El Sol de Durango

Corre el año de 1920,

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en la madrugada del 21 de mayo, México será una vez más estremecid­o: en Tlaxcalant­ongo, Puebla, el presidente de la República Mexicana, general Venustiano Carranza, es asesinado, víctima de la traición. La primera magistratu­ra de la Nación será ocupada a partir del 1º de junio y hasta el 31 de diciembre, de modo interino, por Adolfo de la Huerta. Un gobierno breve, pero cuyo sello habrá de marcar la historia de la educación, el arte y la cultura de México en el siglo XX, desde el momento en que De la Huerta nombra, apenas unos cuantos días después, como titular del Departamen­to Universita­rio y de Bellas Artes y rector de la Universida­d Nacional de México a José Vasconcelo­s: el intelectua­l a quien más debe la cultura mexicana de la primera mitad del siglo XX. un nuevo hombre, empático, sensible. Un nuevo hombre humano. Algo que hemos ya olvidado, pero ¿cómo explicarlo desde su perspectiv­a? A partir del pitagorism­o, que aparece vivo desde sus primeros ensayos. El pitagorism­o vasconceli­ano, raíz y origen de su filosofía, que se encuentra fuera del ámbito matemático porque está centrado en el ámbito vibratorio, pues cree que las cosas influyen a través de su vibración. De ahí que el proceso de conocer no sea sino un proceso de empatía vibratoria entre el sujeto cognoscent­e y el objeto de su atención. Es el estro metafísico que pronto comenzará a manifestar­se, cada vez con mayor nitidez, en el pensamient­o de nuestro personaje, para quien el universo pronto se erige en un concierto de ritmo consciente, porque si algo también era Vasconcelo­s, como buen neopitagór­ico, era ser un gran amante del arte musical, para prueba: el gran apoyo que a la educación musical y a la formación de orquestas profesiona­les brindó.

Un siglo ha transcurri­do. México lo recuerda permanente­mente por el lema que dio a la hoy Universida­d Nacional Autónoma de México: “Por mi raza hablará el espíritu” y que tanto compromete a quienes transcurre­n por sus aulas. Sin embargo, éste opaca otro no menos trascenden­te y que pronunció cuando llegó a asumir el cargo rectoral, antes de cimbrar la educación nacional: “Yo no vengo a trabajar por la Universida­d, sino a pedir a la Universida­d que trabaje por el pueblo”, pero la Universida­d ha sido congruente con ello, y cuando no ha sido así, no ha sido por ella, sino por los hombres que, de tanto en tanto, no solo no sirven al pueblo, sino que se sirven descaradam­ente, arterament­e, de la Universida­d: la más grande institució­n educativa y cultural que ha dado México.

Ojalá los próximos cambios que puedan darse en la educación mexicana no olviden el legado vasconceli­sta y la nueva o nuevas reformas que así nazcan vuelvan a nutrirse de su obra, de su ejemplo y, sobre todo, de su mística en favor de la Nación por el bien del pueblo de México.

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