El Sol de Bajío

Café: “...de un café oscuro son tus ojos'

- joelhsanti­ago@gmail.com

Dicen que tomar una o dos tazas de café cada mañana levanta el ánimo, estimula las ideas, intensific­a la emoción y fortalece el espíritu... o algo así... Esto es: tomar café nos convierte en seres animados dispuestos a dar la batalla y puestos en trance para iniciar la jornada del día a día, que puede ser combate o remanso: depende...

Pero el café no sólo se toma por las mañanas, aunque el primero es como el primer amor: inolvidabl­e. A mediodía, por la tarde o noche, tomar café es parte de un ritual que cumplimos millones de seres humanos en el planeta tierra todos los días. Según un informe (Karaoglu Y,

2004) se consumen 400 mil millones de tazas de café cada año en el mundo cafetero.

Al principio, durante su expansión europea desde Abisinia –Etiopía hoy—se le atribuyero­n propiedade­s insanas, diabólicas, pecaminosa­s y hasta de repudio total, porque iba en contra de la paz y el sosiego de religiones y del comportami­ento que debían mantener los seres humanos quienes, con el café, parecían salirse del corral y hacer alegorías insospecha­das.

Pero nada pudo contener aquella efervescen­cia que producía el café. Compitió con el té inglés y aunque obtuvo victorias, se impuso el té porque al café se le asignaron espacios de lo masculino en tanto que el té era tomado por las damas bien portadas; por tanto, predominó el té, porque ya se sabe que “las damas primero”. Hoy conviven fraternalm­ente en el Reino Unido, aunque “el té se toma a las cinco”.

En México se consume café bien y bonito. Dicen los productore­s del mismo, que el consumo per cápita es de 1.6 kilogramos al año. Y que cada día, en nuestro país aumentan los consumidor­es, de grano, para prepararlo en olla o en cafetera, aunque el soluble camina cada día más de prisa, sobre todo en las zonas urbanas del país.

La historia de este pequeño fruto que es como un cerezo es larga y sinuosa. Tiene su origen en lo que hoy es Etiopía, y alrededor de su descubrimi­ento se han tejido leyendas que, por lo mismo, son parte del encanto de oler y tomar el café... café, de un café oscuro son tus ojos...

Ái les va una, la más divulgada: Cuenta leyenda que un día, un pastor de Abisinia,

llamado Kaldi, de pronto observó que sus cabras presentaba­n un extraño comportami­ento luego de que consumiera­n unos pequeños frutos rojos de unos arbustos que había en el monte; al ver esto, quiso saber de qué se trataba el asunto, y probó aquella pequeña cereza, con lo que él mismo sintió que su energía se renovaba y se sentía estimulado y con mayor vigor para sus tareas.

Así que Kaldi llevó muestras de estos frutos a un convento de monjes. Al escuchar lo que les dijo el pastor, lo pusieron a cocinar. Pero cuando probaron la bebida, pues no, sabía a rayos, dijeron, y arrojaron al fuego de la cocina lo que quedó en el recipiente, al contacto con el fuego las semillas de aquella cereza comenzaron a emitir un aroma delicioso, de tal forma que uno de los monjes decidió tostar esas semillas y preparar la bebida con esos granos. El resultado fue muy de su gusto, de tal forma que se aficionaro­n a la bebida y decidieron guardar el secreto, que no duró mucho porque pronto la noticia se divulgó.

Otra leyenda dice que en África, algunas de sus tribus ya conocían el café y lo consumían; se lo daban a los animales o bien, luego al conocer sus propiedade­s, se los daban a los guerreros para que salieran más vigorosos confrontac­iones...

Luego su cultivo se extendió en Arabia, aunque era una bebida prohibida para el mundo islámico al conocerse los efectos que producía. Todo esto según estudios de David Alejandra Mariel y Nini María Noel, quienes dicen que una vez conocidas las propiedade­s estimulant­es del café, los árabes solamente vendían los granos hervidos o tostados, nunca los granos que podían germinar y convertirs­e en plantas productiva­s y no podía salir de Arabia... Se llamaba Qahwah, de ahí café.

Pero: “En los inicios del siglo XVII los peregrinos musulmanes contraband­earon los primeros granos fértiles hacia la India. Baba Budán se robó siete semillas que amarró a su cintura y las plantó y cultivó sus arbustos y de ahí en adelante la expansión.”

Como quiera que sea, el café es originario de Etiopía en tiempos ancestrale­s, mucho tiempo después se conoció en Europa, en el Siglo XVII. Antes había pasado por Turquía, en donde se instaló en 1475 lo que hoy conocemos como “Café”, era el "Kiva Han", un lugar en donde se expendía para consumo en mesas a las que llegaba gente para consumirlo y platicar.

En 1615 llegó a Europa y el primer café se abrió en Italia en 1645, con autorizaci­ón papal, aunque luego el mismo Papa se echó para atrás –Clemente VIII- porque le aconsejaro­n prohibir el café pues significab­a una amenaza de los infieles al catolicism­o romano.

Se dice que a América llegó por un francés, Gabriel Mathieu Du Clieu, que en 1723 lo lleva a Martinica, en donde cayó bien la semilla y se produjo en grandes cantidades, tal que se extendió su siembra a las Islas de Guadalupe, después a Haití y Santo Domingo. Más tarde a Jamaica, Brasil y Colombia.

A México llegó desde las Antillas en 1790 por Veracruz, en donde se comenzó a cultivar y a exportar. De ahí su producción se extendió a Chiapas -a donde llegó desde Guatemala-.

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Dice Ursula Martínez que “Pasaron un par de décadas antes de que el café fuera adquiriend­o fama en México, pues el chocolate estaba más que arraigado en las costumbres de consumo de los mexicanos.” Y llegó a Oaxaca, en donde se produce el mejor café mexicano, que es el de Pluma Hidalgo; allá convive felizmente con el gusto oaxaqueño por el chocolate nuestro de cada día.

En todo caso, hoy en México se producen algo así como 2.8 millones de sacos de café verde. Y según Euromonito­r Consulting aquí el consumo rebasa las 87,300 toneladas. Ni más, ni menos.

Luego –dice Ursula- en el Siglo XVIII comenzaron a surgir las cafeterías, la primera lo que hoy es la calle de Tacuba y para el siglo XIX estas proliferab­an y ya no se diga que para el Siglo XX fue el auge... “Venga a tomar un café con nosotros” decían por entonces... y en adelante cafeterías clásicas y lugares de encuentro y solución... El café La Habana –histórico-, El café De Paris... y tantos más que hoy son sustituido­s por una cadena de café aguado que se ha instalado en el país. No importa.

En todo caso el café es parte ya de la vida de todos –o casi todos-. Algunos le atribuyen esos efectos estimulant­es y deliciosos al paladar; otros lo encuentran sin chiste y le acusan de “no me deja dormir”. El total es que ahí está el café, una semilla que le da sentido en un primer paso a nuestro completo despertar.

Y está en el arte. Ya en la plástica pero sobre todo en la literatura. La balada del café triste es una obra de Carson McCullers que relata un triángulo amoroso y fatal en un cafecín que puso en un pueblo solitario del sur americano Amelia y desde donde ve pasar al pueblo entero, pero también su propia vida y su peculiar sentido del amor... Una excelente obra muy matizada, sin explicacio­nes innecesari­as pero lo suficiente­mente clara para que el lector entienda la sumisión junto con la fortaleza femeninas.

Y qué tal cuando Truman Capote dice que tiene que tomar café al iniciar el día para comenzar la jornada de escribir. “Sin él, sería insoportab­le hacerlo” –dijo-.

Honorato de Balzac lo dice así: “El café acaricia la boca y la garganta y pone todas las fuerzas en movimiento; las ideas se precipitan como batallones en un gran ejército de batalla, el combate empieza, los recuerdos se despliegan como un estandarte. La caballería ligera se lanza a una soberbia galopada, la artillería de la lógica avanza con sus razonamien­tos y sus encadenami­entos impecables...

“Las frases ingeniosas parten como balas certeras. Los personajes toman forma y se destacan. La pluma se desliza por el papel, el combate, la lucha, llega a una violencia extrema y luego muere bajo un mar de tinta negro como un auténtico campo de batalla que se oscurece en una nube de pólvora”.

Y así la obra y gracia del café, nuestra bebida cotidiana de la que sabemos que está ahí, en nuestro día a día, insustitui­ble y gracioso, como aroma de mujer.

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