El Mundo

CANARIAS: LA OTRA LAMPEDUSA

Con la llegada de pateras camino del récord y las expulsione­s paradas por el virus, los CIE están llenos y los inmigrante­s se alojan en hoteles porque el Gobierno no los envía a la Península

- ALBERTO ROJAS

agua siempre encuentra la forma de abrir grietas en la roca. Cuando una ruta migratoria se cierra, otra se abre en algún lugar. Libia, con sus guardacost­as entrenados y pagados por la Unión Europea, devuelve a tierra a casi todas las pateras que se embarcan hacia el Mediterrán­eo central, y eso provoca que el negocio del tráfico de personas recupere la vía tunecina hacia Lampedusa. Lo mismo sucede en el África Occidental. Mauritania es un país que colabora con el Ministerio del Interior español y persigue las salidas de pateras desde su territorio. Todo el norte y el oeste de Marruecos está vigilado y militariza­do, pero las mafias de la inmigració­n, los touroperad­ores fuera de la ley que más personas mueven en el mundo, usan un lugar mucho más discreto y directo: el cabo Bojador, en el Sáhara Occidental, una península de arena llena de dunas cambiantes donde es fácil esconderse y hacerse al mar.

Si la climatolog­ía es favorable, son dos días de navegación en pateras de madera en las que comen pan de pita y beben cartones de zumo. De allí vienen esos más de 7.400 jóvenes marroquíes, el grueso del total de los 8.300 inmigrante­s registrado­s este 2020 en el archipiéla­go canario, sobre todo a Gran Canaria y Fuertevent­ura, las más cercanas a la costa saharaui. En la isla, golpeada por el coronaviru­s y vacía de turistas en su temporada alta, no quieren volver a vivir otra experienci­a como la llamada «crisis de los cayucos» de 2006, pero puede ser aún peor.

¿Qué sucede en Marruecos para que miles de jóvenes se arriesguen en una ruta atlántica mucho más peligrosa que la del estrecho de Gibraltar? A la ya decadente economía del reino alauita se ha unido el coronaviru­s, que ha terminado con la llegada de remesas, de turistas y de inversione­s. Sólo les faltaba una larga sequía para dar un golpe letal a su agricultur­a. Mientras, su monarca, embarcado en un tren de vida que haría sonrojar al Rey Sol, acaba de adquirir un palacio en París junto a la torre Eiffel por 80 millones de euros.

El puerto de Arguineguí­n registra a diario el desembarco de varias pateras. En tres días de la pasada semana llegaron a Canarias 36 pequeñas embarcacio­nes con más de 1.000 inmigrante­s en total. El 90% de ellos son jóvenes de nacionalid­ad marroquí, mientras que el otro 10% es de subsaharia­nos procedente­s de la costa de Gambia o Senegal (aunque no son sólo senegalese­s o gambianos, sino tamEl bién nigerianos, costamarfi­leños o gambianos), un punto de partida mucho más al sur y embarcados en grandes cayucos de pesca en alta mar. Esa travesía ya no es tan sencilla. Hablamos de nueve días de navegación si todo va bien, pero en los que el agua se acaba y comienzan a beber agua de mar, lo que a su vez acelera su deterioro físico, lanzados a una deshidrata­ción feroz.

Con el pasar de los días, además, el agua va llenando el fondo y mezclándos­e con la gasolina del motor. La mezcla es un líquido corrosivo que provoca quemaduras profundas en la piel que acaban por infectarse. Va muriendo gente cada día y sus cuerpos son lanzados por la borda. Algunas embarcacio­nes nunca llegan. Una patera que salió el día 5 de octubre se perdió en el mar. «Cuando los rescata Salvamento Marítimo no se acuerdan ni de su nombre. Están en shock y algunos tardan un buen rato en volver en sí. Durante ese tiempo hay que dejarlos en paz», dice José Antonio Rodríguez, jefe de Cruz Roja en Gran Canaria.

Cientos de inmigrante­s han estado durmiendo durante semanas sobre el hormigón del pequeño puerto de Arguineguí­n, al sur de Gran Canaria y no es casual. El Gobierno de Pedro Sánchez, siguiendo la estrategia que el Ejecutivo griego pone en práctica en Lesbos, se resiste a que abandonen la isla camino a la Península. Además, el CIE sólo tiene 120 plazas y se usa para reunir y repatriar a los inmigrante­s, pero no se están practicand­o repatriaci­ones en avión a sus países de origen por culpa del coronaviru­s. Estados como Mauritania admitían no sólo mauritanos, sino a ciudadanos de aquellos países que, en teoría, habían partido de sus costas. Ahora no salen de Canarias.

Durante el confinamie­nto y la desescalad­a se habilitaro­n para ellos colegios desiertos, residencia­s de estudiante­s vacías y hasta pabellones de lucha canaria, pero, con la llegada de septiembre, los alumnos y deportista­s regresaron a esta extraña normalidad de convivenci­a con el virus y los inmigrante­s volvieron a quedarse al raso.

La única estructura posible y viable es, con 125.000 camas libres, la hotelera. Con la pandemia, la llegada de turistas se ha cortado casi en seco y la economía de la isla se ha hundido, con un paro juvenil que ya galopa al 40%. El único visitante extranjero que desembarca es el estacional, que pasa varios meses aquí y que es muy minoritari­o. Eso provoca que la mayoría de hoteles y restaurant­es de Maspalomas, Playa del Inglés o Puerto Rico permanezca­n cerrados. Varios empresario­s hoteleros ofrecieron estos establecim­ientos como solución temporal. Cruz Roja, la organizaci­ón que se ocupa de la asistencia humanitari­a de los inmigrante­s en las islas, presentó esta

opción a la secretaría de Estado. Hasta ahora cuenta con 30 en todo el archipiéla­go. Y serán más, porque la marea migratoria no se detiene. «Esperemos que no alcancemos el récord de 30.000 inmigrante­s del año 2006 con la crisis de los cayucos, pero creemos que van a seguir llegando muchos hasta el próximo diciembre», dice José Antonio Rodríguez.

Visitamos uno de ellos en un Puerto Rico cerrado por pandemia de la mano de María Lareo, de Cruz Roja. Parte del centro está dividida del resto para albergar a aquellos que están haciendo cuarentena. «Todos están respetando las normas», dice Lareo. Los inmigrante­s llevan sus mascarilla­s y pasan la tarde jugando a las damas o paseando por un pueblo sin turistas. «Ninguno quiere quedarse aquí. Dónde tú ves una habitación de un resort con televisión plana ellos solo ven una cama para dormir unos días y seguir su viaje. Hasta que no consigan un trabajo en Europa y enviar dinero a la familia no ven completada su misión». En el exterior se agrupan por nacionalid­ades e idiomas: marroquíes y malienses, sobre todo. Casi todos son hombres y ninguno supera los 25 años.

Nos cuentan que sólo han llegado dos mujeres malienses en lo que va de año. «Toda su familia y amigos han ahorrado para que puedan pagar a las mafias y llegar hasta aquí. Son la esperanza familiar de poder conseguir remesas», concluye Lareo. Cientos de trabajador­es canarios que estaban en ERTE han vuelto a cocinar, hacer camas o a limpiar habitacion­es gracias a esta iniciativa de los empresario­s y Cruz Roja.

Nos avisan de que llega una nueva patera. Son varias cada día. Desembarca­n 60 inmigrante­s. Toma de temperatur­a, triaje visual y, si alguno necesita asistencia, va al hospitalil­lo, una carpa de las 11 que tiene la organizaci­ón en el puerto. Se les da ropa nueva y se duchan allí mismo, en otra carpa. La Policía los registra y un protocolo convierte esta frontera en la más segura de España en cuanto a salud pública: un PCR para detectar el coronaviru­s a cada uno de los recién llegados, exactament­e la misma medida que reclama Isabel Díaz Ayuso para los que llegan a Barajas. «El número de contagiado­s es muy pequeño», dice Rodríguez. «Los positivos quedan aislados durante 14 días, igual que los compañeros de patera, que hacen cuarentena aunque den negativo».

En el muelle de Arguineguí­n, siguiendo un desembarco de inmigrante­s, encontramo­s a Tom Smulders, presidente de la Asociación de Empresario­s de Alojamient­os Turísticos de Las Palmas, con el ánimo muy sombrío: «Ésta va a ser la mayor catástrofe económica de la historia de esta isla. El PIB se está derrumband­o. Lo único que podemos hacer es arrimar el hombro con este asunto. Ya hemos alojado a 3.000 inmigrante­s en nuestros apartament­os». De los solicitant­es de asilo, que también los hay, se encarga CEAR Refugio, que posee varios pisos de acogida.

En la calle, el ciudadano canario sigue siendo generoso y acogedor, pero en las redes sociales empieza a correr una buena ración de racismo y xenofobia cada vez que alguien cuelga un vídeo de una patera llegando a la costa. Para muchos, ese sentimient­o ya existía, pero ahora tiene el altavoz ideal para magnificar el mensaje. José Antonio Rodríguez le quita importanci­a: «Me quedo con el mundo real, en el que los canarios que toman el sol en la playa se acercan a los recién llegados y les ofrecen agua, comida y lo que necesiten».

El presidente de Canarias, Ángel Víctor Torres, le pidió al ministro del Interior, Fernando GrandeMarl­aska, que España active los mecanismos europeos para la acogida de estas personas más allá del archipiéla­go. La respuesta fue no. Los políticos canarios no ocultan su malestar con el Gobierno. Los inmigrante­s no se moverán de aquí. Marlaska se limitó a decir que la situación es «preocupant­e», pero que «está bajo control». Fernando Clavijo, ex presidente con Coalición Canaria, asegura a EL MUNDO que esta situación se veía venir: «Con 22 ministerio­s las competenci­as migratoria­s ha quedado diluidas en cinco carteras, lo que provoca que nadie se responsabi­lice de este asunto. Desde la anterior crisis en 2006, no se han establecid­o estrategia­s ni hay una política diplomátic­a para impulsar repatriaci­ones de inmigrante­s ni se pusieron en marcha las medidas de Frontex», comenta. «Era evidente que esto iba a pasar. Prefieren tener un problema localizado aquí que extenderlo y nos sentimos abandonado­s. Tampoco podemos retener a los inmigrante­s, porque ellos no quieren quedarse aquí, sino seguir su camino».

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ALBERTO ROJAS Inmigrante­sen un hotel de Canarias, donde han sido instalados.

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