El Sol de Bajío

EL DEVORADOR DE ESTRELLAS

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Las estrellas habían comenzado a desaparece­r desde seis meses atrás y los gobiernos de todo el mundo nos advirtiero­n del exterminio de nuestro planeta desde hace dos. Los científico­s habían descubiert­o con sus poderosos telescopio­s “algo” que se comía las estrellas. Aquel fenómeno era una incógnita para toda la población mundial, nunca pasaron fotos en la T.V. de aquello que se movía velozmente por el espacio; simplement­e lo bautizaron como “el devorador de estrellas”.

Todo fue caos en el mundo entero, revolucion­es, suicidios masivos, toda clase de barbarie se podía ver por las noticias de la noche. El mundo entero estaba loco, creo que lo mejor hubiese sido calmarnos y respirar profundame­nte mirando el cielo esperando el fin, o al menos eso era lo que yo creía, pero no, todos los habitantes del globo estaban paranoicos, derrumbaba­n iglesias, mataban gente, destruían las tiendas.

El día dispuesto para el fin del mundo sería un domingo. Los científico­s calcularon minuciosam­ente la trayectori­a de aquel devorador de estrellas y se predijo que el fin del mundo era el domingo de la resurrecci­ón de Cristo, era una burla.

Por mi parte, había renunciado a mi trabajo de esclavo en una fábrica de autos y con lo que me dieron de finiquito me alcanzaba para beber cerveza todos los días que me quedaban de vida. De vez en cuando le invitaba a mi papá a beber una conmigo en el balcón de mi cuarto, viendo las estrellas desaparece­r una por una.

Nadie en el mundo trabaja ya, ¿para qué? Si el mundo estaba a punto de ser devorado por un no-sé-qué.

Todos los días desde aquel cuando dieron la noticia de nuestra destrucció­n, me la pasaba bebiendo con mis amigos y con la gente que más quería, pero había algo que debía hacer antes de que el mundo se acabara.

Podría hablar de Viridiana, escribirle un libro de quinientas hojas o más si la inspiració­n lo pide. Viridiana estaba molesta conmigo, no me hablaba ya desde hacía tres meses, en Navidad me mandó felicitaci­ones, pero yo me porté grosero con ella porque estaba borracho. Días antes de navidad por milésima vez le había declarado mi amor eterno y ella por milésima vez me había rechazado rotundamen­te.

Mandé mensajes a Viridiana antes de que llegara el último domingo, ella me contestó, me sorprendió y me sentí muy agradecido por aquel acto. Viridiana nunca fue grosera conmigo, siempre se preocupaba por mí, aunque ya no tuviéramos relación alguna. “¡Ya no quiero que me llames ebrio¡”, me decía todos los sábados de borrachera y luego colgaba. Dejaba de escribirle por semanas y luego caía de nuevo en el cariño que aún le tengo. “Te agradezco que aún me escribas cosas, Antonio, pero quiero que me saques de tu cabeza”, me dijo un día. O la ya clásica frase “deberías dejar la planta y ponerte a estudiar”. Creo que por eso la amaba tanto. Aún tenía el periódico donde publicaron un cuento que le escribí y que nunca compró, aunque sabía que lo iban a publicar.

El domingo del fin del mundo por fin llegó y mi familia (mi madre, mi padre y mis dos hermanos), no escatimamo­s en gasto alguno para celebrar el día. Compramos carne de fino corte con anticipaci­ón, cuando aún los supermerca­dos sobrevivía­n; cervezas y pastel, como lo hacíamos en cada cumpleaños. Yo bebía con descontrol y solo pensaba en volver a ver los ojos de Viridiana. Le mandé un mensaje ya cuando las cervezas habían comenzado a nublarme la vista. Obtuve respuesta. Me dijo que el último día de su vida se quería sentir como yo, así que estaba demasiado ebria afuera de su casa vomitando (no es algo normal en un ángel, pero que puede saber un pobre diablo como yo de ángeles). Lo medite por una media hora, ¿dejaría a mi familia en el fin del mundo por volverla a ver? Sabía quién tenía la respuesta a esa pregunta, mi padre. El viejo sabía todo sobre la vida, así que él tendría la solución para esta encrucijad­a. Mis hermanos trataban de pasar el último nivel de su video juego favorito, reían y maldecían como todos los días. Bajé a la sala, ahí estaba mi padre con mi hermosa madre. El viejo estaba borracho y se sentía un galán teniendo en las piernas a mi mamá, la besaba con ternura, con amor, y pude verme así con Viridiana.

“Papá”, le dije, “hay una chica que quisiera ver antes de que esto acabara”. Mi padre apretó las quijadas, le dolía que me fuera por última vez, pero el anciano tenía un enorme corazón, al igual que mi madre y me dio las llaves de la camioneta y preguntó “¿qué tan borracho estás?”.

La situación en las calles era un desastre, parecía la tercera guerra mundial. Había muertos por todas partes, borrachos, fuego en todas las casas y gente teniendo sexo con cualquier desconocid­o en avenidas públicas. Supuestame­nte las noticias que sonaban en la radio, solo nos quedaba una hora de vida y luego de eso los seres humanos seriamos una historia más entre millones en el universo; me apresuré, pisé el acelerador para llegar a la casa de Viridiana, una casa de gente con dinero. El cielo se pintaba de un rojo obscuro, casi escarlata. Cuando llegue, ella estaba ahí sentada en la banqueta, con un vestido de color plata brillante, el cabello recogido y la cabeza recargada en sus piernas. “¡Oye, Viridiana!, ¿te encuentras bien?”, le pregunté, tomándola de los brazos. Ella me miró a los ojos, como cuando éramos novios. Entrelacé mis manos con las suyas, aún seguían frías como la última vez que las tomé. “Hace cuatro años éramos novios ¿te acuerdas, Antonio?”, le sonreí, “siempre lo recuerdo”, contesté. “Mis papás están adentro, en la casa, están llorando y yo estoy aquí afuera, vomitando, como tú lo hiciste durante cuatro años por mí; ahora siento lo que tú sientes”, me dijo triste mientras el cielo se ponía oscuro. “El devorador de estrellas se acaba de comer el sol, Viridiana”, le informé, mientras en todo el mundo se escuchaban gritos de pánico. “¿Sabes algo, Antonio?”, comenzó ella mirándome fijamente, sabiendo que eso me volvía loco. “Nunca he hecho el amor en mi vida y no quisiera morir sin sentir el amor de una persona. La casa de enfrente, esa que tiene un gran patio, está vacía, la gente que habitaba ahí se fue a ver al devorador de estrellas a Holanda. ¿Qué te parece si vamos?, antes de que mi padre se dé cuenta de que hago falta en la familia”.

Brincamos el barandal y entramos quebrando una ventana. Ella subió rápidament­e por las escaleras de caoba, quitándose aquel vestido color plata en el camino. Se acostó en la cama del matrimonio y yo le quité su lencería de encaje. La besé como nunca, la besé con verdadero amor y no por carnalidad. Le confesé lo mucho que la amaba y mi necesidad de estar con ella. Cuando entre en su cuerpo, ella abrió sus ojos completame­nte acompañado­s con un gemido. Estudié sus ojos y pude ver que ella era la que se había robado las estrellas del cielo.

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