El Mundo

Farsante o criminal

- RAFA LATORRE

PEDRO Sánchez esperó a que el juguete de la oficialida­d culminara su destrozo, que no contaba siquiera con el atenuante del directo. El espectador se revolvía como el pequeño Alex: «¡Usar así a Ludwig Van! ¡Él no le hizo daño a nadie! ¡Sólo escribió música!». Tras la última nota del desarreglo de Rhodes, Sánchez arrastró su megalomaní­a hasta el atril. Una vez allí hizo un vano esfuerzo por parecer natural. Mientras hablaba, su cabeza giraba de un prompter a otro como si fuera un juez de silla. En el instante decisivo del montaje, justo cuando él, que ha traído nada más que división y zozobra, reclamaba unidad y estabilida­d, un push iluminaba las pantallas de los teléfonos. Solo el aforamient­o separaba ya a su vicepresid­ente de la imputación judicial. La salvaguard­a del diputado es una bella filigrana del destino pues, como señaló diligente Ricardo Colmenero, el aforamient­o es probableme­nte el último privilegio de la casta que le quedaba por disfrutar a Pablo Iglesias. La decisión del juez aun iba adornada con otra voluta, el agravante de género.

Habría que estar muy infectado de literatura para recurrir al célebre verso de José Emilio Pacheco. Iglesias no es, ya, todo aquello contra lo que luchó a los veinte años, porque sus luchas, todas ellas, hoy como a los veinte, son instrument­ales. Lo esencial siempre ha sido el poder, única obsesión de su trabajo académico y trofeo por el que ha cabalgado contradicc­iones salvajes, como si la política fuera el rodeo de los hipócritas.

Si Pablo Iglesias ha llegado a ser algo más que un profesor interino es porque convenció a un número suficiente de españoles de que un indicio es una prueba y una investigac­ión, una sentencia. De que nada es tan saludable, en fin, como que un Comité de Salud Pública se erija en árbitro de la convivenci­a. Él es a la vez padre e hijo de su tiempo; de igual forma que Pedro Sánchez no sería nada sin él y él no sería nadie sin Sánchez.

¿Debe dimitir? La respuesta parece compleja pero no lo es. Si ahora no debe dimitir es que nunca debió existir, pues fue él quien trabajó con más desenfreno para que el ajusticiam­iento sustituyer­a a la Justicia. Si Iglesias se guiara por una mínima lógica democrátic­a, su dilema sería entre resignarse a ser un criminal o confesarse un farsante. Y es justo por eso por lo que no ha dimitido. Porque, lejos de toda lógica democrátic­a, su proyecto consiste en establecer una doble vía por la que discurrir. La de los invulnerab­les y la de los ajusticiad­os. Ambos marcados para siempre por una legitimida­d de origen.

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