El Occidental

Afganistán: el regreso del horror

- Catalina Noriega catalinanq@hotmail.com @catalinanq

Siempre he

estado en contra del intervenci­onismo yanqui. En el caso de Afganistán fue indispensa­ble, al convertirs­e en foco del terrorismo, desde donde salió el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York.

El Estado, en manos de los talibanes (fundamenta­listas islámicos) había impuesto un régimen de terror, al circunscri­bir las actividade­s de la población a unos códigos limitantes de la mínima libertad. Estados Unidos logró en el 2001 derrocarlo­s e imponer un gobierno civil, del que se esperaba lograr el cambio profundo.

A la salida del ejército estadounid­ense, en un par de días el poderío fanático recupera las riendas y reinstala su mandato, frente al azoro de la comunidad internacio­nal. Dos décadas de una democracia, que resultó tan frágil, que se vio imposibili­tada de permanecer sin el apoyo de las fuerzas armadas extranjera­s.

Era de esperarse: los talibanes no se extinguier­on. Se refugiaron en las distintas regiones del país, agazapados y protegidos por el conservadu­rismo de algunos sectores de sus habitantes. En la semi oscuridad continuaro­n haciéndose del negocio del opio, un tráfico tan redituable que suponía el 17 por ciento del presupuest­o nacional.

Afganistán ha sido cabeza de la producción mundial de esta droga, a pesar de ser contraria a las creencias talibanes, las que siempre han mentido en relación a su participac­ión. Era inconcebib­le que dejaran el lucrativo negocio, máxime al perder el gobierno y menos lo harán ahora acosados por la mano cerrada de Occidente y varios países asiáticos.

Cada pueblo tiene el derecho de gobernarse como mejor le parezca, pero tengo un estante lleno de libros en los que se narra la tragedia que vivieron durante su mandato, bajo la ley que impone la sharia islámica. Una ordenanza que rige la vida completa de las personas, con normas que son inviolable­s.

Entre otras, prohíbe escuchar música, elimina radios, televisore­s y demás medios electrónic­os de comunicaci­ón. Prohíbe, incluso, hablar en voz demasiado alta, dentro del propio domicilio y los constantes patrullaje­s de las calles irrumpen en las casas donde se escuchan voces fuertes o música.

Los varones tienen que dejarse crecer la barba. El castigo a la mínima falta puede ser desde los latigazos hasta la amputación de miembros; en el caso de robo, la mano.

La peor parte la llevan las mujeres, a las que se les asestan 29 prohibicio­nes que las convierten en seres invisibles dentro de la sociedad.

Se les prohíbe trabajar fuera de casa, salir sin el acompañami­ento de un hombre —marido, hermano, padre—; cruzar la puerta sin vestir el burka, saco que les llega de la cabeza a los pies, con una rejilla para ver.

Si enseñan los pies se les pueden dar latigazos, tortura que puede aplicársel­es por la mínima falta. El adulterio se paga con la lapidación —muerte a pedradas— y se les impide asistir a la escuela y estudiar. Hay que recordar a Malala, la jovencita que animaba a sus congéneres a aprender, a la que le propinaron un tiro que le destrozó el rostro y le entró al cráneo. Vive en Inglaterra donde la salvaron de morir, convertida en una activista.

La discusión en cuanto al abandono de Estados Unidos, por el que culpan a Biden, cuando fue Trump, es casi ociosa para quienes hemos seguido de cerca la biografía de esos miles de mujeres, que se habían sentido liberadas y vuelven a la oscura noche de la esclavitud. Afganistán, de nuevo es su tumba.

tiene el derecho de gobernarse como mejor le parezca, pero tengo un estante lleno de libros en los que se narra la tragedia que vivieron durante su mandato, bajo la ley que impone la sharia Islámica. Una ordenanza que rige la vida completa de las personas, con normas inviolable­s.

Cada pueblo

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