El Mundo

Lhardy: tumbos y conjuras

- RAÚL DEL POZO

Corría el año 1839. Se publicó la primera foto de un paisaje español, gritaban los aguadores en el foro y en Oñate se dieron el Abrazo de

Vergara los generales Maroto y Espartero. En la avenida de San Jerónimo, donde los políticos después harían la carrera, cerca de Sol se inauguró un refinado restaurant­e al que llamaron Lhardy. El estilo francés sustituía a los bodegones de puntapié donde se guisaba la olla podrida y donde solía haber las cabezas de toro que describe Santiago Alba Rico en su apasionant­e libro España. Fue con su novia a Cuenca, «una ciudad encogida, oscura y fría», sus labios y los de Ana se unieron brevemente. El mesonero dio tres golpes amenazante­s con el puño en la barra e indicó un letrero en la pared que decía «prohibidas las manifestac­iones amorosas». A mí nunca me ocurrió algo parecido en Cuenca ni vi otro recado en los ventorros o en las tascas que el que recordaba que si bebes para olvidar, paga antes de empezar. Disculpen la digresión y volvamos a Lhardy, de cuyo acontecimi­ento recuerda Arturo Pérez–Reverte: «Allí, entre platos exquisitos servidos en porcelana de Limoges y acompañado­s de selectos chateaux franceses, se devoraron monarquías, se prepararon elecciones, se designaron presidente­s y ministros de dos repúblicas y se dispusiero­n candidatos para la Real Academia Española».

Mucha porcelana de Limoges, mucho Segundo Imperio, gamo a la austriaca, tournedo Rossini y suflé apoteósico pero el casticismo se tragó al romanticis­mo. Me lo cuenta el mítico Lorenzo Díaz emboscado en El Retiro: «Lo que triunfó en el restaurant­e fueron los callos y el cocido». Reconoce que fue la mesa del poder que según el consejo de un papiro de Babilonia aconseja al invitado no reírse si no se ríe el anfitrión.

Robespierr­e y Saint Just se reunieron en el restaurant­e Meot para decidir guillotina­r a los reyes. En Lhardy no se llegó a ese extremo pero se urdieron bodas reales y constituci­ones. Durante las Repúblicas y las Monarquías, según Azorín, «no se podía imaginar Madrid sin Lhardy». Galdós escribe: «Yo, como no creo en los teólogos, comí en casa de mi amigo Lardy buen pavo trufado, buenas salchichas y unos bistecs como ruedas de carro». Lo abrieron en 1839 por consejo de Próspero Merimée a Emilio Lhardy. El comedor del poder aguantó varios golpes de Estado, dos guerras mundiales, la Guerra Civil y ahora la pandemia lo ha dejado en preconcurs­o de acreedores. Puede desaparece­r el Salón Blanco, adonde llegaba Isabel II, escapada de palacio, para papear el cocido de tres vuelcos y darse un revolcón con un general bonito.

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