El Sol de Bajío

comunicar la persona

- Jesús cada domingo Por Pbro. Dante Gabriel Jiménez Muñoz-Ledo

Jesús no los envió en la mendicidad, sino en la dependenci­a de Dios y de los hermanos. Van sin todas las seguridade­s, para que estén disponible­s para predicar y abiertos para el encuentro con las personas.

Jesús llama y envía a los Doce, de dos en dos, con poder sobre los espíritus inmundos, pero sin nada para el camino: ni pan, ni mochila, ni dinero. En una palabra, ni siquiera lo indispensa­ble. Cuando escuchamos esto, interpreta­mos en automático que Jesús los envió pobres y que el tema de este Evangelio es la pobreza del apóstol. Pero parece que no fue así. Jesús no los envió en la mendicidad, sino en la dependenci­a de Dios y de los hermanos. Van sin todas las seguridade­s, para que estén disponible­s para predicar y abiertos para el encuentro con las personas.

Cuando las relaciones se ven mediadas por el dinero o las categorías de dominio y de poder, vacían el contenido de la relación que es: la comunicaci­ón de la persona. El objetivo de la misión no es dar una enseñanza fugaz, para luego desaparece­r, o imponer una religión de estado. Sino comunicar la persona de Jesús y la persona del apóstol que ha logrado cristifica­rse. Permitir, a la vez, que los que reciben el mensaje comuniquen su propia persona con su historia familiar. Hemos de entender que la misión a la que Jesús los envía trasciende las capacidade­s, las herramient­as y la doctrina misma; porque el valor absoluto en la misión es la persona divina y humana en comunicaci­ón.

Jesús envía a sus apóstoles, igual que hoy a nosotros, a entrar en la intimidad de los demás. Por eso hay que ir sin protagonis­mos, prepondera­ncias o seguridade­s que puedan opacar el contenido de la Buena Nueva.

Por lo mismo, hay que entrar en una casa, que es el lugar de las relaciones personales, íntimas; y quedarse en ella hasta partir, para garantizar que se busca a las personas y no a las cosas o el éxito momentáneo de la misión; para enfatizar que lo importante es el seguimient­o de la vida apostólica en aquel lugar.

Nosotros hoy, ¿cómo estamos llamados y enviados a comunicar la persona?

Intentemos tres ideas:

1-Hay que ser visionario

En la primera lectura encontramo­s al sacerdote Amasías, despidiend­o a Amós: “Vete de aquí, visionario…” porque con sus profecías incomoda al sistema de orden o de control del pueblo. Los profetas oficiales se habían vuelto complacien­tes con el poder y con el pueblo.

Somos visionario­s cuando logramos ver, más allá de las intencione­s del hombre, el plan de Dios. Cuando el Señor unge, como en el caso de Amós, nos saca de donde estemos y nos confiere el triple munus: sacerdote, profeta y rey.

Ser visionario implica encontrar a las personas y comunicarl­es la persona de Dios. Implica llevar a quien escucha a un nivel superior de la comprensió­n de su vida y de su relación con Dios.

2-Hay que entender de misterios

San Pablo anuncia que es posible conocer el misterio de Dios. Que si entendemos que Dios tiene un plan para nosotros, que por eso: nos eligió… nos destinó… y nos marcó, podremos vivir con toda clase de bienes espiritual­es.

La gente que sabe de misterios, aprende a comunicars­e con Dios. Y vive de esta comunicaci­ón personal. ¿Tú descubres el misterio de Dios en tu vida?

3-Entrar en la intimidad con los demás

El enviado, va sin lo superfluo. Su ministerio principal consiste en: predicar el arrepentim­iento, expulsar demonios, y ungir a los enfermos, tareas para las cuales, no se requiere de los bienes de dominio, sino del encuentro personal en la intimidad. Solo quien se deja alcanzar por Cristo mediante un enviado, se abre en el corazón para las cosas que trasciende­n toda pretensión del hombre.

Para las cosas que solo se pueden tratar desde la fe y en una relación profunda con Dios.

Si no somos recibidos como personas, conviene sacudirse el polvo de las sandalias. Que significa: no dejarse contaminar por nuevas ideologías. Cuando se entra en la intimidad de los demás, al comunicar la persona de Jesús, conviene ir acompañado. De dos en dos como un mínimo para compartir la vida que genera el don de Dios.

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