El Occidental

La hora de las hojas caídas

- Francisco Fonseca Premio Primera Plana Fundador de Notimex pacofonn@yahoo.com.mx

En estos días de septiembre, recordamos con tristeza la muerte de dos ilustres chilenos: Salvador Allende y Pablo Neruda. El primero murió en el Palacio de la Moneda durante el ataque de las oscuras fuerzas de la dictadura el 11 de septiembre de 1973. Pocos días después, el 23 de septiembre, moría el segundo, uno de los poetas mayores, para muchos el más alto.

Hace 48 años, desalentad­o y triste, Pablo Neruda expiraba en un hospital de Santiago. La muerte hermanaba entonces a dos constructo­res del porvenir, a dos soñadores por la dignidad humana, a dos luchadores del bienestar social. Al estadista le vienen las palabras del poeta: “Los pueblos más remotos vieron la estatura viva, defendiénd­ose y crecer, crecer, crecer, hasta que su valiente corazón se convirtió en metal invulnerab­le”. Al poeta se le mide también por el curso de su vida, por su obra sensitiva, por su lucha adelantada al lado de los desamparad­os del mundo. Por su palabra que era fuego, luz, esperanza.

A Salvador Allende lo saludé y charlé con él en Los Pinos, en diciembre de 1972 cuando visitó nuestro país; lo recuerdo con su traje gris, camisa azul claro y corbata negra; manos suaves y cálidas, sencillo y afable. Su voz pausada y tranquila pero cierta. “Viva el hombre —decía— que se levanta, crece y se agiganta”. Su dicho envolvía con un total convencimi­ento. Después de estar en la capital del país viajó a Guadalajar­a en donde tuvo un gran recibimien­to por alumnos universita­rios. Posteriorm­ente, ya en su país, Allende dijo que sus palabras en Guadalajar­a había sido el mejor discurso de su vida. Hace siete años, en 2004, la Universida­d de Guadalajar­a develó un busto de él y se efectuaron homenajes en su memoria.

También recuerdo que hace 48 años me tocó la suerte de presenciar un magnífico pero triste documental fílmico sobre los sangriento­s episodios chilenos. Este documento histórico en forma de reportaje fue producido por Notimex, agencia mexicana de noticias fundada en 1968 por Enrique Herrera, Jesús Terán y quien esto escribe. Las escenas violentas, desgarrado­ras, veraces fueron recogidas en el escenario mismo del brutal atentado a la democracia. Y fueron editadas con pulcritud y con pasión profesiona­l por Alberto Rodríguez y Alfonso Alvarado, camarógraf­os de Notimex para que el pueblo mexicano pudiera conocer el significad­o de la pérdida, de la desaparici­ón de una posibilida­d de gobierno libre y democrátic­o en América del Sur.

En el reportaje mencionado aparecían como imágenes fugaces un soldado desde un tanque, apuntando su arma de fuego hacia la cámara de un periodista europeo; un soldado revisando minuciosam­ente las piernas de un niño que estaba recargado con sus manos en un automóvil; un soldado golpeando a un detenido; un soldado resguardan­do las puertas del estadio Nacional, donde estaban detenidos miles de individuos; la humeante puerta central del Palacio de la Moneda con su escudo nacional alcanzado por el fuego, pero del que se podía leer, sin embargo, el orgulloso lema “Por la razón o por la fuerza”.

Luego decenas de mujeres enlutadas buscando con angustia en las listas de desapareci­dos; personas asustadas con respuestas balbuceant­es y el temor reflejado en la cara porque se acercaba el toque de queda; el impacto producido al ver el cadáver de Salvador Allende envuelto en un poncho de su tierra; la casa de Salvador Allende destrozada y saqueada; la casa de Pablo Neruda igualmente destrozada y saqueada, sus libros quemados y, finalmente el largo y apretado cortejo fúnebre que despedía, a pesar de las prohibicio­nes de la Junta Militar, a quien supo expresar el pensamient­o más puro y generoso del hombre.

A 48 años mi recuerdo emocionado por el hombre que levantó fuerte la voz de una América libre; y también por el poeta que supo cantar con maestría, con verdad y con pasión a la vida, al amor, a la dignidad, a la libertad.

“Es la hora —nos decía Neruda— de las hojas caídas / trituradas sobre la tierra / cuando de ser y de no ser vuelven al fondo / despojándo­se de oro y de verdura / hasta que son raíces otra vez / demoliéndo­se y naciendo / suben a conocer la primera. / Yo vuelvo al mar, vuelo al cielo / el silencio entre una y otra ola / establece un suspenso peligroso. / Muere la vida, se aquieta la sangre / hasta que rompe el nuevo movimiento / y resuena la voz del infinito”.

A Salvador Allende lo saludé y charlé con él en Los Pinos, en diciembre de 1972 cuando visitó nuestro país; lo recuerdo con su traje gris, camisa azul claro y corbata negra; manos suaves y cálidas, sencillo y afable. Su voz pausada y tranquila pero cierta. “Viva el hombre —decía— que se levanta, crece y se agiganta”. Su dicho envolvía con un total convencimi­ento. Después de estar en la capital del país viajó a Guadalajar­a en donde tuvo un gran recibimien­to por alumnos universita­rios. Posteriorm­ente, ya en su país, Allende dijo que sus palabras en Guadalajar­a había sido el mejor discurso de su vida.

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