Una tradición que no muere
A unas horas del dos de noviembre sólo faltaban algunos detalles para que la casa estuviera lista para conmemorar el Día de Muertos. Fue formado un caminito de pétalos de flor de cempasúchil, desde la entrada hasta los pies de la ofrenda.
En los diferentes niveles del altar había veladoras, pan de muerto, un plato de tamales y otro de enchiladas. También fue colocado un jarro con atole y hasta una botella de tequila. No podían faltar las calaveras de yeso con un nombre escrito en la frente. Tampoco las de dulce y otros alfeñiques que serían devorados a mordidas después de la celebración. Todo era adornado con flores color naranja, aserrín pintado y papel picado de diferentes tonalidades. Los familiares estaban felices y hasta un poco nerviosos por volver a convivir; aunque fuera por un solo día al año, con esos seres que físicamente la muerte los había separado de ellos, los mismos que seguían vivos en la mente y el corazón de su gente querida.
La abuela lucía el rebozo de seda, el que únicamente usaba en fiestas y ocasiones especiales. El abuelo se puso una guayabera y su mejor sombrero. Se veía muy apuesto; pero impaciente, por lo que su compañera lo tranquilizó: —¡Cálmate, hombre! Todo saldrá bien, como en los años pasados.
—¿Y si nos han olvidado?
—Eso nunca pasará. Mira, ya nomás falta que pongan nuestras fotos en el altar para estar con la familia este día y así demostrarles que nosotros tampoco los hemos olvidado.