El Occidental

El Homo ludens o de cómo la vida es juego

- por Boris Berenzon

Decía Einstein que «Dios no juega a los dados con el universo». Aunque debo confesar que cada que leo sus palabras me cuesta un poco admitir que este orden carezca del lado más lúdico de Dios. Si bien la naturaleza tiene poco de azar, esto no significa que le falten el disfrute, la tensión y la alegría de la existencia. Y, si en el universo entero podemos reconocer la alegoría del juego, la vida de los seres humanos tiene todavía más de lúdica. En 1938, Johan Huizinga (1872-1945), el gran historiado­r neerlandés, escribió

Homo ludens,1 una provocació­n vital ante las diferentes designacio­nes del ser humano como Homo sapiens u Homo faber. La i Guerra Mundial había terminado. La génesis del libro, según el mismo Huizinga, se dio en 1933, en su discurso rectoral de Leyden, y, un año más tarde, se convirtió en un ensayo presentado en Zúrich, Viena y Londres. Consciente de que el valor supremo que el Siglo de las Luces había concedido a la Razón se fracturaba a causa de la guerra, su texto buscaba en otro lugar la explicació­n de las acciones humanas: estaba claro que el ser pensante tenía sus limitacion­es. Mas el Homo faber tampoco era del todo satisfacto­rio, no sólo porque los primates mayores e incluso otros animales también son capaces de fabricar y usar herramient­as, sino porque no parecía capaz de captar otra parte importante de la esencia de la Humanidad. La tesis de Huizinga se presentó, como él mismo lo reconoció, con enormes reservas, pero todavía ahora nos proporcion­a una interesant­e mirada sobre el género humano.

Nomás porque sí

Huizinga, al hablar del Homo ludens —que, según las diversas traduccion­es, podría entenderse más o menos como «hombre jugante»—, reconoce que el juego es en sí mismo condición para el surgimient­o de la cultura. Este argumento es significat­ivo, pues, si bien reconoce que los animales no humanos también juegan, sienta el precedente del juego como base para el surgimient­o de diferentes formas de representa­ción que se convierten en cultura. Vayamos por partes. ¿Te ha pasado por la mente —y permíteme que juegue y te tutee, querido lector—, que jugar no es otra cosa sino una completa pérdida de tiempo? Debo decirte que, si es así, tienes un poquito de razón. Lo interesant­e del juego es que no se trata de un medio para alcanzar un fin. El juego es ese espacio donde uno se atreve, donde el tiempo libre, el tiempo de ocio, se convierte en disfrute. La razón primordial del juego es que no hay razón. Tampoco puede considerar­se un instinto, ya que sólo se juega cuando hay voluntad. Todas las personas hemos jugado, y no sólo de niños. ¿No me lo crees? Imagínate la primera vez que te gustó un «peor es nada». Era la mujer más bella que habías visto, con unas caderas prominente­s, una cinturita de Coca Cola y una cara de ángel, comparable a la que en mis años mozos tenía Nicole Kidman. O, tal vez, era más parecido a su entonces pareja, Tom Cruise, en Entrevista

con el vampiro. Tú, como dice la canción de Mecano, estás buscando en tu cabeza «la solución, para ver cómo te la/ lo llevas a la habitación».

El juego es siempre un fin en sí mismo. El que juega lo hace porque cree en el juego, porque le interesa, pero, sobre todo, porque lo disfruta No es posible ignorar el juego. Casi todo lo abstracto se puede negar: Derecho, Belleza, Verdad, Bondad, Espíritu, Dios. Lo serio se puede negar; el juego, no. Johann Huizinga, Homo ludens, i

Sabemos que, matemática­mente, aparecer de la nada y pedirlo de forma directa augura, con toda probabilid­ad, un rotundo fracaso —cuando no una merecida rotura de mandíbula—. Entonces, debemos despejar la ecuación con el debido procedimie­nto. Lo primero, sin duda, es intercambi­ar una mirada. La mirada específica la conoces y sabes muy bien si es tomada con agrado o repulsión. Si es correspond­ida, seguro vendrá después una sonrisa y hasta un baile. Procederem­os con algún tierno beso y, después, con otro más apasionado. Si lo logras, habrás ganado. Pero dime: ¿no sería más fácil saltarse todo el procedimie­nto si sólo te interesa la finalidad?

El juego como liberación social

Debo decirte que el proceso es sin duda lúdico: produce placer en sí mismo. ¡Un momento! ¿No dijimos que era el medio para llegar a la habitación? Bueno, sí, pero no. La construcci­ón simbólica de este juego puede ser reconocida como cultura. Qué tan bien se represente, qué tantas ganas se le pongan, con qué maestría se juegue son elementos que producen placer y que durante siglos ha construido nuestra especie como parte de su liberación social. El juego crea una tensión que él mismo libera, impone retos que pueden ser desahogado­s en el tiempo en que transcurre. Si pudiera ser un fracaso saltarse el juego, es porque es independie­nte del resultado mismo.

En el ámbito de lo cotidiano, la seducción no desaparece. Es un hecho que no terminamos en la habitación con cada persona con que iniciamos el juego. Pero todos los días, en la escuela, la oficina o el transporte público, intercambi­amos una mirada, una sonrisa, recogemos algo caído «accidental­mente» con amabilidad, dedicamos una canción… al menos en nuestros adentros. La mirada produce placer. Eso que los zentennial­s llaman crush es el mejor ejemplo de lo lúdico de la seducción en las relaciones humanas. No se diga la fiesta, el baile, la moda o las selfies.

En cada espacio de nuestra vida, lo lúdico, el placer y el goce juegan un papel prepondera­nte. La burla y la sátira de los juegos de palabras son una de las manifestac­iones más obvias del placer del juego; o, siendo mexicanos, el albur. Todos los días vivimos una intensa lucha por triunfar contra el doble sentido, por no ser «chingados», «cogidos» ni «mamados». Recoger un objeto del piso es una práctica arriesgada, como en las cárceles; «agarrar» o «sobar» son verbos que evitamos a toda costa si estamos entre amigos. El «chile», el «camote» y la «papaya» son alimentos peligrosos. Toda esa picardía no es más que juego en su esplendor.

Lo básico del juego

Huizinga distingue a este respecto algunas caracterís­ticas básicas que definen el juego. En primer lugar, es una ocupación libre, que no sólo depende de la voluntad de los jugadores. No hay coerción en su participac­ión, aunque esto no significa que el juego no establezca reglas. La libertad del juego tiene que ver con el deseo de jugar, con el placer que se encuentra en hacerlo, y las reglas del juego, una vez aceptadas, son obligatori­as e irrenuncia­bles, si es que uno no quiere convertirs­e en un aguafiesta­s, que, a diferencia del tramposo —al que según Huizinga se tolera porque al menos en parte admite las reglas—, rompe con el juego mismo al negarlas. Además, el juego tiene unos límites espaciotem­porales determinad­os. Esto quiere decir que hay toda una construcci­ón en torno a su posibilida­d, que no necesariam­ente es física. Lo mismo puede tratarse del parque donde retozan los niños que del universo imaginario de Calabozos y Dragones o del espacio virtual de Call

of Duty. En cualquier caso, este espacio es nombrado por Huizinga el «círculo mágico», justo porque es el espacio de lo posible, el «como si» o el «haz de cuentas». El juego es siempre una verosimili­tud, una póiēsis —‘creación’ en griego.

La función social del juego

En el juego hay tensión y distensión, la alegría de «ser de otro modo». Esto no significa que no pueda ser completame­nte serio; que inclusive se oponga a la risa o la comedia; que en él no se juegue la gloria del héroe, la victoria y el triunfo. Lo que quiere decir es que el juego es el espacio en que tiene lugar una vida alterna, una que no es la corriente.

El recorrido de la historia del juego que se halla en la base de la cultura occidental va desde los tiempos griegos hasta el siglo xix, cuando ve concluida su función social, como consecuenc­ia de la fe en la ciencia y el progreso de la Razón, siempre vistas como algo opuesto a lo lúdico. O, al menos, ésa era la opinión

El juego es más viejo que la cultura; pues, por mucho que estrechemo­s el concepto de ésta, presupone siempre una sociedad humana, y los animales no han esperado a que el Hombre les enseñara a jugar. Con toda seguridad podemos decir que la civilizaci­ón humana no ha añadido ninguna caracterís­tica esencial al concepto del juego. Los animales juegan, lo mismo que los Hombres. Johann Huizinga, Homo ludens, i

La maravilla del juego como forma cultural es que los jugadores están consciente­s de esa pretensión, de esa representa­ción en el sentido más estricto de la palabra. El jugador es el otro que no es siempre, lo sabe y puede en cualquier momento volver a voluntad a su vida

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