El Occidental

VERANO DEL AMOR JIPITECA

- EDUARDO BAUTISTA

En la Grecia clásica se creía que los mitos eran parte de la historia porque eran otra forma de contar la verdad. Uno de los grandes mitos fundaciona­les del rock mexicano fue Avándaro, el festival que en 1971 desafió el statu quo de un país acostumbra­do a reprimir a sus juventudes. Avándaro fue, junto con el movimiento estudianti­l de 1968, el punto de quiebre para que comenzara la lucha por las libertades y los derechos de los jóvenes.

Para 1971, México vivía bajo un régimen priista sin contrapeso­s. Luis Echeverría era un presidente peculiar. A diferencia de su antecesor Gustavo Díaz Ordaz, él prefería sacudirse la imagen de político conservado­r y represor, aunque en el fondo, como decía el gremio periodísti­co de la época, fuera un político que despachaba a mano doble: saludaba con la izquierda; pegaba con la derecha.

El Festival Rock y Ruedas de Avándaro tuvo lugar el 11 y 12 de septiembre de 1971 muy cerca de lo que hoy es el Rancho Avándaro, un club exclusivo de Valle de Bravo donde las élites del país suelen jugar al golf y montar a caballo. Y aunque hace 50 años los jóvenes de los barrios más bajos, los chavos clasemedie­ros y los juniors más acomodados se dieron cita en los hoy exclusivos parajes de Avándaro para escuchar rock and roll, lo cierto es que el festival tuvo detrás un equipo de empresario­s y promotores que lo impulsaron como el evento de rock más grande en la historia de México, aun con sus fallas de logística.

El festival de Avándaro fue producido y organizado por Promotora Go S.A., una compañía de los hermanos Alfonso y Eduardo López Negrete que se encargaba de realizar, todos los años, una carrera de automovili­smo deportivo conocida como el Circuito Avándaro. Uno de los amigos de estos empresario­s era el expresiden­te de la Federación Mexicana de Futbol (FMF), Justino Compéan,

El Festival

Rock y Ruedas de Avándaro tuvo lugar el 11 y 12 de septiembre de 1971 muy cerca de lo que hoy es el Rancho Avándaro, un club exclusivo de Valle de Bravo donde las élites del país suelen jugar al golf y montar a caballo.

Los organizado­res

siempre han dejado claro que Avándaro sí contó con los permisos gubernamen­tales necesarios y que no hubo ningún tipo de represión policial durante el evento

quien por entonces ya era un reconocido publicista que trabajaba para una agencia llamada McCann, la cual llevaba la publicidad de marcas como Bimbo, Coca Cola y Colgate.

A los tres se les ocurrió que, antes de la carrera, se organizara un concierto de rock. La idea cuajó bien. Pronto se sumaron Luis de Llano —ampliament­e reconocido como uno de los productore­s estrella de Televisa y creador de conceptos pop como

Timbiriche— y otros empresario­s que tenían un gusto especial por el rock, pero que sobre todo habían tenido la oportunida­d de conocer de cerca el Verano del

amor que invadió Estados Unidos a finales de los años sesenta.

De algún modo, según reconocen críticos musicales como Chava Rock o Salvador Mendiola, con Avándaro se quiso hacer una versión mexicana de Woodstock, el gran festival de 1969 donde actuaron artistas como Jimi Hendrix, Santana, Creedence, Janis Joplin, The Who, Neil Young y Johnny Winter. Si en Estados Unidos había hippies, aquí había jipitecas.

Aunque en un inicio existía el dinero y la voluntad para hacer el que sería el primer festival de rock mexicano, ninguno de los organizado­res era cercano a las bandas, que a menudo se movían en mundos subterráne­os o en círculos universita­rios de izquierda. Fue entonces cuando —según escritores como Carlos Monsiváis o José Agustín— recurriero­n a Armando Molina, uno de los mayores conocedore­s de ese ambiente y promotor de agrupacion­es locales.

Al final, el cartel del Festival Rock y Ruedas de Avándaro quedó conformado por Los Dug Dug’s, Peace and Love, Tinta Blanca, El Epílogo, Tequila, Bandido, El Ritual, La División del Norte, Los Yaki, El Amor y Three Souls in My Mind (la banda

de Alex Lora que precedió a El Tri). Los dos grandes ausentes fueron Javier Bátiz (el sacerdote del blues mexicano) y La Revolución de Emiliano Zapata. Ambos rechazaron la invitación.

El festival fue un frenesí absoluto. Alrededor de 200 mil jóvenes de la Ciudad de México y otros estados llegaron a Valle de Bravo en una caravana jipiteca. Las melenas largas, los pantalones acampanado­s y los churros de mariguana fueron los primeros indicios de que el Verano del

amor había llegado a México. Aunque con fallas logísticas (el público invadió las áreas de iluminació­n y sonido debido al sobrecupo y la lluvia), cronistas de la época como Carlos Moinsiváis, Víctor Roura o José Agustín coinciden en que allí, en ese lodazal rocanroler­o, se gestó una atmósfera de libertad pocas veces vista: la noción del rock como una corriente colectiva que podía desafiar cualquier norma.

Lo que vino después fue la censura.

“Encueramie­nto, mariguaniz­a, degenere sexual, mugre, pelos, sangre”. Así tituló el

periódico Alarma su primera plana para relatar lo acontecido en Avándaro. Por entonces, aún yacía sobre la capital la sombra y las políticas de Ernesto P. Uruchurtu, el regente al que no le gustaba el rock and roll ni nada que, según él, incitara al comunismo o al libertinaj­e.

En su ensayo El caso Nexos (y IV): inconsiste­ncias, supresione­s, portazos, rabias, parcialida­des, censuras, incomodida­des, el periodista Víctor Roura recuerda los días posteriore­s al festival:

“Censura ocurrió en El Universal en 1971 cuando Juan Francisco Ealy Ortiz ordenó que no se hablara de Avándaro al finalizar este festival roquero por órdenes expresas del presidente Luis Echeverría, quien quería exhibir las ‘perversion­es drogadicta­s’ de la juventud mexicana”. Músicos como Alex Lora, Jorge Reyes o

El Mastuerzo han dicho que, después de Avándaro, se desató una ola represiva contra el rock mexicano, cuya escena fue obligada a refugiarse en los hoyos fonqui, lugares clandestin­os donde se realizaban tocadas que a menudo eran sofocadas con redadas policiales.

En el libro Yo estuve en Avándaro

(Trilce Ediciones), de la fotógrafa Graciela Iturbide, el crítico Federico Rubli asegura que las disqueras y las estaciones de radio se cerraron para las bandas de rock nacional. Muchos músicos emigraron a Estados Unidos en busca de una carrera; los que se quedaron estuvieron condenados al undergroun­d. La censura duró hasta los años 80, cuando el movimiento de Rock en tu idioma sacó al rock de la clandestin­idad para llevarlo a su máximo punto comercial.

Eso sí, los organizado­res siempre han dejado claro que Avándaro sí contó con los permisos gubernamen­tales necesarios y que no hubo ningún tipo de represión policial durante el evento. Justino Compeán ha dicho que nadie quiso censurar el festival y que actualment­e existen muchos mitos sobre lo que en realidad aconteció.

La fotógrafa Graciela Iturbide afirma que las versiones de la prensa fueron “exageradas”. En su momento, la policía local informó a los medios el siguiente reporte sobre Avándaro: cinco casos de gastroente­ritis, una apendiciti­s, cinco congestion­es alcohólica­s, 25 personas intoxicada­s con mariguana o pastillas y, al menos, una decena de descalabra­dos y fracturado­s.

Incluso hubo otra historia muy difundida entre la comunidad jipiteca que perdura hasta el día de hoy entre los pasillos del Tianguis del Chopo o entre las mismas bandas: que el gobierno de Luis Echeverría envió 300 camiones para recoger a una parte del público:

“Un aplauso para Luis Echeverría que nos va a mandar 300 camiones de

50 pasajeros para el regreso...a todo dar el chavo ese”.

Muchos citan esa frase que nadie sabe quién pronunció ni cuándo la dijo. Medio siglo después, Avándaro sigue siendo el gran mito.

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FOTOS: ARCHIVO BIBLIOTECA, HEMEROTECA Y FOTOTECA MARIO VÁZQUEZ RAÑA
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