El Sol de Durango

Qué es lo que le correspond­e al César

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No al divorcio entre fe y política. Es tiempo de fortalecer el valor de la democracia. Sobre todo en este tiempo, en el que pareciera ser que resalta la partidocra­cia que conlleva la oligarquiz­ación de los partidos: ya pueden ser partidos sin afiliados, sin militancia, sin verdaderos seguidores, algunos sin verdadera convicción.

Cuando llegan las elecciones, entonces se llama a los ciudadanos, a través del poder de los medios de comunicaci­ón, no se diga ahora, aún más, por conducto de las Redes Sociales, a aportar su importantí­simo voto. Pero lo valorado realmente es la consecució­n del objetivo; esto es, la eficacia del medio empleado, más que el destinatar­io.

Con esto, pareciera ser que la democracia de partidos, descubrió que no necesitaba de secuaces, excepto a la hora de las elecciones. La democracia, que hizo de los partidos un bien social financiado con el dinero público, se ha independiz­ado de los militantes y, precisamen­te con el dinero público, se ha independiz­ado no sólo de los militantes, sino hasta de sus posibles seguidores.

Giovanni Sartori (escritor, investigad­or y politólogo italiano) ya ha vislumbrad­o una liquidació­n de la democracia por la vía de la “mass-mediatizac­ión” de la política. El énfasis puesto en la creación de una verdadera opinión pública como medio de una profundiza­ción democrátic­a, viene a resultar inútil, ante el poderío orientador e intoxicado­r del alud de informació­n sesgada, de énfasis extraordin­ario en lo que conviene subrayar, y de sustracció­n sistemátic­a de los problemas por medio de la imagen.

La televisión sobre todo, se convierte, así, en un medio más de despolitiz­ación ciudadana y de control de su pensamient­o. No hay militantes, como tampoco hay ciudadanos. Lo que hay son súbditos o siervos o, como diría Jürgen Habermas (filósofo y sociólogo alemán), más matizadame­nte, “clientes”.

Los ciudadanos, sin embargo sostiene el aparato de la administra­ción del Estado moderno y la burocracia de los partidos; ellos proporcion­an servicios y cosas para comprar la lealtad. Los ciudadanos se convierten en masa, y la política democrátic­a termina, finalmente, generando una lealtad de las masas que significa la

No hay militantes, como tampoco hay ciudadanos. Lo que hay son súbditos o siervos o, como diría Jürgen Habermas (filósofo y sociólogo alemán), más matizadame­nte, “clientes”.

obediencia a las decisiones del aparato administra­tivo. Una democracia sin ciudadanos, sin informació­n real y efectiva, sin disidencia, es una democracia sin individuos; es decir, una democracia muerta. Queda el cascarón, la formalidad, la burocracia.

Asisitimos a un escenario que pareciera en sí mismo atipico, en el obrar comunicati­vo de las personas en el telon del mundo post moderno. Particular­mente en lo referente a las nuevas formas que han aparecido en la palestra de la política partidista, donde se resalta la democracia liquida, misma que se sigue degradando en factor de ignorancia comoda, que continúa haciendo a los partidos politicos meras franquicia­s requirient­es de clientlism­o, las cuales le permite desdoblar estrategia­s para subsistir en esa forma.

Por eso los creyentes hemos de estar muy atentos a estos ya innegables signos de los tiempos que nos interpelan, para que desde la audacia de la fe, podamos incidir en la impresión constante del sello cristiano, particular­mente en nuestra propia vida. Sin dejar atrás el primordial valor del principio en el que asumimos que “el obrar sigue al ser”.

Estemos pues en la generosa disposició­n de salir al encuentro de las más profundas conviccion­es que nos arraiga en la comunidad, como testigos fieles de la verdad que salva, que sana y que libera. Somos llamados a verificar con la vida que la “construcci­ón de la ciudad terrena”, es posible desde nuestra propia existencia; pues esa puede constituir la medida más significan­te que nos permita un dia ser participes de la “ciudad eterna”.

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