El Mundo

TODO ESTÁ EN DELIBES

- FRANCISCO PASCUAL

El lenguaje del vallisolet­ano es la negación de lo que ocurrirá esta semana en el Congreso

A los hijos de vallisolet­anos nos educan en la veneración al lechazo, a las sopas de ajo, al vino y a Miguel Delibes.

También en la fidelidad al Pucela y en la resistenci­a al frío. Nazcamos donde hayamos nacido. Si, como yo, sucedió en un pueblo de Alicante, notas algo los contrastes. Especialme­nte en la infancia, cuando, por ejemplo, la ilusión te desborda al paso del Rey Baltasar por el Paseo de Zorrilla mientras los dedos se te amoratan bajo la cencellada y un sabañón corona tu oreja. Sólo te mueves cuando el paje lanza un racimo de caramelos y es para apartarte, no sea que alguno esté congelado y termines con una ceja abierta.

Hay algo que barniza toda esa felicidad, tan a la castellana manera, criogeniza­da en invierno y sofocante en verano, y es la sencillez. De nuevo la expresión de un contraste. Tras la crudeza de los páramos y la seriedad de los rostros aparece una realidad mágica y lírica depositada en el lenguaje diverso del habla rural. Fue lo que nos dejó Delibes.

«¿Quién escribe ahora como él? Nadie», me dice Lucía Méndez, que arrancó el discurso de su Premio Josefina Carabias con los párrafos de El Camino.

El autor de Cinco horas

con Mario era un personaje humilde y totémico al mismo tiempo. Sus novelas poblaban las librerías de los habitantes de la meseta norte y las de sus expatriado­s antes que las

espasas y las Larousse. «Vamos a dar un paseo al Campo Grande e igual nos encontramo­s con Delibes», me decía mi madre. «Y si lo vemos, ¿qué le decimos, mamá?». «Nada, sólo lo vemos, que ya es muy importante». Yo quería toparme con Pep Moré, que era el capitán del Real Valladolid y acababa echando migas a los pavos reales o subido en la barca del señor Catarro. A Delibes nunca lo vi, por si algo faltaba para que se hiciera mito.

El centenario de su nacimiento ha servido para que muchos se enteren de que el más sobrio de nuestros escritores fue también uno de los más vanguardis­tas. El que en 1963 fue apeado por el Régimen de la dirección de

El Norte de Castilla por denunciar la despoblaci­ón del mundo rural, eso que hoy se llama la España vaciada. El que en 1975 dedicó su discurso de ingreso en la Real Academia Española a criticar la uniformida­d y la banalidad de la globalizac­ión y la sociedad de consumo –del «progreso», en palabras de Daniel, El Mochuelo, en 1950– y a defender una ecología humanista, moderna y por tanto alejada del animalismo memo. El que en 1981 dio vida en Los

Santos Inocentes a Paco, el Bajo, y al Azarías, Alfredo

Landa y Paco Rabal, encumbrado­s en Cannes por encarnar el sufrimient­o ante los abusos de los terratenie­ntes.

Delibes recorrió el planeta de punta a punta y dio clases en Estados Unidos, pero nos abrió el mundo renunciand­o al artificio. Cogió un magnetofón y se marchó a las aldeas de Castilla a registrar cómo hablaban los lugareños. Allí estaba todo. A partir de la palabra más pura y precisa trazó el camino hacia la prosa más poética.

Sería difícil adscribirl­e hoy a un partido. Quizá sea más fácil definir lo que no es. Delibes es la negación del tuit, de los spin doctors, de

Iván Redondo y MAR, de Abascal e Iglesias, del eslogan, de la corrupción del lenguaje, del uso maniqueo de la palabra para dividir, para excluir, para expresar lo contrario de las ideas que representa­n. Delibes es, me temo, lo que no veremos esta semana en el Congreso.

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