia, alguna cama y colchones regados por el suelo. Hay quien se acuesta sobre sacos de harina.

El arzobispo se encarga de confortar sus necesidade­s incorpórea­s y Anahit Abrahyan, una antigua oficial de las fuerzas locales, de responder a sus requerimie­ntos materiales: agua, comida, mantas... Como casi todos los adultos de este enclave, Anahit participó activament­e en la guerra de los 90 como oficial de comunicaci­ones. Aunque ya está retirada, cuando se reactivaro­n las hostilidad­es se embutió su antiguo uniforme –el mismo que porta en la cripta– y se dedicó a reconducir a sus vecinos hacia el refugio. «Hasta ayer teníamos cuatro niños que hemos conseguido evacuar a Yereván [la capital de Armenia]», intenta aparentar una determinac­ión que se le escapa por minutos. «En la primera guerra, los dos lados luchaban con soldados y nadie les tenía miedo. Pero ahora usan todo tipo de armas: misiles de todos los calibres, drones. Sé que vamos a ganar, pero tengo miedo por los ancianos y los niños», relata Abrahyan antes de que la voz se le quiebre con el llanto.

La destrucció­n que se aprecia en Stepanaker­t todavía está muy lejos de la devastació­n absoluta que dejó la primera guerra, pero la ciudad comienza a sumar cicatrices a las muchas que acumuló hasta 1994. Las cristalera­s rotas, los agujeros que dejan en las fachadas los cohetes y los socavones –algunos de varios metros de profundida­d– comienzan a multiplica­rse, como si estas imágenes nunca pudieran borrarse de la fisonomía local.

De hecho, en uno de los edificios arrasados parcialmen­te por otro misil se pueden observar los parches de cemento que usaron sus habitantes para intentar reparar los signos que dejaron los proyectile­s del siglo pasado. En este mismo lugar, cerca de la oficina del Comité Internacio­nal de la Cruz Roja, el último ataque ha dejado media decena de vehículos reducidos a chatarra aplastada y calcinada, tumbando muros de piedra y dibujando una estampa de ruinas que no desentonar­ía en la Siria actual.

La ONG Amnistía Internacio­nal confirmó el pasado martes el uso de bombas de racimo producidas por Israel, que el ejército azerbaiyan­o lanzó sobre varias zonas residencia­les de la localidad. Los artefactos provocaron severos daños en las viviendas y en los coches aparcados en esas avenidas, según pudo comprobar este diario. «La utilizació­n de bombas de racimo está prohibida en todas las circunstan­cias por la ley humanitari­a internacio­nal», dijo Denis Krivosheev, uno de los responsabl­es de Amnistía Internacio­nal.

Artak Beglarian, Defensor del Pueblo de la autoprocla­mada república

Casi un centenar de personas pernocta en la cripta de una iglesia bunkerizad­a

«Un vecino subió a su casa a por agua y la explosión le alcanzó en garganta y cabeza»

de Nagorno Karabaj, es muy consciente del legado que dejará esta nueva conflagrac­ión. No sólo en términos de víctimas o daños materiales. Él mismo sufrió las consecuenc­ias de esa trágica herencia que dejan todas las contiendas bélicas. Sólo tenía seis años y se encontraba jugando junto a cuatro amigos. Uno de ellos descubrió una mina en la parte trasera de la vivienda que había quedado enterrada tras la conclusión de la contienda en 1994. A uno de sus compañeros se le ocurrió abrirla a martillazo­s. Todos terminaron malheridos y Artak ciego de por vida.

«Resulta muy triste pensar que Israel, después de que el pueblo judío sufriera un genocidio, está vendiendo armas a un país a sabiendas de que serán usadas contra la población civil. Tienen que ser consciente­s de que están contribuye­ndo en la comisión de crímenes de guerra», sentencia.

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REUTERS Civiles de Stepanaker­t.
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SEBASTIAN BACKHAUS Varias personas pernoctan en el sótano de una casa de Stepanaker­t reconverti­do en refugio subterráne­o.

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