Dictador muerto, violador vivo
Los cuarenta violadores que hasta este miércoles han sido beneficiados por la ley Montero tienen muy clara la razón por la
que Pedro Sánchez pasará a la historia. Sus víctimas también, naturalmente. Pero cuando Santiago Abascal afeó al presidente su extemporánea valentía con los muertos, recibió esta rápida puntualización: «¡No es un muerto, es un dictador!». Es las dos cosas, Pedro, muchacho: un dictador muerto. Murió ya, en serio. Había que haberlo movido de sitio cuando vivía y mandaba, no ahora. Su cadáver polvoriento hace mucho que no persigue a nadie salvo en los sueños enfermizos de la izquierda atascada en el trauma de un resentimiento histórico que bloquea su progreso hacia una verdadera conciencia democrática: una que respete a los que votan distinto y acepte la alternancia sin desatar desde el poder la histeria de la caza al discrepante.
En tiempos de Instagram cada narciso tiene derecho a elegir su mejor perfil, y alguien podría pensar que la belleza hialurónica de Pedro se conforma con poco. Que una mudanza necrófila es algo que hace todos los días un chucho con cualquier hueso. Pero quizá Sánchez no estaba quitándose importancia al reivindicar la modesta hazaña de la exhumación de Franco, sino todo lo contrario. Quizá se estaba proponiendo como heredero posmoderno de la democracia orgánica: quítate tú para ponerme yo. Franco era un dictador porque unificó en su persona todos los poderes del Estado, que en democracia están separados. Cuando Cuca Gamarra le recitó la lista de los peones sanchistas colocados estratégicamente al frente de todas las instituciones con la misión explícita de subordinarlas al interés de su mentor, Sánchez a duras penas contuvo una sonrisa de satisfacción por el reconocimiento de sus méritos. Se limitó a cargar contra los ricos, que en este peronismo ibérico cumplirán el papel que el contubernio judeomasónico representó para el nacionalcatolicismo franquista.