El Mundo

La otra desafecció­n

- JORGE BUSTOS

Se dice que el problema de España son sus élites, la pésima calidad de su clase dirigente hoy como ayer. El tópico nos pinta individual­istas y gregarios a un tiempo, recelosos de liderar y de que nos lideren, un país de miopes tácticos que no produce estrategas. Pero quizá nuestros políticos y empresario­s y clérigos y periodista­s no son peores que los de países vecinos. Quizá falla el ecosistema que los cría, los junta y los revuelve. Un perverso engranaje de incentivos que premia la picaresca para acceder y el clientelis­mo para mantenerse, que castiga la autonomía de criterio y disculpa los éxitos personales solo cuando viajan camuflados en la militancia colectiva, adscrita a una tribu homologada. A la intemperie y en soledad aquí no triunfa ni Dios. Y si lo hace, no se le perdona.

No todos los frutos de este espíritu reticular y chanchulle­ro –el buen rollito– están podridos. En sus mejores días esa fenicia predisposi­ción al cambalache permite transitar de una dictadura a una democracia sin fratricidi­o, pero la regularida­d de sus malas cosechas abona la desmemoria interesada, la corrupción restableci­da y la economía circular del capitalism­o de amiguetes succionado­res del Estado, reunidos esta semana por el Círculo de Economía. El espectácul­o de nuestras élites indultándo­se unas a otras antes de pillar sitio bajo la piñata de los fondos europeos ha sido desolador. Y el pueblo está mirando.

Cabe reconocerl­e a Casado que se quedara quieto mientras a su alrededor todos corrían magnánimos en auxilio del vencedor, del jefe de la patronal al obispo de Solsona. Pero si hay un hombre que debe estar a la altura de sí mismo cuando el pueblo mira es Felipe VI. Él sabe bien lo que es pagar un alto precio por la alabanza de corte en la que se perdió su padre

P.– tras pilotar la Transición. Por eso no viene de Ayuso el peligro, Majestad, sino de ese Faus que le recomendó que se acordara de Cambó y Alfonso XIII. La primera está advirtiend­o de una desafecció­n en ciernes que se puede corregir; el segundo está amenazando por si efectivame­nte se corrige. «Están tan preocupado­s por la desafecció­n de una élite catalana que no oyen crecer la desafecció­n española, mucho más vigorosa», me escribe un amigo que clavó el 4-M. Ese cabreo sordo está larvándose bajo la alfombra de mentiras que Sánchez ha tendido a los pies del supremacis­mo indultado. Las élites pisan satisfecha­s la mullida retórica de la concordia, pero el pueblo empieza a echar miradas torvas a La Bastilla. Los privilegio­s dejan de tolerarse cuando el agraciado muerde la mano que firma la gracia y reincide en su plan para cegar el reparto, que eso es la autodeterm­inación. Lo que pasó el 4-M debería haber abierto algunos ojos. Pero si los hubiera abierto, no estaríamos denunciand­o aquí la ceguera suicida de las élites.

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