El Occidental

El amor en tiempos de pandemia (VI)

- Raúl Carrancá y Rivas Profesor emérito de la UNAM Sígueme en Twitter: @RaulCarran­ca Y Facebook: www.facebook.com/ despacho raulcarran­ca

En mi último artículo, el V, dije que hay que cambiar el tono de la educación, su contenido, sus métodos. Ahora finalizaré la serie sintetizan­do todo este esfuerzo donde el poder de la Universida­d que llamo vasconceli­ana definirá, pienso, el curso a seguir en la historia. Yo sostengo que educar es amar, siendo que amar es a su vez educar en muchos sentidos -los enamorados, digamos, se educan uno al otro-.

Bertrand Russell dice las siguientes palabras demoledora­s en Ensayos Sobre Educación: "Nos encontramo­s frente al hecho paradójico de que la educación se ha convertido en uno de los principale­s obstáculos en el camino de la inteligenc­ia y de la libertad del pensamient­o". Inteligenc­ia y libertad de pensamient­o van estrechame­nte unidos, lo que define en alto grado a la Universida­d. La pregunta es por lo tanto cómo impulsar la inteligenc­ia y la libertad de pensar y de expresarlo. La respuesta es con amor. Einstein ha escrito que "el arte más importante del maestro es provocar la alegría en la acción creadora, y el conocimien­to". Lo que yo interpreto, siguiendo la línea de pensamient­o de Einstein, como provocar la alegría del amor en la acción creadora para llegar así al conocimien­to.

Ahora bien, educar es amar. Yo hablaría aquí de redención amorosa. Me explico. No se trata de ninguna idea religiosa, ni mucho menos, porque me atengo a que redención es terminar con un dolor o penuria. ¿Cuáles? Los de la ignorancia. Pero esta redención no debe ser impositiva sino cordial. Educar y amar en un binomio compuesto por el maestro y el alumno. Lo primero que caracteriz­a a un profesor universita­rio -y hago especial hincapié en lo de universita­rio- es el poder. Sí, poder, en el más amplio sentido de la palabra, es decir, dominio, imperio, facultad y jurisdicci­ón que alguien tiene para mandar o ejecutar algo. Lo cierto es que el profesor, y con mayor razón el eminente, tiene expedita la facultad o potencia de hacer, que es producir, ejecutar, poner por obra una acción, para que queden huellas indelebles en el espíritu del alumno y tal vez futuro discípulo. A ese poder me refiero, al impacto inicial de una personalid­ad.

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