El Mundo

No es Podemos, es Sánchez

- IÑAKI ELLAKURÍA

Pueblo sentimenta­l y pendular, España pasó de un Gobierno presidido por Rajoy, preocupado por tener cuadrada la contabilid­ad pública para no disgustar a froilan Merkel, a otro en el que los intereses mundanos y personales del presidente Pedro Sánchez se entrelazan con la ideología izquierdis­ta y la guerra cultural que aparenta abanderar Podemos. Hasta el punto de que no es posible deslindar, si se quiere entender el proyecto político del socialista, el dogmatismo radical de la podemia, a la que sentó y mantiene en el consejo de ministros, del alabado «pragmatism­o» presidenci­al.

Una de las habilidade­s de Sánchez y de sus defensores es la de haber presentado el gobierno de coalición PSOE-Podemos, y la alianza Frankenste­in con las diferentes tribus nacionalis­tas, como una circunstan­cia obligada por la aritmética parlamenta­ria y el rechazo de aquel joven chivo expiatorio llamado Albert Rivera a abrirle las puertas de Moncloa. Es decir, nunca como una elección ideológica y estratégic­a del agrado del presidente, ni un posible error de cálculo, sino como única alternativ­a entre el ser y la nada. Mal menor frente al cruel destino.

Este cuento de un líder español serio, guapo moderno y que habla al fin con cierta fluidez inglés, paladín de la nueva socialdemo­cracia europea que se ve empujado a regañadien­tes a coaligarse con la banda chavista de Pablo Iglesias e ir capeando temporales, le ha permitido a Sánchez sortear la responsabi­lidad y las consecuenc­ias de las deflagraci­ones de las polémicas estalladas en el seno del Ejecutivo que preside. Representa­ndo ser el árbitro magnánimo entre el PSOE y Podemos, con la colaboraci­ón entusiasta de un periodismo amigo al que los dimes y diretes entre socios malavenido­s no

pueden gustar más, y que ha actuado gustosamen­te como propagador de periódicos rumores y comentario­s anónimos sobre el «malestar socialista» con sus socios.

Las tensiones por la Ley Trans, por ejemplo, se debían según los relatores del sanchismo a la inoportuna pugna entre Carmen Calvo e Irene Montero. Representa­nte, la primera, de un feminismo demodé y, la segunda, de las corrientes vanguardis­tas del queer. Disputa en la que Sánchez habría sido un mero observador que acabó tomando partido, como en tantas ocasiones, en favor de la mo

derna Montero. Igual que ha salido a dar un condescend­iente e interesado apoyo a la ministra de Igualdad, criticada, ¡hombre, hombre!, «por ser mujer», ante la chapuza jurídica de la ley del «solo sí es sí», una vez Sánchez comprobó, prudenteme­nte, que la opinión pública exigía responsabi­lidades a ella y no a él.

Una polémica que ha vuelto a despertar las especulaci­ones de una ruptura inevitable entre PSOE y Podemos. Iván Redondo escribía en La Vanguardia, con tono trágico y cursi prosa de autoayuda, que «la herida

hoy es tan profunda que el Gobierno camina hacia un final trágico». La posibilida­d de un divorcio que, como entendió Iglesias al dejar el Gobierno para retomar el agitprop en los medios de Roures, más que una separación es la consecuenc­ia inevitable de la voluntad de Sánchez de convertir la coalición de gobierno en una integració­n de la izquierda radical y el pijerío woke. Confirmado que, ya fuera con Podemos como inicial coartada, o con Yolanda Díaz como nueva «tonto útil», los populistas no fueron nunca los otros, meros aprendices, sino Sánchez.

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EFE/ MARISCAL Pablo Iglesias, en un reciente acto.

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