El amor en tiempos de pandemia (VI)
En mi último artículo, el V, dije que hay que cambiar el tono de la educación, su contenido, sus métodos. Ahora finalizaré la serie sintetizando todo este esfuerzo donde el poder de la Universidad que llamo vasconceliana definirá, pienso, el curso a seguir en la historia. Yo sostengo que educar es amar, siendo que amar es a su vez educar en muchos sentidos -los enamorados, digamos, se educan uno al otro-.
Bertrand Russell dice las siguientes palabras demoledoras en Ensayos Sobre Educación: "Nos encontramos frente al hecho paradójico de que la educación se ha convertido en uno de los principales obstáculos en el camino de la inteligencia y de la libertad del pensamiento". Inteligencia y libertad de pensamiento van estrechamente unidos, lo que define en alto grado a la Universidad. La pregunta es por lo tanto cómo impulsar la inteligencia y la libertad de pensar y de expresarlo. La respuesta es con amor. Einstein ha escrito que "el arte más importante del maestro es provocar la alegría en la acción creadora, y el conocimiento". Lo que yo interpreto, siguiendo la línea de pensamiento de Einstein, como provocar la alegría del amor en la acción creadora para llegar así al conocimiento.
Ahora bien, educar es amar. Yo hablaría aquí de redención amorosa. Me explico. No se trata de ninguna idea religiosa, ni mucho menos, porque me atengo a que redención es terminar con un dolor o penuria. ¿Cuáles? Los de la ignorancia. Pero esta redención no debe ser impositiva sino cordial. Educar y amar en un binomio compuesto por el maestro y el alumno. Lo primero que caracteriza a un profesor universitario -y hago especial hincapié en lo de universitario- es el poder. Sí, poder, en el más amplio sentido de la palabra, es decir, dominio, imperio, facultad y jurisdicción que alguien tiene para mandar o ejecutar algo. Lo cierto es que el profesor, y con mayor razón el eminente, tiene expedita la facultad o potencia de hacer, que es producir, ejecutar, poner por obra una acción, para que queden huellas indelebles en el espíritu del alumno y tal vez futuro discípulo. A ese poder me refiero, al impacto inicial de una personalidad.