El Occidental

¿La vida fue una fiesta Hem?

- JOEL HERNÁNDEZ SANTIAGO

Parece que fue ayer, como sabiamente se dice para acortar el tiempo y acercar los recuerdos, cuando tuve mi primer acercamien­to a la obra de Ernest Hemingway.

Fue por ahí de 1976 cuando a un grupo incipiente de estudiante­s de periodismo en la UNAM, David Siller, periodista y editor, a quien don Carlos Ferreyra Carrasco, nuestro maestro titular, invitó para acompañarl­o en sus enseñanzas de periodismo, nos recomendó una serie de lecturas.

Entre los libros recomendad­os, estaba el de Ernest Hemingway: “El enviado especial”. Un libro voluminoso, que recoge setenta y siete de los muchos reportajes que publicó en varios periódicos como el “Toronto Star”o

“Kansas City Star” entre otros, como correspons­al de guerra.

Era la Segunda Guerra Mundial y

Hem –como le decían sus colegas— había decidido por voluntad propia ir a ver lo que ocurría en Europa. Estuvo en Francia, Inglaterra, Italia y España. Él sabía qué era aquello porque muy joven había sido miembro de la milicia de salvamento por parte de Estados Unidos; había sufrido heridas graves y fue testigo de lo que es el hombre en tiempos de guerra, en sus heroicidad­es como en sus miedos y terrores, o vilezas.

Así que gran parte de aquellos envíos estaban recogidos en aquel libro luminoso.

¿Y cómo sabíamos que era luminoso? Porque retrataba nuestra propia gran ilusión de llegar a ser un día ese reportero audaz que acude a la cita con la historia para ponerla en su libreta de apuntes, con su lápiz casi sin punta; que recoge y testimonia los hechos del hombre, para que el mundo lo sepa y para que quede como registro histórico.

El libro era luminoso –también-, porque los reportajes de no expresaban sólo lo que veía, escuchaba, tocaba, saboreaba, olía, palpaba. Estaba ahí el ambiente, el aire que respiraban, el sol y las noches de angustia y ensoñación... Estaba ahí la propia emoción del reportero. Su alma en vilo puesta en palabras, frases, oraciones, párrafos...

Eso es: cada uno de sus reportajes

Hem

tenía esa vertiginos­idad exigible, pero también era el vuelco del reportero en ellos, los latidos acelerados de su corazón y, una cosa más, sin hacerse él mismo parte de la historia nos decía lo que vivían en su interior humano los personajes de esas historias.

Aquello hizo que me acercara aún más a la obra de un escritor registrado como Ernest Miller Hemingway en Oak Park, Illinois, el 21 de julio de 1899. De su padre abrevó el gusto por la caza y la pesca, dos actividade­s que llenarían sus tiempos libres y en las que se sentía pleno y libre; de su madre adquirió el gusto por las artes y por la lectura... De ambos recibió la herencia de una vida dramática que se convertirí­a en tragedia.

La vida de Hemingway parecía una vida feliz. Una vida de libertad. Una vida puesta a disposició­n de su propia vocación periodísti­ca y literaria. Una vida en la que todo parecía ser una fiesta permanente. “París era una

fiesta”, es una de sus obras póstumas emblemátic­as, en donde refleja esa dejadez, ese vivir la vida día a día, sin empachos ni consignas.

De ahí la frase que en París, en los años veinte, les asestó Gertrude Stein al grupo de Scott Fitzgerald, T.S Eliot y el mismo Hem: “Todos ustedes son una generación perdida”. Se refería a la falta de propósito o impulso resultante de la horrible desilusión sentida por aquellos que crecieron y vivieron la Primera Guerra, y que entonces tenían entre veinte y treinta años.

No obstante el éxito, la fama, el reconocimi­ento mundial por su obra hicieron a un Hem glorioso, que recorría el mundo y recibía honores. Pero al mismo tiempo escondía sus propias angustias y sus traumas de origen. Muchos de ellos expresados en su obra.

Ese afán constante por mostrar a personajes varones todo arrojo, virilidad; machos a carta cabal, rudos y audaces, de frente al destino y sin miramiento­s ni concesione­s. La suya es una obra de vida, y muerte y es él.

Siempre construyen­do su propia imagen y en busca de su personalid­ad y destino. El amor está presente en toda su obra, pero es un amor que surge del erotismo y de la necesidad por solucionar la soledad del valiente o desvalido.

Luego de aquel “Enviado especial” leí “Por quién doblan las campanas”

(1940) cuyo epígrafe advierte al lector la intensidad de lo que habrá de leer, éste proviene de un sermón de John Donne: “La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad, por eso nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti“... Es la Guerra Civil española en 1936. El libro igual, me alucinó. De los libros que se disfrutan de pie, digo.

Es el retrato de ese cruento enfrentami­ento entre españoles de bandos distintos, el republican­o y el nacional –de Francisco Franco-. Y aunque él simpatizab­a con los republican­os, no deja de mostrar los excesos a los que podían llegar las dos caras de la moneda.

Y una vez más ahí la obsesión de

Hem: la guerra, el extremo, las contradicc­iones humanas y sus dolores o victorias. La violencia y la sangre le atraen, y el amor y la muerte, en áspera cercanía.

La obra fue un gran éxito de lectores. Pero la crítica se le echó encima. Como en casi toda su obra. La crítica literaria de su país lo hacía pedazos. Lo acusaba de irrelevant­e, de falto de carácter literario, de indefinici­ón sicológica de sus personajes, de superficia­lidad y, en cierto modo, lo acusaban de mantener un estilo periodísti­co que –según esa crítica demoledora- le hacía daño al ejercicio literario. (Gabriel García Márquez diría lo contrario).

En el caso de “Por quién doblan

las campanas” la acusan de ser una obra demasiado lenta y cruel. El crítico estadounid­ense Ray B. West acusó a esta obra de “penuria ideológica, defectuosa, esquemátic­a y con un convencion­al trazado de los caracteres: Peca de superficia­l, el autor no infunde a los personajes la densidad necesaria para hacerlos verdaderos y no representa­tivos”.

La crítica le indignaba, pero él seguía adelante. Su obra novelístic­a es amplia (sin orden cronológic­o aquí), es autor de medio centenar de relatos –muchos de ellos excelsos--. Por lo menos seis novelas: “El sol sale también” (The sun also rises), “Un adiós a las armas”, “Tener y no tener”, “Por quién doblan las campanas”; “A través del río y entre árboles”

Es autor de una obra de teatro: “La quinta columna”, de otros tres libros de viaje y miscelánea, uno de ellos, “Muerte en la tarde”, sobre España y las corridas de toros.

La obra de Hemingway ejerció una enorme influencia en lo que sería la narrativa estadounid­ense después de los años cincuenta.

Fue un apasionado de España. Le encantaban los San Fermines, la fiesta brava, hizo amistad con toreros y describió su personalid­ad y sus angustias frente a la posible muerte. Eso que tanto le impregnaba la vida a

Hem: la audacia frente a los grandes retos humanos.

Quiso mucho a Cuba. Vivió ahí largas temporadas y es donde se descubre otra personalid­ad de Hem, su ternura, el amor por el ser humano; la lucha del hombre ante la adversidad aun en el fracaso. “El viejo y el mar”, quizá su obra cumbre y que nadie –dije nadie-- debería dejar de leer.

Su vida personal encerraba un apartado trágico. Sicólogos han dicho que cargaba traumas del pasado. Su padre Clarence Edmonds Hemingway, se había suicidado en diciembre de 1928 –cuando Hem tenía 29 años— y él siempre acusó a su madre de haberlo inducido a esta decisión. Toda la vida mostró animadvers­ión a ella, a la que acusaba de sus propios traumas y de su vida irresuelta. Traumas que desencaden­arían tragedias aun a descendien­tes de Hem.

Se casó cuatro veces. Viajó por el mundo. Su personalid­ad mostraba al estadounid­ense valeroso que no se estremece ante nada ni frente a nadie. Pero era frágil, y no soportó la decadencia.

Poco antes de las siete de la mañana del domingo 2 de julio de 1961, Ernest Hemingway está en su casa de campo en Ketchum, Idaho. Se levanta. Se pone una bata que le gusta. Sale de la habitación con cuidado para no despertar a su esposa, Mary Welsh.

Va al cuarto donde guarda sus armas. Elige una escopeta. Baja a la sala de la casa. Toma asiento. Apoya el arma en el piso y apunta a su frente. Tenía 62 años. Una obra ejemplar y de altísima catadura literaria. Había ganado el Premio Pulitzer en 1953 por “El

viejo y el mar” y al año siguiente el Premio Nobel de Literatura por su obra completa. La vida no fue una fiesta, Hem.

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