La formación permanente de los sacerdotes La Iglesia fundada por Jesucristo
es un cuerpo vivificado por el Espíritu Santo donde cada miembro, que son todos los bautizados, ocupa una función indispensable en beneficio de ese todo que es el Cuerpo Místico de Cristo. Dentro de las diversas funciones encontramos una muy especial por
Los sacerdotes están al frente de las comunidades para desempeñar tres tareas inseparables: Predicar, santificar y gobernar a los fieles. La predicación implica el anuncio continuo a tiempo y a destiempo del Evangelio que lleva consigo la eterna novedad de Cristo para el corazón de los hombres y mujeres de todas las épocas y naciones. Santificar comprende la celebración de los sacramentos cuyo centro es la Eucaristía como manantial y cumbre de la vida de la Iglesia.
Gobernar viene a indicar el pastoreo en vistas de la salvación eterna de cada persona, saber conducir a los fieles por los caminos espirituales más aptos y seguros. Estas funciones sacerdotales son inseparables ya que la predicación lleva a la celebración de la fe y esa misma celebración da empuje a la profundización de la predicación en la catequesis. Por otra parte tanto la predicación como la santificación están impregnadas de la caridad pastoral que busca dirigir la comunidad hacia los pastos de la vida eterna.
Sabemos de antemano que nadie da lo que no tiene y es por eso que la formación de los sacerdotes toca estos tres rubros en su vida personal. Para predicar es necesario ser profeta, es decir, acoger el anuncio de la revelación en Jesucristo y profundizarlo a través del estudio de la teología y poder tener un lenguaje certero al momento de transmitir la fe que se ha recibido. Para santificar es necesario ser santo, por ello la vida espiritual del sacerdote implica un continuo acercamiento consciente a las cosas sagradas para recibir de ellas su beneficio sobrenatural y llenarse completamente del misterio divino confiado a su cuidado. Para gobernar es necesario ser sabio, es decir, descubrir qué es lo que Dios está pidiendo en las circunstancias concretas de la propia vida; no se refiere a un cúmulo de conocimientos sino
a la sensibilidad de la presencia Dios que habla a través de los signos de los tiempos.
La formación permanente de los sacerdotes se trabaja en estos tres ámbitos: su ser profeta que recibe y anuncia la Palabra, su ser sacerdote que se santifica y santifica a los fieles; finalmente su ser pastor que dirigiendo su vida a Dios aprende a guía sabiamente el rebaño de Dios. Para ello el seminario dispone a sacerdotes formadores que vayan despertando la sensibilidad de los jóvenes seminaristas en este crecimiento. A esta etapa se le llama formación inicial cuyo objetivo es crear el hábito de la “docibilitans”, es decir, la capacidad de aprender a aprender durante la vida y para toda la vida. Los formadores son conscientes que los jóvenes seminaristas no tendrán siempre la estructura formativa que ofrece el seminario. Por este motivo se
le enseña al candidato al sacerdocio que por sí mismo debe encontrar esa virtud en su autoformación al entender que cada acontecimiento en el ejercicio del sacerdocio, sea positivo o negativo, lleva en sí mismo una enseñanza invaluable más allá de las formas y los modos en que se viva.
Para ser profeta de Cristo, los ministros de la Iglesia, deben recibir continuamente la Palabra de Dios y asimilarla en su propia vida, por ello la lectura teológica, espiritual, psicológica o filosófica, buscan ampliar los receptores de esta Palabra. Los estudios académicos deben ser actualizados no por un afán meramente intelectual, sino para profundizar más y mejor el mensaje cristiano y para poder presentarlo a los fieles con nuevos matices que les permita saborear el mensaje de Cristo que no cambia en su esencia pero que se en- carna diariamente en la realidad de los creyentes.
El sacerdote, por oficio, lleva siempre en sus manos los sagrados misterios de Dios, es decir, los sacramentos. Por esta razón corre el riesgo de banalizar y acostumbrarse a esta presencia si no actualiza diariamente, a través de la oración, su sentido de lo sagrado. Si no se hace la oración asidua ante la presencia sacramental de Cristo, existe la posibilidad de estar distribuyendo la bebida y el alimento del cual él mismo se muere de sed y de hambre. Los sacramentos actúan independientemente de la santidad de quien preside la celebración, sin embargo, todos sabemos que un sacerdote santo santifica más fácilmente a su comunidad y contagia de ese asombro ante las realidades sagradas.
Necesitamos sacerdotes sabios que sepan decir no solo consejos humanos, sino que hagan saber la misma voluntad de Dios en nuestra vida. Un sacerdote que no se deja mover por el Espíritu Santo lleva a su comunidad al precipicio. Por este motivo un pastor debe tener una dirección espiritual continua, es decir, en diálogo con otro sacerdote previamente elegido, descubrir cuál es la voluntad de Dios en su vida sacerdotal. Quien no se deja guiar por Dios no puede conducir a otros a Él, sería una farsa, una mentira. El pastor consciente de este peligro, viendo los acontecimientos cotidianos, la historia de una comunidad, la historia personal de cada fiel y la misma cultura en la que se desenvuelve la Iglesia actual, desde la Palabra de Dios busca dar directrices concretas para sí y para el rebaño que Dios le ha confiado.
Ahora que somos conscientes de la delicada tarea de nuestros sacerdotes y la tremenda labor a nivel personal que deben hacer para desempeñar la tarea que Dios les ha encomendado, dirijamos una plegaria a Dios por todos ellos. Que el Señor nos conceda sacerdotes santos y sabios enamorados del misterio en el cual han sido consagrados para la eternidad.
¡Oh Jesús, danos sacerdotes según tu corazón!