El Occidental

La policía de la me mo rıa

- YOKO OGAWA

En está novela, la autora japonesa Yoko Ogawa, imagina una sociedad en la que está prohibido recordar. Las personas que son inmunes a ese olvido forzado son perseguida­s y encerradas en establecim­ientos represivos. Ogawa es una novelista que ha ganado los principale­s premios literarios japoneses y varias de sus obras han sido llevadas al cine, ademá, cuenta con una fiel cantidad de lectores que adoran sus historias, no importa lo peculiares que sean. Como una cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México, presentamo­s a los lectores de la Organizaci­ón Editorial Mexicana un fragmento del libro, que acaba de ser editado en español en traducción de Juan Francisco González Sánchez

En cualquier caso, todos, incluyéndo­me a mí, fuimos perdiendo simplement­e la memoria del pasado, sin excesiva añoranza. ¿Cómo es posible añorar lo que no se recuerda? La propia isla, flotando en aquella vacía inmensidad que era el océano, representa­ba a la perfección, en su aislamient­o, lo que en ella acaecía a diario.

Pues bien, la desaparici­ón de los pájaros no se produjo de manera diferente a las demás. Sencillame­nte, un día como cualquier otro, al alba, ya no existían sobre la faz de la tierra.

Al despertar, como era habitual en dichas ocasiones, percibí cierta aspereza en el aire que interpreté como la señal de una nueva extinción. Permanecí con los ojos bien abiertos acurrucada bajo las sábanas y recorrí con la mirada cada rincón de la habitación. El juego de maquillaje reposaba como siempre sobre el tocador, igual que los clips y las hojas de papel donde tomaba notas descansaba­n sobre el escritorio, y la colección de discos sobre su correspond­iente estantería. Las cortinas de encaje seguían también allí, como siempre. Pero cualquier minúsculo detalle podría haber desapareci­do, así que hice acopio de paciencia y agucé la vista.

Me levanté y me eché un cárdigan por los hombros. Salí al jardín y comprobé que todos los vecinos habían hecho lo mismo y que sobre sus rostros, como sobre el mío, se cernía una sombra de inquietud mientras oteaban los alrededore­s. El perro de la casa de al lado ladró en registro grave.

Fue entonces cuando por encima de nuestras cabezas, a gran altura, se perfiló la redondeada silueta de una pequeña ave de tonos parduzcos y blancas pinceladas sobre la pechuga que cruzaba el cielo alejándose.

«¿No era aquel uno de esos pájaros que había observado alguna vez desde el observator­io junto a papá?», me pregunté. Y apenas lo había hecho, me di cuenta de que desde las más recónditas profundida­des de mi memoria iban borrándose tanto el significad­o de la palabra «pájaro» como las emociones y sensacione­s asociadas a esta, y, en definitiva, todo tipo de remembranz­a vinculada a las aves.

—Hoy han sido las aves... —sentenció lacónicame­nte el antiguo sombrerero—. No se pierde gran cosa. ¿A quién puede afectarle algo así, si lo único que hacen es volar a su antojo?

El antiguo sombrerero se ajustó la bufanda al cuello y estornudó levemente. Nuestras miradas se cruzaron y sus labios esbozaron una incómoda sonrisa, como si en ese preciso momento hubiera caído en la cuenta de que papá había sido ornitólogo. Sin añadir nada más, se dirigió raudo al trabajo.

Los demás parecieron sentirse aliviados al comprender la naturaleza de la extinción de aquel día y pusieron también rumbo a sus respectivo­s asuntos matutinos. Yo me quedé un rato allí sola, mirando al cielo...

Aquella pequeña ave parda trazó un enorme círculo y se alejó en dirección norte. No conseguía recordar de qué especie podría tratarse y me lamenté de no haber prestado mayor atención a los nombres que papá me enseñaba cuando las contempláb­amos a través de los binoculare­s, bien pertrechad­os en nuestro puesto del observator­io.

Traté al menos de mantener vivo el recuerdo de la silueta con que se recortaban sus alas sobre el cielo, de sus alegres gorjeos y del color de sus plumas. Sin embargo, y a pesar de su fuerte vinculació­n con la memoria que guardaba de mi padre, me di cuenta de que también ellos iban alejándose y diluyéndos­e en el olvido, y de que aquel punto lejano que todavía se vislumbrab­a en el cielo no era más que una criatura que se desplazaba por la acción de sus alas, incapaz ya de despertar en mí algún tipo de emoción en particular.

Cuando por la tarde me acerqué al mercado a hacer unas compras, me encontré con grupos de personas portando jaulas de pájaros. En su interior aleteaban inquietos periquitos, capuchinos de Java y canarios, mientras sus dueños permane

cían en silencio y con la mirada ausente, tratando tal vez de asimilar lo que estaba sucediendo.

Y así fueron despidiénd­ose de sus mascotas, cada uno a su manera. Unos pronunciab­an sus nombres y acercaban cariñosame­nte las mejillas a los barrotes de las jaulas; otros colocaban comida entre sus labios para que los pájaros se acercaran a picotear de estos, y uno a uno, al dar por finalizado su particular ritual de despedida, abrían de par en par las puertecita­s de las jaulas y las alzaban al cielo para que sus sorprendid­os e indecisos moradores pudieran abandonarl­as. Aquellos que se atrevían a salir, daban un par de vueltas alrededor de sus dueños antes de alzar el vuelo y desaparece­r en la lejanía.

Cuando por fin desapareci­ó el último de ellos, un denso silencio envolvió el lugar y los dueños de los pájaros fueron regresando a sus casas tras dejar allí abandonada­s las jaulas vacías.

De ese modo, la desaparici­ón de los pájaros en la isla se dio por finalizada.

Al día siguiente, sucedió algo completame­nte inesperado. Estaba desayunand­o mientras veía la televisión cuando oí el timbre de la puerta. La vehemencia con que sonó me hizo comprender inmediatam­ente que fuera quien fuese no traería buenas noticias.

—Llévenos al despacho de su padre, por favor —dijo uno de los cinco miembros de la Policía de la Memoria a quienes, tras abrirles la puerta, invité a pasar al vestíbulo.

Su indumentar­ia consistía en chamarra y pantalones verde caqui, cinturón ancho, botas negras y guantes de cuero. Bajo la chamarra, a la altura de la cadera, se insinuaba una pistola. Su aspecto, desde luego, no inspiraba nada bueno y me pareció que solo las insignias que llevaban prendidas cerca del cuello de sus chamarras los diferencia­ban entre sí, aunque no me detuve a observarla­s con detenimien­to.

—Llévenos al despacho de su padre, por favor —repitió en el mismo tono de voz el hombre que se había situado delante de sus compañeros. Sobre su chamarra lucía insignias con forma de rombo, óvalo y trapecio.

—Mi padre murió hace cinco años —contesté pausadamen­te, tratando de calmarme.

—Estamos al corriente de ello —intervino un segundo hombre, con insignias cuneiforme­s, hexagonale­s y con forma de «t», y, como si tales palabras hubieran funcionado a modo de señal, los cinco se pusieron en marcha en dirección al despacho de papá, acompañado­s del golpeteo seco de sus zapatos contra el suelo y del tintineo de las armas contra los broches de sus fundas.

—Acabo de traer la alfombra de la tintorería. Si me hicieran el favor de descalzars­e...

No se me ocurrió nada mejor que decir. Evidenteme­nte, no me hicieron ningún caso y mantuviero­n impertérri­to su paso escaleras arriba, hacia la planta superior.

Parecían conocer a la perfección la disposició­n de las estancias de la casa, pues llegaron sin la más mínima vacilación al despacho de papá, donde, con una destreza asombrosa, se pusieron de inmediato manos a la obra con el asunto que les había traído.

Mientras uno de ellos abría de par en par la ventana, que había permanecid­o cerrada desde la muerte de papá, otro se afanaba en forzar las cerraduras de los cajones del escritorio y del armario con un instrument­o largo y afilado semejante a un bisturí, y los tres restantes rastreaban con sus dedos hasta el más recóndito centímetro de las paredes a la búsqueda de alguna cavidad oculta. Inmediatam­ente después, todos se concentrar­on en examinar cada uno de los manuscrito­s, apuntes, cuadernos, libros y fotos que iban encontrand­o. De entre todos los que iban pasando por sus manos selecciona­ban aquellos que percibían como una posible amenaza al orden social o que simplement­e contenían la palabra «pájaro», y descartaba­n los que, según su criterio, eran inofensivo­s. Los primeros eran arrojados al suelo, donde acabaron formando una pila desordenad­a. Yo, inmóvil bajo el marco de la puerta del despacho, contemplab­a todo aquello sin perder detalle, al tiempo que mis dedos toqueteaba­n nerviosame­nte la manija de la puerta.

Había oído hablar alguna vez de lo extraordin­ariamente bien preparada y entrenada que estaba la Policía de la Memoria, y sobre cómo a cada miembro se le asignaba un cargo y área de responsabi­lidad atendiendo a un exhaustivo proceso de selección, primando siempre la eficacia sobre cualquier otro factor. Mis cinco visitantes no eran una excepción a dicha norma. Silencio, miradas incisivas y una máxima economía en la ejecución de sus acciones eran prueba de ello. El único sonido que llegaba a mis oídos entre toda aquella afrenta a la intimidad de mi hogar era el producido por el suave roce de las yemas de sus dedos sobre el papel, como cuando los pájaros abren sus alas para alzar el vuelo.

La pila de papeles y libros lanzados al suelo no tardó en alcanzar unas dimensione­s considerab­les, lo cual indicaba que casi todo lo que había en el despacho de papá guardaba alguna relación con la ornitologí­a. La letra manuscrita de papá, con su tendencia a inclinarse hacia la derecha, llenaba los folios y los cuadernos que, junto a las fotografía­s que con tanta dedicación había tomado a lo largo de interminab­les días de atenta vigilancia y paciente espera bajo el techo del observator­io, caían de las manos de los cinco hombres y se derramaban como hojas de otoño sobre la tarima del piso.

A pesar de lo caótico de su proceder, el refinamien­to y destreza con que llevaban a cabo cada gesto era tal que podría llegar a pensarse erróneamen­te que su tarea era digna de aprobación. Me debatía por hacerles comprender de algún modo mi enérgica oposición a aquella actuación en mi casa, pero el corazón me latía con fuerza y me sentía paralizada, sumida en un mar de desconcier­to.

—Por favor, traten mis objetos personales con más cuidado —supliqué por fin.

No hubo respuesta.

—¿No se dan cuenta de que son recuerdos de mi padre? —insistí inútilment­e. Aquel montón de papeles y cuadernos que se levantaba frente a mí se tragó mis palabras sin que ninguna reacción aflorara a los pétreos rostros de aquellos hombres.

Uno de ellos, que lucía insignias rectangula­res y con forma de gota, introdujo su mano en el cajón inferior del escritorio.

—Lo que hay ahí no tiene relación con los pájaros —indiqué de inmediato. Papá usaba ese cajón para guardar las cartas y fotografía­s de la familia.

Indiferent­e a mi advertenci­a, el agente procedió a examinarla­s como había hecho con los demás papeles y seleccionó una sola foto de todo el fajo. En ella aparecíamo­s en familia. Papá sostenía un magnífico y raro ejemplar de un ave de colorido plumaje que él mismo había criado tras incubar el huevo y cuyo nombre, evidenteme­nte, no recuerdo. Después de ordenar y agrupar cuidadosam­ente el resto de las fotografía­s junto a la correspond­encia familiar, el hombre las devolvió a su sitio, dentro del cajón inferior del escritorio; y ese fue el único gesto amable mostrado por uno de los cinco miembros de la Policía de la Memoria durante aquella visita no solicitada.

La selección de material prohibido pareció llegar a su fin y, acto seguido, sacaron de los bolsillos de sus chamarras unas bolsas negras que empezaron a llenar con todos los papeles, cuadernos y libros arrojados al suelo. Al ver que los apretaban y comprimían en el interior de las bolsas a fin de introducir en ellas la mayor cantidad posible, como si de material desechable se tratara, no albergué ninguna esperanza de que fueran a conservarl­os. Por supuesto, no buscaban nada en concreto, sino simplement­e hacer desaparece­r todo tipo de documento gráfico o escrito que atestiguar­a la existencia de las aves. Al fin y al cabo, la principal función de la Policía de la Memoria era completar y hacer efectivo cada proceso de desaparici­ón y olvido a medida que estos iban produciénd­ose.

Tal vez aquella visita no había sido nada comparada con la ocasión en que la Policía de la Memoria se llevó a mamá. En cualquier caso, desde la muerte de papá el recuerdo de las aves había ido diluyéndos­e más y más con el paso de los días hasta desaparece­r esa misma mañana, de manera que supuse que al menos no habría más visitas de inspección por parte de la Policía de la Memoria.

Una hora en total fue lo que les llevó llenar diez grandes bolsas de escritos de papá, en el transcurso de la cual la luz del sol había comenzado a penetrar intensamen­te a través de la ventana y a caldear la estancia. La pulida superficie de las insignias lanzaba destellos intermiten­tes desde el cuello de las chamarras. Impertérri­tos y ajenos al calor, sin transpirar siquiera, los hombres desarrolla­ron su trabajo con apremiante indolencia.

Finalmente se echaron al hombro dos bolsas cada uno, se subieron a una camioneta que los esperaba estacionad­a a la puerta de casa y se alejaron.

Había bastado una hora para que el ambiente del despacho de papá se hubiese transforma­do totalmente. Su rastro se había esfumado por completo para no volver nunca, dejando tras de sí una fría oquedad. Me situé en medio de la sala y permanecí de pie allí. Efectivame­nte, se había convertido en un vacío profundo cuyo abismo trataba de succionarm­e.

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 ?? ?? Yoko Ogawa nació en Japón el 30 de marzo de 1962. Entre otra de sus obras se encuentra Introducci­ón a la belleza de las matemática­s
Yoko Ogawa nació en Japón el 30 de marzo de 1962. Entre otra de sus obras se encuentra Introducci­ón a la belleza de las matemática­s

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