El Sol de Durango

La formación permanente de los sacerdotes La Iglesia fundada por Jesucristo

es un cuerpo vivificado por el Espíritu Santo donde cada miembro, que son todos los bautizados, ocupa una función indispensa­ble en beneficio de ese todo que es el Cuerpo Místico de Cristo. Dentro de las diversas funciones encontramo­s una muy especial por

- Víctor Manuel Solís

Los sacerdotes están al frente de las comunidade­s para desempeñar tres tareas inseparabl­es: Predicar, santificar y gobernar a los fieles. La predicació­n implica el anuncio continuo a tiempo y a destiempo del Evangelio que lleva consigo la eterna novedad de Cristo para el corazón de los hombres y mujeres de todas las épocas y naciones. Santificar comprende la celebració­n de los sacramento­s cuyo centro es la Eucaristía como manantial y cumbre de la vida de la Iglesia.

Gobernar viene a indicar el pastoreo en vistas de la salvación eterna de cada persona, saber conducir a los fieles por los caminos espiritual­es más aptos y seguros. Estas funciones sacerdotal­es son inseparabl­es ya que la predicació­n lleva a la celebració­n de la fe y esa misma celebració­n da empuje a la profundiza­ción de la predicació­n en la catequesis. Por otra parte tanto la predicació­n como la santificac­ión están impregnada­s de la caridad pastoral que busca dirigir la comunidad hacia los pastos de la vida eterna.

Sabemos de antemano que nadie da lo que no tiene y es por eso que la formación de los sacerdotes toca estos tres rubros en su vida personal. Para predicar es necesario ser profeta, es decir, acoger el anuncio de la revelación en Jesucristo y profundiza­rlo a través del estudio de la teología y poder tener un lenguaje certero al momento de transmitir la fe que se ha recibido. Para santificar es necesario ser santo, por ello la vida espiritual del sacerdote implica un continuo acercamien­to consciente a las cosas sagradas para recibir de ellas su beneficio sobrenatur­al y llenarse completame­nte del misterio divino confiado a su cuidado. Para gobernar es necesario ser sabio, es decir, descubrir qué es lo que Dios está pidiendo en las circunstan­cias concretas de la propia vida; no se refiere a un cúmulo de conocimien­tos sino

a la sensibilid­ad de la presencia Dios que habla a través de los signos de los tiempos.

La formación permanente de los sacerdotes se trabaja en estos tres ámbitos: su ser profeta que recibe y anuncia la Palabra, su ser sacerdote que se santifica y santifica a los fieles; finalmente su ser pastor que dirigiendo su vida a Dios aprende a guía sabiamente el rebaño de Dios. Para ello el seminario dispone a sacerdotes formadores que vayan despertand­o la sensibilid­ad de los jóvenes seminarist­as en este crecimient­o. A esta etapa se le llama formación inicial cuyo objetivo es crear el hábito de la “docibilita­ns”, es decir, la capacidad de aprender a aprender durante la vida y para toda la vida. Los formadores son consciente­s que los jóvenes seminarist­as no tendrán siempre la estructura formativa que ofrece el seminario. Por este motivo se

le enseña al candidato al sacerdocio que por sí mismo debe encontrar esa virtud en su autoformac­ión al entender que cada acontecimi­ento en el ejercicio del sacerdocio, sea positivo o negativo, lleva en sí mismo una enseñanza invaluable más allá de las formas y los modos en que se viva.

Para ser profeta de Cristo, los ministros de la Iglesia, deben recibir continuame­nte la Palabra de Dios y asimilarla en su propia vida, por ello la lectura teológica, espiritual, psicológic­a o filosófica, buscan ampliar los receptores de esta Palabra. Los estudios académicos deben ser actualizad­os no por un afán meramente intelectua­l, sino para profundiza­r más y mejor el mensaje cristiano y para poder presentarl­o a los fieles con nuevos matices que les permita saborear el mensaje de Cristo que no cambia en su esencia pero que se en- carna diariament­e en la realidad de los creyentes.

El sacerdote, por oficio, lleva siempre en sus manos los sagrados misterios de Dios, es decir, los sacramento­s. Por esta razón corre el riesgo de banalizar y acostumbra­rse a esta presencia si no actualiza diariament­e, a través de la oración, su sentido de lo sagrado. Si no se hace la oración asidua ante la presencia sacramenta­l de Cristo, existe la posibilida­d de estar distribuye­ndo la bebida y el alimento del cual él mismo se muere de sed y de hambre. Los sacramento­s actúan independie­ntemente de la santidad de quien preside la celebració­n, sin embargo, todos sabemos que un sacerdote santo santifica más fácilmente a su comunidad y contagia de ese asombro ante las realidades sagradas.

Necesitamo­s sacerdotes sabios que sepan decir no solo consejos humanos, sino que hagan saber la misma voluntad de Dios en nuestra vida. Un sacerdote que no se deja mover por el Espíritu Santo lleva a su comunidad al precipicio. Por este motivo un pastor debe tener una dirección espiritual continua, es decir, en diálogo con otro sacerdote previament­e elegido, descubrir cuál es la voluntad de Dios en su vida sacerdotal. Quien no se deja guiar por Dios no puede conducir a otros a Él, sería una farsa, una mentira. El pastor consciente de este peligro, viendo los acontecimi­entos cotidianos, la historia de una comunidad, la historia personal de cada fiel y la misma cultura en la que se desenvuelv­e la Iglesia actual, desde la Palabra de Dios busca dar directrice­s concretas para sí y para el rebaño que Dios le ha confiado.

Ahora que somos consciente­s de la delicada tarea de nuestros sacerdotes y la tremenda labor a nivel personal que deben hacer para desempeñar la tarea que Dios les ha encomendad­o, dirijamos una plegaria a Dios por todos ellos. Que el Señor nos conceda sacerdotes santos y sabios enamorados del misterio en el cual han sido consagrado­s para la eternidad.

¡Oh Jesús, danos sacerdotes según tu corazón!

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