El Sol de Bajío

La adolescenc­ia guardada

-

CJOEL HERNÁNDEZ SANTIAGO

hapultepec sigue ahí, como si nada; es que todo alrededor ya se ha repetido una y mil veces: los cambios de vida, las nuevas formas de ser y estar en la Ciudad de México; la eterna modernidad siempre renovada y, de nueva cuenta y como niños, el regreso a sus espacios lo mismo soleados que sombríos, alegres o melancólic­os.

El bosque de ahuehuetes o jacarandas o fresnos, su castillo, sus fuentes, su lago… no se agotan nunca, porque son como ese tío bueno que siempre está ahí y que todo lo ve y todo lo perdona. Y el que nos recibe siempre, con los brazos abiertos. Los ahuehuetes que son siempre jóvenes, aunque viejos, aun sonríen cuando los novios se esconden a su lado para darse el primer beso de sus vidas, el que presagia lo que sigue en su vida: la felicidad. ¿Cuántos besos en secreto se han dado ahí? ¿Cuántos encuentros felices? ¿Cuántas carcajadas y gritos y emociones han ocurrido? ¿Cuántas veces, cuántos, han dicho “si” a la petición de vida? ¿Cuántas pintas escolares de niños y niñas se han refugiado ahí? ¿Cuántas comilonas o borrachera­s? ¿Cuántas canciones rancheras de alegría o dolor se han entonado a sus aires?

Chapultepe­c es el lugar cómplice y refugio. Cómplice porque nunca nos delató a nuestros padres cuando llegábamos ahí, de pinta, huyendo de la rigidez escolar del cada día para entregarno­s a la locura de la libertad clandestin­a. Refugio de una locura que aún se resumía a los juegos infantiles, a las carreras del “¡alcánzame si puedes!”, del remar en el lago por una hora luego de juntar centavos para pagar la emoción de la travesía…

Y las tortas de queso de puerco, inolvidabl­es, las que vendían a la entrada del lago de Chapultepe­c, en las casetas en las que había de todo, pero las más económicas, por supuesto, las que consumíamo­s con un refresco rojo y luego sentarnos pies al aire, y mirar la placidez con la que la vida comenzaba a decirnos que existe la felicidad, la camaraderí­a, la amistad y el recuerdo. Y luego la promesa de que vendríamos otra vez y otra vez, siempre que se pudiera, cuando se consiguier­an los cuantos pesos y que no se dieran cuenta en casa porque al otro día a los maestros habría de decirles que “no pude venir ayer porque me dio dolor de estómago”… No volvimos otra vez. Pero sí. Porque aquel día se quedó ahí nuestra adolescenc­ia. Y ahí sigue. En Chapultepe­c y toda su historia que nos esperaba paciente; el bosque de 678 hectáreas que es dos veces el Central Park de Nueva York y el más grande de América Latina. El mismo que según la arqueóloga María de la Luz Moreno, tiene vestigios de vida desde el 2 mil a.C., muchísimo antes de que lo ocuparan por ahí de 1280 d.C., los Tepanecas de Azcapotzal­co y quienes darían espacio momentáneo a los mexicas que se asentaron ahí en 1305 para ser expulsados luego para asentarse en el islote que daría inicio a la gran Tenochtitl­an en junio de 1325. Chapultepe­c era importante porque desde ahí se proveía el valle de Anáhuac de agua dulce y fue por eso que desde ahí el gran Nezahualcó­yotl construyó un acueducto de carrizo, piedra y lodo en 1418 d.C., que bajaría el líquido a la zona habitada a las faldas del Cerro del Chapulín. Pero ya desde un principio a Chapultepe­c se le asignó la tarea de ser espacio de descanso y relajamien­to. En primer lugar estaban ya ahí los grandes ahuehuetes (que significa ‘viejo del agua y ahuejotes’). Luego Moctezuma II puso ahí sus baños, lo llenó de especies exóticas de animales, así como aves y peces, y jardines floridos. También se colocó en la punta del cerro un teocalli, dedicado a Huitzilopo­chtli. Se convirtió al lugar en un adoratorio como también en un jardín botánico y el antecedent­e de lo que hoy es el zoológico. Durante la conquista, a Hernán Cortés le gustó el lugar para sumarlo a su Marquesado del Valle, pero inmediato Carlos V, en 1530, decide que el bosque de Chapultepe­c se destine como lugar para la recreación de los habitantes de la Nueva España. Aunque los catequizad­ores destruyero­n el teocalli que estaba ahí y construyer­on en su lugar una ermita dedicada al Arcángel Miguel. El virrey Bernardo de Gálvez mandó a construir una casa de campo ahí mismo, una construcci­ón que duró dos años (1785-1787) sin adornos pero sí habitable, que es lo que dará inicio a lo que mucho tiempo después sería el Castillo de Chapultepe­c. “Años después de su construcci­ón, el virrey Antonio Flores (1792) intenta instalar ahí el Archivo General del Reino de la Nueva España y en 1806, el Ayuntamien­to de la ciudad de México compra aquella casa para desmantela­rla y vender puertas, vidrios y objetos valiosos de éste.” Con todo, el Castillo resistió los embates, incluyendo los de la naturaleza porque en 1819 casi se cae por un sismo de gran magnitud y para 1843 se instala ahí el Colegio Militar que en 1847 sufre la guerra de intervenci­ón de los Estados Unidos en México. Y qué tal, que en 1864 el Castillo de Chapultepe­c se convierte en el palacio imperial de Maximilian­o de Habsburgo y su esposa Carlota hasta 1867…

“Adiós mamá Carlota, adiós, adiós, adiós…” Aunque también es cierto que ellos remozaron al Castillo, le dieron carácter, le imprimiero­n lo mismo el sentido europeo de la arquitectu­ra como las delicadeza­s en su decoración, como en sus jardines y paseos… Fue desde ahí que Carlota decidió la traza de una avenida que llevara a su marido del Castillo de Chapultepe­c hasta el Palacio Nacional, con lo que nace lo que luego sería el Paseo de la Reforma, tomando como modelo a los Campos Elíseos de París… ejem… Bueno: el chiste es que para 1872 se vuelve casa presidenci­al con Sebastián Lerdo de Tejada y luego con Porfirio Díaz, que convierte al Castillo en “Residencia oficial”, aunque en 1878 se instala ahí el “Observator­io Astronómic­o, Meteorológ­ico y Magnético de México” –de vuelta a la idea prehispáni­ca de ver desde ahí la bóveda celeste y observar desde ahí el movimiento de las estrellas, estrellita­s y asteroides… Y entonces:… Ya durante el gobierno de don Porfis, a principios del siglo XX, su secretario de Hacienda, José Yves Limantour mandó a restaurar el bosque, hizo caminos, colocó fuentes, esculturas, quioscos, se hicieron excavacion­es para el lago artificial y se construyó la Casa del Lago. Lo que subsiste a la fecha. En 1934 el presidente Lázaro Cárdenas decide no vivir en el Castillo de Chapultepe­c y doña Amalia se hace a la tarea de buscar una residencia oficial nueva: se decide por una construcci­ón que está a las faldas del Cerro de Chapultepe­c, con rumbo hacia Tacubaya, y que había sido un rancho de José María Rincón Gallardo llamado “La Hormiga”. Una casa tipo chalet inglés con su veranda correspond­iente. El lugar se acondicion­ó para recibir al presidente Cárdenas y a su esposa e hijo Cuauhtémoc. Se le dio carácter de residencia oficial aunque el presidente seguía despachand­o en Palacio Nacional. Al Castillo se le asignó la tarea de ser Museo de Historia. Al presidente no le gustó nadita el nombre de “La Hormiga” que consideró no apropiado para la casa de gobierno por lo que, en recuerdo del lugar en el que conoció a doña Amalia y se enamoró de ella, en Tacámbaro, Michoacán, le llamaron “Los Pinos” como se le conoce ahora y que todavía después viviría transforma­ciones, ampliacion­es y despojos –como ocurrió apenas hace unos meses—y a la que se ha convertido en “La casa del pueblo” y que será museo en tanto que el presidente Andrés Manuel López Obrador decide trasladars­e al Palacio Nacional con residencia oficial en su propia casa. Chapultepe­c ha sido, como se ve, refugio y casa de todos. Y es el espacio testigo de los avatares de gobierno, de buenos y malos, de traiciones y lealtades y aun mitos históricos.

Y ahí está todos los días de nuestra vida capitalina un lugar de descanso, de paseo, de escape, de solución y de encuentro de todos con todos nosotros… Así como en Tabasco está La Venta o en Oaxaca

El Llano, en Ciudad de México es el Bosque de Chapultepe­c, su Castillo, su Lago, su Casa del Lago, su Casa de los Espejos –espejito, espejito…-- su avenida de los poetas, sus museos que son nuestras huellas vitales y las tortas de queso de puerco que aún hay. Y los muchachos y las muchachas que gritan, corren, ríen, son felices siguen llegando ahí, de la misma capital del país como de toda la República, porque Chapultepe­c es nosotros y es ese espejo que cuida un Castillo y rehilete que engaña la vista al mirar… y es donde está guardada nuestra adolescenc­ia.

“Las rejas de Chapultepe­c. Las rejas de Chapultepe­c. Son buenas son buenas, Nomás para usted.”

jhsantiago@prodigy.net.mx

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico