William Blake, un retrato
Este artículo, mitad biografía y mitad ensayo, es sólo un fragmento de un amplio escrito que desarrolló G. K. Chesterton —uno de nuestros colaboradores preferidos— acerca del grabador y poeta inglés William Blake (1757-1827). Además de describirlo física y psicológicamente, nos aproxima a sus primeros trabajos, donde se empieza a revelar el genio de este increíble artista londinense.
Anécdotas de infancia
William Blake nació el 28 de noviembre de 1757 en la calle Broad, en la zona del mercado de Carnaby; así que, como tantos otros grandes artistas y poetas ingleses, vio la luz en Londres. Y además en un comercio, al igual que muchos filósofos célebres y místicos ardorosos. Su padre fue James Blake, un próspero vendedor de pantuflas. Desde luego, resulta interesante comprobar cuántos ingleses de gran imaginación surgieron de un entorno como ése. Napoleón afirmó que Inglaterra era una nación de tenderos; de haber llevado su análisis un poco más lejos podría haber descubierto por qué es también una nación de poetas. Al parecer, no hay duda de que William Blake se crió en la atmósfera típica de la pequeña burguesía inglesa. Se le inculcaron modales y moral a la vieja usanza, pero nadie pensó jamás en educar su imaginación, la cual probablemente se salvó gracias a ese descuido. Se conservan pocas anécdotas de su infancia. Un día se quedó hasta muy tarde en el campo y al volver le contó a su madre que había visto al profeta Ezequiel sentado bajo un árbol. La madre lo castigó. Así concluyó la primera aventura de William Blake en «el país de las maravillas» del que era ciudadano.
Entre Dantón y Napoleón
Blake era bajito y delgado, pero tenía una gran cabeza y los hombros más anchos de lo que era natural para su estatura. Existe un bello retrato suyo que muestra un rostro y un cuerpo más bien cuadrado del siglo xviii: se parecía un poco a Dantón, aunque sin su estatura; a Napoleón, aunque sin esa máscara de belleza romana; a Mirabeau, sólo que sin la disipación y la enfermedad. Tenía los ojos oscuros y extraordinariamente grandes pero, a juzgar por aquel retrato sencillo y honesto, sus grandes ojos eran aún más brillantes que oscuros. Su complexión espiritual era, de algún modo, bastante similar: era un tipo raro, pero de sólido carácter. Se podría decir que era decididamente maniaco o decididamente mentiroso, pero de algún modo voluble o histérico: no era un diletante ni un aprendiz de cosas inciertas. Era, sin lugar a dudas, un natural de ese plano sobrenatural. En su culto a lo sobrenatural no había fervores obvios ni superficialidades. Lo desconcertante no era su frenesí, sino su frialdad. Desde aquel primer encuentro bajo el árbol con Ezequiel, se refirió siempre a esa clase de espíritus en un tono coloquial. Ha habido testigos de lo sobrenatural más convincentes, pero creo que jamás hubo uno más sereno. Gracias a los cimientos con que dotó su juventud, su vida privada se nutría de la misma raíz indescriptible: una especie de inocencia abrupta. Todo lo que el destino le deparó, especialmente en sus primeros años, fue de una rareza plácida y prosaica. Un día cualquiera se puso a hablar con una chica sobre la actitud grosera de otra joven. La chica —su nombre era Katherine Boucher— lo escuchó con aparente paciencia hasta que Blake —según contó ella más tarde— repitió algo que la joven grosera le había dicho, o relató algún incidente que a la señorita Boucher le pareció patético o cruel. «¿De veras le parece cruel? —dijo de pronto William Blake—. Entonces estoy enamorado de usted». Después de una larga pausa, la chica le respondió: «Pues yo también». De este modo súbito y extraordinario se decidió un matrimonio cuya ternura ininterrumpida sería puesta a prueba por una larga vida de alocados experimentos y aún más alocadas opiniones. Al cabo, la impaciencia le trajo todos los males que suele deparar la falta de caridad. El resultado fue la desafortunada paradoja de quien vive predicando con el perdón y parece, sin embargo, incapaz de perdonar las más nimias afrentas.
El aprendiz
Del resto de sus primeras relaciones sabemos poco. Los padres, a quienes menciona con frecuencia en sus poemas —tanto para elogiarlos como para hacerles