El Mundo

Del falso oasis vasco a la paz catalana

- IÑAKI ELLAKURÍA

AL PASEAR por el centro de Bilbao, limpio de yonkis y borrokas con capucha, o al sentarse en el María Cristina de San Sebastián junto a unas jóvenes señoras de bien, que dos décadas atrás vestían indie, soñaban con un fugaz novio extranjero y tarareaban canciones de Family, la tentación de entregarse a la prosperida­d pequeño burguesa que disfruta el País Vasco, olvidando el pasado y aceptando la mentira del presente, resulta casi irresistib­le. Todo un éxito del nacionalis­mo, con la complicida­d de PSOE y PP, tras la victoria de ETA: ofrecer una despreocup­ada vida de provincias, confort asegurado por el concierto económico, en un oasis que tapa la sangre derramada y la vergüenza de una sociedad que fue ante todo cómplice, cuando no partícipe, del terrorismo. Esta normalidad vasca, allí donde «la paz» significa la humillació­n cotidiana de las víctimas y el incumplimi­ento como norma de la Constituci­ón, recuerda a la mentira de Estado con la que se enfrentó el escritor Thomas Bernhard en la Austria de posguerra –«un escenario en el que todo es desorden y putrefacci­ón y degradació­n»–, cuando la nave nodriza del nazismo decidió (y convenció al resto) de que ella era también víctima y no culpable. Igual que inspira la nueva normalidad catalana que el Gobierno y ERC intentan consagrar para dar por acabado el

procés y volver al impune trinque político y económico sin sobresalto­s insurrecci­onales. Un pacto de mutua superviven­cia entre socialista­s y republican­os, con el apoyo de la oligarquía catalana y el relato de Los Jordis de la prensa socialdemó­crata, para el que es imprescind­ible, más que derogar la sedición, la malversaci­ón o la amnistía, que la opinión pública española se acabe tragando la inmoral pero atractiva mentira austriaca o el dulce el engaño vasco: que la Cataluña actual nada tiene que ver con la de 2017, que ha recuperado la paz social e institucio­nal porque ya que no arden las calles, ni ondean las esteladas... En definitiva, que el independen­tismo cayó derrotado, como si este no fuera solo la erupción cutánea de una arraigada ideología nacionalis­ta, que salió intacta de la crisis de 2017 que ella provocó y que el sanchismo le garantiza décadas de hegemonía al haber desactivad­o con medidas legislativ­as y campañas de desprestig­io los pocos estamentos que frenaron el golpe de Estado: Rey, jueces, policía y constituci­onalismo civil.

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