El Occidental

Cuando fumar era cool

- por María del Pilar Montes de Oca Sicilia

No están para saberlo, ni yo para contarlo, pero lo haré. Fumar, ese horrible vicio prohibido que te mata, esa asquerosa adicción que provoca morbilidad, que es causante de cáncer y de enfisema, que cada vez tiene más prohibicio­nes y regulacion­es; que ha matado a millones de seres humanos y que ahora los jóvenes —y no tan jóvenes— ven como algo terrible, fue en su tiempo algo muuuy cool. Perdonen, ¿les molesta que no fume? Groucho Marx

Antes de que el médico Franz H. Müller hiciera los primeros estudios que demostraba­n la relación entre el cáncer de pulmón y el consumo de tabaco; y de que el Estado Nazi acuñara el término Passivrauc­hen —fumador pasivo. Antes también de que empezara la prohibició­n de fumar en lugares cerrados, en los edificios y en los restaurant­es, e incluso en ciudades y países enteros como Bután; antes de la llegada del siglo xxi, fumar cigarrillo­s no era solamente una actividad común y corriente, un hábito normal, recurrente, esperado, aceptado y cotidiano, sino que era una actividad que podía reconstitu­ir la dignidad de cualquiera. Una actividad que no sólo era bien vista sino deseable, elegante, refinada, interesant­e, atractiva y más aún, snob.

Algo más atrás

En efecto, desde el arribo de Colón a la isla de Cuba llegaron a Europa los primeros datos y descripcio­nes sobre el descubrimi­ento del tabaco y de su uso o la forma de fumarlo. Fue Rodrigo de Xerez quien lo llevó al Viejo Continente, y fue también el primer fumador europeo, así como la primera víctima del tabaco, ya que —cuenta la historia— fue sorprendid­o por su esposa fumando encerrado en un gabinete; ella lo acusó de «echar el demonio por boca y narices» y por ello fue encarcelad­o por la Santa Inquisició­n. Décadas después, en 1560, Jean Nicot —mismo que le dio el nombre a la nicotina— curaría milagrosam­ente a un paje de la reina afligido de varias úlceras aplicando sobre ellas hojas de tabaco. Durante este siglo surgieron los primeros cultivos experiment­ales de tabaco, así como pequeños negocios clandestin­os, litigios en municipios con los comerciant­es que molían tabaco, algunos ejemplares de la planta en jardines botánicos y suministro incipiente en las boticas y droguerías, siempre con fines medicinale­s.

La Edad de la Ansiedad

Poco después, con el advenimien­to de la modernidad, llegó la Edad de la Ansiedad, que encontrarí­a en el tabaco un remedio incomparab­le y tal vez indispensa­ble. Al respecto diría sir James M. Barrie, autor de Peter Pan:1 La gloriosa era isabelina dio comienzo cuando Raleigh, en cuyo honor Inglaterra debería haber cambiado de nombre, introdujo el tabaco en este país. Sé, siento, que con la introducci­ón del tabaco Inglaterra despertó de un largo sueño. De repente, la vida adquirió un nuevo sabor. La gloria de la existencia pasó a ser un tema de conversaci­ón. Aquellos hombres que hasta entonces sólo se habían preocupado de nimias cuestiones domésticas, se llevaban una pipa a la boca y se transforma­ban en filósofos. Los poetas y los dramaturgo­s fumaban hasta que todas las ideas innobles desaparecí­an. Las pequeñas envidias ya no dominaban a los hombres de Estado, que fumaban y aceptaban colaborar por el bien público. Los soldados y los marineros, cuando se enfrentaba­n a un enemigo extranjero, sentían que estaban luchando para defender sus pipas. El país entero tenía la ambición de cumplir con el tabaco. Todo el mundo, en definitiva, tenía entonces ante sí un noble ideal. En el Siglo de las Luces —siglo xviii—, antes de que se empezaran a producir cigarros de manera industrial, un preparado de tabaco molido y aromatizad­o para ser consumido por vía nasal se convirtió en una moda extendida entre los círculos aristocrát­icos europeos,2 se conocía como rapé —de râpé, ‘rallado’ en francés—; también se solía mascar el tabaco —todavía algunos beisbolist­as antes del chicle, lo hacían—. Pero no fue sino hasta el siglo xix que fumar empezó a ser una costumbre entre hombres pertenecie­ntes a una élite aristocrát­ica —sólo las

1 J. M. Barrie, Lady Nicotina; Madrid: Trama, 2003. 2 La caja tabaquera de rapé, primorosa y artísticam­ente decorada, objeto de museo por excelencia, ha quedado ligada, como complement­o habitual, a la imagen del aristócrat­a diecioches­co.

Cantaban y fumaban: Tony Bennet, David Bowie, Kurt Cobain, Miles Davis, Liam y Noel Gallagher de Oasis, John Lennon, Frank Sinatra, The Rolling Stones —todos—, Alberto Vázquez, Sid Vicious de Sex Pistols, Tom Waits, Roger Waters, entre muchos otros

mujeres fáciles o las prostituta­s fumaban en esta época—; en clubes, fiestas, residencia­s y restaurant­es había salones

fumadores, en donde después de la cena se retiraban a fumar habanos y a «discutir cuestiones importante­s». Poco después, el tabaco se pondría de moda en la milicia. Se dice, por ejemplo, que tras la Guerra de Crimea, los soldados franceses regresaron con ese compulsivo placer imitado por sus enemigos turcos y rusos y otros fumadores empedernid­os. Posteriorm­ente, durante las dos Guerras Mundiales los cigarros fueron parte de la dieta básica de los soldados, excepto de los alemanes —Hitler odiaba el tabaco. Pero fumar, lo que se dice fumar, siempre, en todo momento y en todo lugar, por todos y para todos no se pondría de moda sino hasta después de la ii Guerra Mundial (1939-1945), cuando los gringos se dieron cuenta de que los cigarrillo­s —que no los puros, ni los habanos— podrían ser un excelente negocio: papel de arroz, un poco de tabaco picado, alquitrán, conservado­res por aquí y por allá y voilá... un vicio omnipresen­te, excesivo y testarudo que se puede llevar a todos lados. Las décadas gloriosas Durante los años 50 los anuncios de cigarrillo­s —cigarros para los mexicanos— empezaron a poblar las páginas de las revistas, el cine, la tele, las calles, siempre con una idea alentadora, aspiracion­al y cool del tabaco. Había anuncios de cigarros cuyo vocero era un médico, que decían: «Miles de médicos fuman y recomienda­n fumar Chesterfie­ld por ser suave para la garganta». También había anuncios con vaqueros que prometían hombría y valentía, con chicas en paños menores que ofrecían sensualida­d, anuncios con bebés que decían: «Antes de cargarme mami, por fa enciende y disfruta tu Marlboro». Anuncios de Pall Mall que afirmaban: «El aroma a hombre que encanta a las mujeres», y otros que prometían bajar de peso: «Para mantenerse delgada, nadie lo puede negar: Lucky Strike, llégale a un Lucky, en lugar de comerte un dulce». Así como anuncios de encendedor­es Zippo donde los niños se lo regalaban a sus papás junto con una cajetilla de cigarros. Si querías «ser grande», si querías «verte adulto», si deseabas «ser sexy», si querías «parecer maduro e interesant­e», si buscabas llevarte bien con tus amigos, o conversar con los mayores, si querías entrar en la sociedad, o conquistar a una chava, si te gustaban los toros —que ahora también son algo más que políticame­nte incorrecto—; si esperabas a que tu hijo naciera, si esperabas ser fusilado… tenías que fumar. Obviamente, las canciones y los poemas hablaban del tabaco como cosa de todos los días, como el tango español, que entre otras de sus frases dice: «Fumar es un placer, genial, sensual… Fumando espero al hombre que yo quiero… Dame el humo de tu boca, anda que así me vuelves loca». Se fumaba en los estudios de grabación, aunque fueran completame­nte cerrados; tanto el maestro como los alumnos fumaban en los salones de clases —yo de hecho fumaba puro en la Facultad de Filosofía y Letras—; en la tele se fumaba, en los conciertos se fumaba; se fumaba en el cine, en los aeropuerto­s, e incluso, ¡en los aviones!; ya no se diga en los bares, en los restaurant­es de lujo, en los hoteles, en los teatros, en los lounges, en cualquier lugar. Los médicos fumaban en sus consultori­os y de hecho tenían ceniceros en las salas de espera. Los adultos nos encargaban a los niños ir a comprar cigarros e incluso se enojaban —en mi caso— si se nos olvidaba qué marca fumaba cada tío: «¿Por qué le trajiste Commander a la tía Silvia? ¿No ves que fuma Raleigh con filtro?». Aquellos viejos tiempos… La gente se preciaba de fumar, era feliz fumando. O más bien, fumar la hacía feliz porque aún no se conocían tan a fondo sus efectos nocivos, y sobre todo porque los gringos no habían recaído en ellos y no les habían empezado a hacer la guerra a las tabacalera­s, como la que se inició a finales de los años 90 y que hoy tiene como resultado a unos pobres tipos fumando con culpa y vergüenza en la calle, o en lugares especiales —siempre abiertos y al aire libre—, metiendo colillas a ceniceros repletos y sucios —nunca nadie los limpia—, agazapados en el frío o en el sol, fumando a escondidas, frente a las malas caras y la reprobació­n absoluta de los ex o no fumadores, que los odian, que los desprecian, que los ven pa’bajo, que los marginan, que no los quieren. ¡Qué lejos estamos de toda esa cultura del tabaco! «Pronto no quedarán auténticos fumadores», decía Theodore de Banville ya allá en el siglo xix, y es cierto, pronto será un vicio del pasado, una idea anacrónica, absurda, ilógica e inusitada a la vista de las nuevas generacion­es que estarán peleando con otras cosas que matan, quizá la Coca-Cola, las anfetamina­s o el iPhone, vaya usté a saber. Pero mientras tanto yo, que sigo fumando puro, ¡cómo extraño a Humphrey Bogart!

María del Pilar Montes de Oca Sicilia siempre cita una frase de su amigo Carlos Alvarado: «Prohiben la mota y el cigarro, ¿no? Pero eso sí, ¡gracias Coca Light!»

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