Hospitales públicos en Celaya
De repositorios de enfermos a sanatorios
Durante el período
en el poder de Porfirio Díaz el país sufrió una serie innumerables cambios económicos y sociales como consecuencia de su política encaminada al “orden y progreso”; misma que permitió aprovechar mejor los recursos públicos para invertir en infraestructura urbana que se encontraba en completo abandono.
La negligencia cometida en los espacios públicos permitió que durante muchos años las calles de las ciudades fueran consideradas como uno de los focos infecciosos de mayor gravedad, pues no existía un sistema de desagüe y drenaje; tampoco existía la costumbre en la ciudadanía del debido desecho de los residuos en las casas; aunado a la carencia de viviendas dignas y la desnutrición que prevalecía en todo el país, la población era un blanco fácil de plagas y epidemias (Bautista, 2013) como la viruela, el sarampión, la tos ferina, escarlatina, cólera e influenza; paludismo, fiebre amarilla, tuberculosos, enteritis, neumonía y bronquitis (Carrillo, 2002: 71).
Infortunadamente, el número de enfermos en el país crecía de manera alarmante, por lo que el gobierno porfirista no pudo asumir de manera íntegra el compromiso de brindar salud a todos los mexicanos y, como solución, permitió que continuaran los programas de asistencia privada en los centros hospitalarios del país. Por otro lado, la medicina no era la profesión más popular en aquel entonces, y los pocos galenos que existían se concentraban principalmente en zonas privilegiadas de la Ciudad de México; como consecuencia, la población que acudía al médico o recibía sus servicios era una minoría. Aunque en realidad, quizá el mayor problema consistía en que los consultorios que ofrecían revisiones a bajo costo eran mínimos, y aún más escasos los que en labor altruista concedían citas gratuitas, por lo que las enfermedades continuaban enfrentándose al interior de los hogares, únicamente asistidos por la propia familia, curanderos o parteras.
Únicamente para ejemplificar, la proporción de médicos en 1910 era de 1 por cada 5 mil habitantes (Rivera, 2003:42), lo que propició los índices de mortalidad se elevaran de manera considerable, pues para el año de 1900, en el estado de Guanajuato, fallecían 572 niños por cada mil nacimientos. Cifra aunada a la de la esperanza de vida, que al menos en nuestra entidad no rebasaba el promedio de los 25 años; siendo de cinco a diez años menor que en España, Londres o París .(Brena, s/a: 415)
Para el caso de la ciudad de Celaya, el único hospital existente seguía sustentándose gracias a las limosnas que algunos vecinos de la ciudad brindaban para su mantenimiento. Incluso, para el mes de mayo de 1876, Eusebio González López, empresario y benefactor de la ciudad, en su calidad de presidente de la Junta de Caridad, escribía a las autoridades exponiéndoles que se le habían sumado algunos vecinos varones de esta ciudad para unir sus esfuerzos y convertirse en una corporación hiciera más eficaces los esfuerzos del ayuntamiento, y contribuir a la mejora de la situación de los enfermos en la ciudad. En el mismo documento, se discutía de la donación de los recursos indispensables para el socorro de las necesidades administrativas que tuviera este establecimiento, con la condición de que el ayuntamiento les permitiera intervenir en los asuntos de aseo y asistencia de los enfermos, y que además, les concediera el derecho de vigilar y dirigir todas las operaciones del hospital con facultades de remoción del personal en caso de que, debido a faltas, lo estimaran pertinente.
SOLICITAN NUEVO HOSPITAL
Ssin embargo, la solicitud más importante se ponía nuevamente sobre la mesa, la autorización para mudar al hospital a otro lugar más cómodo y con mejores condiciones higiénicas (AHAC, libro 6, 1863-66, en: Martínez, 2010: 177-178). No obstante, un año después, en mayo de 1877, el gobierno estatal remitió un comunicado a las autoridades celayenses para informarles que el Congreso del Estado negaba el traslado del sanatorio a otro sitio debido a las precarias circunstancias del erario público, aunque en la misma circular se notificaba que se buscaría en los años siguientes una partida que pudiera destinarse a tal objetivo (AHAC, libro 46, 1877, en: Martínez, 2010: 191-192).
Para entonces, la máxima autoridad sanitaria era el Consejo Superior de Salubridad, sin embargo, estaba imposibilitado para intervenir, debido a que su presupuesto era insuficiente y contaba solo con seis miembros.1 Los grandes cambios en materia de salubridad durante el régimen de Díaz aún no alcanzaban casi a ninguna ciudad de la república fuera de la capital. Afortunadamente, la situación cambió en los siguientes años, particularmente durante el período en que el organismo fue dirigido por Eduardo Liceaga, quien de acuerdo con algunos autores, fue el más grande higienista que ha tenido México.
Para entonces, el Consejo Superior de Salubridad no tenía noticias de los estados en lo que había juntas de caridad, por lo cual, y como medida de prevención, se estableció que este organismo sería el único facultado para concentrar las estadísticas de morbilidad y mortalidad, y fungir como un cuerpo consultivo general en materia de salubridad, así como encargarse de todo lo relativo a la policía sanitaria marítima, convocar a congresos nacionales de higiene y formar, con la participación de todos los estados, la legislación sanitaria de la república. Aunque no pudo ponerse en práctica de manera inmediata, fue fundamental para que el estado porfirista delineara sus prácticas para penetrar en todos los espacios con la finalidad de vigilar la higiene privada y pública A partir de entonces, la política sanitaria fue empleada por el estado porfiriano como medio para disciplinar a la población. En los hospitales lo mismo que en los cuarteles, las cárceles y las escuelas, se trató de enseñar a los individuos el orden, la puntualidad y la limpieza que eran factores necesarios para la reproducción de la fuerza de trabajo eficiente que requería la llamada segunda revolución industrial (Carrillo, 2002: 68-81).
INICIA LA CONSTRUCCIÓN
Afortunadamente la sociedad celayense insistía frecuentemente en el tema, y una vez que fue nombrado el coronel Francisco Ruiz como jefe político de la ciudad, inmediatamente hubo notables muestras de un espíritu altruista que se empeñó en beneficiar a la población con diversas obras materiales; entre las que destacamos los trabajos para edificar el hospital que durante tantos años habían solicitado y necesitado los celayenses. A pesar de las respuestas negativas por parte de las autoridades en las administraciones anteriores, desde julio de 1884, con la intención de allegarse de los fondos suficientes, el jefe político de la ciudad, organizaba corridas de toros en la plazuela de San Agustín. Para tales fines, se improvisó un ruedo con petates y adobe –materiales que le permitieron un considerable ahorro- al que la población acudía gustosa los fines de semana a disfrutar de los espectáculos (Velasco: 1948, 167-178).
El proyecto se había iniciado en la esquina de las calles de Parra y del Alicante, hoy Hidalgo y Leandro Valle; sin embargo, y a pesar de los esfuerzos, al terminar su administración no le fue posible concluir la obra. Afortunadamente, (la construcción del hospital) fue un proyecto que continuó en los siguientes años con las subsiguientes administraciones, y finalmente, Jesús Móreles, jefe político de la ciudad en aquel entonces, logró concluir la obra.
El 16 de septiembre
de 1896, en compañía del gobernador del estado Joaquín Obregón G., y los generales Florencio Antillón y Mariano Escobedo, se realizó la inauguración del Hospital Municipal de Celaya