Sánchez cede las cárceles al PNV y aplaza la foto por el 4-M
El Gobierno cierra con el País Vasco el traspaso del control de sus tres prisiones pero no lo formalizará hasta el 10 de mayo El PP reclama cambiar seis leyes para limitar los beneficios penitenciarios a los etarras que concede el ministro Marlaska Interi
Los gobiernos de Pedro Sánchez e Iñigo Urkullu acordaron ayer la cesión al ámbito vasco del control de las tres cárceles ubicadas en el País Vasco y de la vieja prisión de Nanclares.
Sin embargo, ambos pactaron formalizar el traspaso el 10 de mayo, cuando se reúna la Comisión Mixta de Transferencias, evitando así que influya en el voto de las elecciones autonómicas madrileñas. Urkullu tiene previsto «cambiar el modelo» penitenciario vasco, que afecta a 1.300 reclusos y a 700 funcionarios de prisiones.
Ayer, Interior acercó a cárceles vascas y navarras a cinco etarras y concedió el tercer grado a otro. Por su parte, Pablo Casado pidió endurecer la política penitenciaria de los presos de ETA. Concretamente solicitó que las víctimas tengan más capacidad de seguimiento del cumplimiento de las penas y que las juntas de las cárceles eleven su poder de decisión.
Como buena parte de la sociedad catalana, la política penitenciaria de la Generalitat tiene un antes y un después con el 1-O. En verano de 2019, el Gobierno de Pedro Sánchez autorizó el traslado a cárceles catalanas de los líderes independentistas, en ese momento a la espera de sentencia, juzgados por el Tribunal Supremo por sedición. Desde ese momento, estaban en manos de la Administración catalana que desde 1983 tiene la gestión penitenciaria, es decir, el control de las prisiones en suelo catalán, aunque supeditada siempre a la legislación de esta materia que es competencia del Estado.
Desde entonces, la situación de los presos, principalmente los varones que están encerrados en la cárcel de Lledoners, siempre han estado bajo la lupa, ya que desde varios sectores, como los partidos de la oposición, se denunciaba su situación de privilegio. Primero por las celdas individuales que tenían en el módulo de baja intensidad en el que están y después por las numerosas visitas, la mayoría de cargos públicos catalanes, que recibían sin pasar los trámites normales para acceder al recinto, ya que son autoridades públicas.
Con la sentencia del Supremo en otoño de 2019, las denuncias por un presunto trato de privilegio a los presos aumentaron. Primero porque, pese a tener una clasificación en segundo grado, que establece un régimen cerrado, se les aplicó un artículo del reglamento penitenciario, el 100.2, que les permitía salir cada día a trabajar o realizar voluntariado. Una semilibertad encubierta que paró el confinamiento por la crisis sanitaria. Antes de que los tribunales se pronunciasen sobre ese 100.2 para todos los condenados, la Generalitat concedió en verano pasado a los presos el tercer grado. Durante unas semanas volvían a la cárcel sólo a dormir. La Fiscalía recurrió y mientras un juez lo revocó para los hombres, otro juzgado dejó que las mujeres siguieran con el tercer grado hasta que el Supremo lo quitó para todos argumentando el poco tiempo de pena efectivo cumplido. En enero pasado, la Generalitat lo volvió a conceder, ya que se revisa cada medio año, y les sirvió a los presos esa semilibertad para participar en la campaña electoral catalana hasta que fue nuevamente revocado por un juez tras un recurso de Fiscalía. Ahora, todos están en la cárcel en segundo grado a la espera de la revisión de julio, que puede iniciar el proceso.