Políticos y porteros
EL RUIDO DE LA CALLE
ocurrirá fuera del Parlamento, una opinión que seguramente comparte su ex jefe de filas Boris Johnson, que cobra ahora más de 350.000 euros por discursos de media hora y de momento no se ha visto en la urgencia de apuntarse a un reality show (bastante ha tenido con el suyo propio).
Como Johnson, Hancock ha decidido también sacar partido literario y monetario a su experiencia de Gobierno con la publicación de Los diarios de la pandemia, aunque dice que los beneficios irán a organizaciones caritativas. Intenta defenderse de «toda la mierda lanzada sobre mí» (textual) cuando tuvo que dimitir y deja en un lugar comprometido a Johnson, que pensaba que el coronavirus no iba a ser algo serio. Aunque peor parado sale Dominic Cummings, que lo consideró una «distracción» incluso cuando el director médico Chris Witty advirtió que podía llegar a haber 820.000 muertos.
Hancock se lava las manos en el desastre de las residencias de ancianos, lo que ha provocado también grandes críticas por parte de los familiares de los fallecidos. Sus diarios pandémicos cobran al final su personalísimo giro a la hora de justificar por qué le puso la mano en el culo a su vieja amiga y asesora Gina Coladangelo cuando estaba oficialmente prohibido juntarse con gente de otros hogares: «Fue un asunto del corazón que anuló mi juicio político... Pido perdón por el error humano, pero no voy a pedirlo por la manera en que gestioné la pandemia».*
El presidente del Gobierno ha pasado de ser un becario a ser un profesional. Si no lo creen, observen como ha cumplido uno de los mandamientos de Maquiavelo, aquel inspirado en Lucifer, según el cual las putadas hay que hacerlas todas a la vez y los favores, poco a poco. En una semana y de una tacada ha puesto en marcha la sedición y la malversación para sus aliados, ha ideado su ataque al Tribunal Constitucional y no ha pasado nada. Le gente sigue hipnotizada por el heroísmo de algunos porteros ante el penalti.
Ha dejado a Alfonso Guerra ya Felipe González como dirigentes de la socialdemocracia cobarde. Ellos no se atrevieron a tocar con tanto descaro la separación de poderes. Alfonso Guerra ha desmentido varias veces que en 1985 dijera aquello de que «Montesquieu había muerto». Casi 40 años después, después sus sucesores en el PSOE, al mando de Pedro Sánchez, intentan enterrar al filósofo de la Ilustración que sentó las bases de la separación de poderes contra el absolutismo.
Decía Montesquieu la ley debe ser como la muerte, que no exceptúa a nadie, ni siquiera al soberano. Los pensadores del siglo de las Luces, recomendaron un mecanismo controles y contrapesos para impedir que el hombre que ostenta el poder se incline a abusar del mismo, como dicta su naturaleza, si los jueces no actúan para impedirlo. Antes de que llegara Pedro Sánchez y se hiciera con el poder absoluto en el PSOE, antes de que Pablo Iglesias desplegara la teoría del lawfare, los socialistas ya habían descubierto que Montesquieu estaba equivocado y le daban la razón a Thomas Hobbes y a su teoría de que el hombre es un lobo para el hombre y el juez, un lobo para el poder. Los socialistas intentaron controlar a los magistrados y poner a los fiscales a sus órdenes. El propio Felipe, cuando perdió las elecciones, declaró que siempre ha existido en España el odio a los gobiernos del que se han beneficiado los jueces.
El Gobierno de coalición ha optado ahora por una apuesta que le acerca más a modelos como Polonia o Hungría; un patrón que consiste en atacar directamente al Poder Judicial. Como Quevedo, el Ejecutivo y sus socios sospechan que los jueces «a los derechos que no hizo tuertos, los hizo bizcos».