RAFAEL MONEO “SERÍA HERMOSO QUE LA SOCIEDAD ESTUVIESE DISPUESTA A ENTENDER QUE LA VEJEZ ES UN VALOR”
“ENVEJECER ES ESTAR SEGURO DE ALGUNAS EXPERIENCIAS QUE NO VOLVERÁN A REPETIRSE. Y, AÚN ASÍ, ESPERAS QUE ALGUNAS EXPERIENCIAS NO ACABEN”
Rafael Moneo tiene 83 años. Es el primer arquitecto español que recibió el Premio Pritzker. También ejerce de viticultor en Olmedo (Valladolid), con bodega propia. De joven tuvo el arranque de aspirar a filósofo y luego quiso hacerse pintor, pero terminó calculando estructuras y resolviendo edificios que son (casi todos) referentes del oficio. Al caminar deposita las manos en los bolsillos. Sortea la timidez detrás de unas gafas de montura fina y lleva corbatas de punto y nudo estrecho, estilo Harvard. Allí también fue docente. Viaja a bordo de un cierto despiste atentísimo: una mezcla de sobriedad e inteligencia. Su biografía alberga seis o siete momentos estelares, todos relacionados con la arquitectura. Uno de ellos es el Museo de Arte Romano de Mérida. Moneo tiende a hablar cerrando con fuerza los ojos, en actitud levítica, poniendo en pie un discurso donde las ideas van por delante de las palabras, por eso a veces deja entre un puñado de aciertos algunas frases desmadejadas. De una punta a otra de la Castellana, espinazo de Madrid, reparte algunos de los importantes edificios que llevan su firma: desde Bankinter a la Estación de Atocha, donde ahora proyecta la rehabilitación de la cubierta. Sobrevivió a los burócratas y a la estupidez de algunos políticos en el reto de ampliar el Museo del Prado. En lo que duró el proyecto vio caer a cinco ministros y a un puñado de tábanos de oro. Los mismos que intentaban meter pezuña en la maqueta para proponer caprichos de esteticién en una obra que tantos de ellos no entendieron. Todos pasaron a mejor vida pública o privada. Moneo, sin embargo, sigue ahí. La arquitectura es una pasión endemoniada en este hombre, junto al ensayo y la poesía. Lee a Elizabeth Bishop. Aquella que escribió esto: «El tumulto en el corazón/ sigue haciendo preguntas».
P. ¿La vejez se combate?
R. De algún modo, hasta donde puedo, sí me resisto a ella. Sé que ha llegado, pero trato de engañarla haciendo lo que siempre he hecho: trabajar. Soy consciente de que cada vez me queda menos de vida y quizá por eso trabajo con empeño, para no percibir de una manera demasiado evidente cómo voy cumpliendo años y cuáles son sus consecuencias. Aunque sé que hay cosas que ya no podré hacer.
P. Pero, entre tanto, no se detiene.
R. Intento no parar. Aunque es duro también cuando ves la vejez en los otros. Me refiero al deterioro físico. Asusta pensar que tampoco escaparé de él. Uno hace por ignorarlo, pero a cierta edad tienes la certeza de que acumulas experiencia de muchos momentos que no se volverán a repetir. Y de otros que podrían ser los últimos. No lo digo con lamento, sino con conciencia de una realidad. A mi edad ya sé, por ejemplo, que algunas ciudades importantes para mí son ahora el recuerdo de un tiempo que fue. Envejecer es estar seguro de las cosas que no volverán a suceder. Y aun así hay, con todo esto, uno espera que algunas experiencias vividas no se acaben del todo. Es un equilibrio extraño. La relación que has establecido con alguna gente, con ciertas cosas y con unos cuantos lugares sigue generando entusiasmos aunque sean otras las circunstancias.
P. ¿Ha aprovechado bien la vida hasta ahora?
R. Creo que sí, pero veces pienso en algunos proyectos vitales que tengo en marcha (o pendientes de realizar) y sé que no podré verlos en su final. Hay experiencias que exigen de un tiempo demorado, imposibles de asumir desde la inmediatez. El vino me ha enseñado sobre esto. Hace casi 20 años empecé a hacer vino y ahí es esencial el concepto de demora, de envejecimiento, de paciencia y de tiempo lento. Hay vinos que me gustaría sentir envejecer y probar cuando estén más hechos, pero... No es algo que me genere duelo o pena, aunque sí incrementa la conciencia que de que no seré yo quien vea el acontecer de algunas aventuras emprendidas con entusiasmo. Qué le vamos a hacer... Pero sigamos tirando del hilo.
P. Ha dicho: «La vejez es custodiar el pasado para uno mismo, pero sobre todo para los demás».
R. Me refería a mi profesión. La arquitectura, hasta ahora, ha es
“Deseo que tú y yo mitiguemos este peso común: la inminente llegada de la vejez.
Con toda seguridad sé que tú [Tito] la vives con dignidad y eres capaz de afrontar todos los problemas que conlleva. Cuando pienso en escribir sobre la vejez siempre acudes a mi mente como la persona más digna de este don del que nos podamos servir cada uno de nosotros”. ‘DE SENECTUTE’ CICERÓN
tado asociada a una idea de permanencia. Y digo conscientemente «hasta ahora» porque creo que una parte de la arquitectura actual tiene menos vocación de permanecer. Los edificios gozan de una vida propia a la que el arquitecto ha contribuido, pero esa vida es de ellos. Es un error adueñarte de lo que un edificio es. Suponiendo que cuando mueres estuvieses en algún lugar, lo interesante sería comprobar cómo una vida queda asociada a los objetos que ha desarrollado. En el caso de la arquitectura, a los edificios. En ese aspecto, tengo una cierta conciencia de continuidad que da sentido a tantos esfuerzos realizados, a tantas dudas, a algunos aciertos.
P. Es delicada la idea de permanecer en la obra.
R. No es que estés vivo en lo que has hecho, pero puede tener sentido la sospecha de que algo de tu existencia ha quedado diluida en realidades más amplias. Por eso tiene tanta importancia para mí la ciudad y comprender un edificio como parte de esa realidad ensanchada que otorga la experiencia de lo duradero. La sensación de seguir presente desde la arquitectura cuando ya no esté hace de ella un campo aún más interesante, pues puede justificar una existencia. El poeta T.S. Eliot acertó en esta reflexión. En el fondo, un edificio no es nada pero contribuye en su medida a un todo más amplio que te sobrepasará.
P. ¿La edad vence a la impaciencia?
R. Imagino que sí, pero es que no creo haber sido demasiado impaciente. Tampoco me lamento de las cosas que no he hecho. Lo que en definitiva me importa es saber dar razón de mí mismo lo mejor que pueda. Soy lo que soy. Nunca he tenido la tentación de establecer un canon de nada ni para nadie. Entiendo que los intereses, a lo largo de una vida, se desplacen, pero no siento una angustia apocalíptica por ver que en un momento las preocupaciones o entusiasmos de la sociedad son distintos a los míos. Me vale con insistir en aquellas cosas que el tiempo te señala como sustantivas. Creo que a la vejez también le acompaña una manera de ser lúcido que no se conoce hasta que se llega. Es una lucidez interesante, cuando se tiene, porque no es de valor normativo. La lucidez auténtica ilumina tu propia senda, pero sin vocación de establecer el camino a los demás.
P. ¿Se siente bien entendido?
R. Sí. Y es reconfortante. Pero según tus días van siendo menos comprendes que nunca llegarás a poder explicar todo lo que querrías. Y que tampoco sabes por entero aquello que te propusiste saber. Fíjate en la ciencia, a medida que avanza los científicos posponen en el tiempo las dudas sobre el origen de la vida y los millones de años que abarca. Es decir, siempre hay un misterio inexplicable que a los hombres se nos va negando al avanzar. Nunca tendremos la explicación definitiva de lo que somos. Es apasionante. Y por eso entiendes los esfuerzos de la filosofía y de la cultura en general por intentar acercarse a la explicación de quiénes somos, de qué es todo esto.
P. ¿Asume bien la idea de final?
R. Cuesta poco comprenderla. Va con la edad.
P. Y tenerla clara es mejor que no tenerla.
R. Valoramos demasiado nuestro yo. Quizá porque es nuestra posesión última, la más valiosa que te queda antes de ser ceniza. La conciencia de finitud ayuda a afrontar la desaparición con más tranquilidad. Aunque es difícil esquivar el temor a la precariedad de la condición humana en términos físicos. Y el deterioro que acompaña todo fin asusta.
P. ¿Teme la soledad?
R. Terriblemente. En los momentos de mayor fragilidad es importante estar acompañado por tu familia, por tus próximos. A la vida no llegas solo y no debes acabar en soledad.
P. Una frase de García Márquez: «El secreto de una buena vejez no es otro que un pacto honrado con la soledad».
R. Bueno, sí que una cierta insularidad va asociada a la vejez. El quedarte solo del que habla García Márquez tiene algo de desolación por la conciencia de que el intercambio con los otros va siendo cada vez más difícil. Vivir es ir irrumpiendo sucesivamente en la vida de los demás, aunque con el tiempo sucede lo opuesto: te alejas o te alejan. También es cierto que no es necesario irrumpir tanto en nada... Otro asunto es el aislamiento que provoca el deterioro.
P. ¿Con la edad se desplazan los referentes? Pienso en dos arquitectos importantes en sus comienzos, Sáenz de Oiza y Jørn Utzon.
R. Es complicado responder a esto... Con la edad sueles entender a los otros en un sentido más completo. Para bien y para mal. Utzon y Oiza fueron dos figuras muy diferentes, pero tienen el valor común de haberme permitido acercarme al arquitecto que quería ser. De Oiza aprendí por su actitud inquisitiva, curiosa, de continuo cuestionamiento. Si ahora repaso su trabajo, obra a obra, sería más crítico, aunque tiene edificios absolutamente plenos. Le lastraba estar tan mediatizado por lo que se hacía fuera, porque delataba una falta de confianza en sí mismo. Pero insisto en que tiene unas cuantas obras excelentes que justifican a un creador. Y más ahora.
P. ¿Más ahora?
R. Es que hoy algunos colegas con grandes estudios de arquitectura que desarrollan hasta un centenar de proyectos al año no conocen a fondo muchos de ellos. Cuando más obra tienes, más volumen prescindible acumulas. Mucha arquitectura de los estudios gigantes es ciertamente impersonal. Por el contrario, si pienso en Utzon, por el que también me has preguntado, no hay duda de que se ha convertido en un emblema de la profesión a pesar de la poca obra que hizo. Lo admirable de él es cómo asumió la condición heroica de construir algo que en los aspectos más sustanciales tiene que ver con lo soñado. Por ejemplo, la ópera de Sydney.
P. La edad no le ha impulsado a la indiferencia.
R. En absoluto. En este momento hago lo que entiendo que debo hacer. Y estoy muy lejos de la ansiedad de coincidir con nada ni con nadie.
P. ¿No hay ansiedad por mantener el sitio?
R. De ningún tipo. Ni tristeza. Ni resignación. Quizá decepciones, como la de no haber ganado el proyecto de la ampliación del Museo de Bellas Artes de Bilbao. Eso ha sido un traspiés grande, pero volvería a presentar el mismo trabajo. Tengo claro que la lucidez que da el conocimiento de lo que uno entiende que es su oficio se resume en el aprendizaje de toda una vida. Estoy muy tranquilo con lo que he hecho y tengo fuerza para seguir. Ahora trabajo en la remodelación de la marquesina de la Estación de Atocha y me vuelco en esto con las mismas ganas con que realicé el proyecto de la estación. Digo «ganas» porque es una palabra visceral y opuesta a la indiferencia. Ahora soy más consciente de lo que tiene sentido o profundidad y de lo que no.
P. ¿Qué no?
R. Pues lo que carece de dificultad, de complejidad, de autenticidad. Eso que se ha ido perdiendo en la estética contemporánea. Sigo valorando el esfuerzo que requieren algunas cosas. En ese aspecto no me siento viejo.
P. ¿La edad le da más libertad?
R. Creo que sí. Libertad también para saber entender lo que han hecho los otros. Ya no veo el trabajo de los demás compitiendo con el mío. A mí me gustaría medirme con lo que yo me he impuesto, siendo consciente de mis limitaciones.
P. Eso es quizá la sabiduría.
R. No lo sé. Lo que sí creo es que la naturaleza ayuda a que la euforia de la juventud se desarrolle en el vaso que pueda contenerla. Y pertenece a un tiempo concreto. Lo demás es un lento aprendizaje. ¿Y si llamamos sabiduría a no perder la capacidad de aprender? A lo mejor esa es la euforia de la vejez.
P. ¿Cree que ser viejo se penaliza?
R. Tengo la sensación de que las sociedades más primarias o rurales incorporan mejor la idea de ancianidad en su dinámica. En estos meses hemos visto de qué manera la sociedad actual tiene urgencia por desprenderse de la vejez, de los ancianos. Es una actitud de cierta crueldad. De enorme indiferencia. La costumbre aceptada es emplear menos tiempo para lo que importa. Hay prisa. Hay mucha prisa. Es algo que sucede hasta en los vinos: cada vez se beben vinos más jóvenes, casi nadie lo hace a su debido tiempo, esperando a que se haga, dándole su tiempo... Sería hermoso que la sociedad estuviese dispuesta a entender que la vejez es un valor... Que el tiempo acumulado lo es.