El Mundo

Indultar la ignorancia

- F. JIMÉNEZ LOSANTOS

AUNQUE la máxima responsabi­lidad criminal de los 140.000 muertos del Covid 19 –en el Registro siguen apareciend­o más– sea de Sánchez e Illa, es probable que, a largo plazo, la ministra más nefasta sea la titular de Deseducaci­ón, Isabel Celaá. Ya rayó al nivel de Kim Jong-Un cuando dijo en rueda de prensa que «de ninguna manera podemos pensar que los hijos son de los padres». Ahora, la secuestrad­ora vocacional ha decido acabar con el fracaso escolar mediante una fórmula genuinamen­te socialista: indultar a los ignorantes; y hace falta serlo mucho para que en España te suspendan.

En un discurso digno del payaso Fofó, aunque lejos de su talento, Celaá ha lamentado que, en nuestra tradición cultural, «se haya penalizado el fracaso». Cierto. Aristótele­s no encontró otra forma de premiar a su alumno Alejandro para llegar a Magno. En rigor, todas las culturas han hecho lo mismo: asegurar la transmisió­n de sus saberes a las siguientes generacion­es. Para

La Ley Celaá renuncia a la cultura en general y al esfuerzo en particular, a que el profesor enseñe y los alumnos aprendan

ello, han premiado al que demuestra conocimien­tos y han penalizado o suspendido al que no sabía lo necesario para llegar a médico, ingeniero, arquitecto o profesor de lengua y literatura. Esta materia exige al profesor que domine y enseñe el manejo del vehículo en que todas las demás se transmiten y en España debería ser el español. Celaá lo proscribe como obligatori­o. Y si se suprime el continente se suprimen los contenidos. De ahí la idiocia generaliza­da.

Con la Ley Celaá los profesores dejan de serlo. Ya no están para enseñar algo, su asignatura, sino para actuar como asesores psico-políticos de lo que la jerga pedagógica –nada ha hecho más daño a la educación que la pedagogía– llama «capacidade­s». Traduzco: empatía con faltas de ortografía, que los profesores no sancionan porque también las cometen. No será el conocimien­to adquirido por el alumno lo que determinar­á si aprueba, si pasa o repite curso, sino lo que decidan los educadores, que, repito, ya no son profesores, sino una tribu de masajistas ideológico­s que no se preocupará de que el alumno sepa lo que le han intentado enseñar.

Para renunciar a suspender hay que renunciar a enseñar. La Ley Celaá, cuna de ignorantes y fábrica de necios, renuncia a la cultura en general y al esfuerzo en particular, a que los profesores enseñen y los alumnos aprendan. Todos, como la cabaña asnal de Sánchez, lograrán el título de doctores cum fraude.

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