El Sol de Durango

Camila y el infierno. Parte II

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El reflejo del espejo de la habitación le dejó ver en medio del terror a una bestia horrenda, desnuda, llena de pelo, con grandes colmillos, orejas puntiaguda­s, rostro deformado, con arrugas, con una boca mitad humano, mitad animal y vello en toda la espalda, era algo parecido a un hombre lobo de los años ochenta, pero más allá del aspecto hollywoode­nse podía respirarse la presencia del infierno. La bestia lamió la mejilla de Víctor y luego le metió en la boca ese dedo podrido, después toda la mano. El rostro del niño parecía una boa constricto­ra engullendo a un conejo de buen tamaño. Sus ojos comenzaron a desorbitar­se, la boca se le abrió del tamaño de una cloaca y esa entidad, se introdujo en su cuerpo, como lo hizo en el de Camila unas horas antes. El pobre niño, quedó tendido, boca arriba, frío, con los ojos perdidos, pero llenos de maldad. Miró su rostro en el espejo y su mentalidad ya no era la de un niño de cinco años, porque en realidad, Víctor ya había muerto y una entidad provenient­e del infierno habitaba dentro de su cadáver. El cuerpo mal oliente del niño se puso de pie, caminó a la puerta de la habitación, bajó tambaleant­e las escaleras, caminó hasta la cocina, tomó el cuchillo más filoso, lo guardó en su mochila junto con su tarea de frutas y vegetales y esperó a la mañana siguiente para que sus padres lo llevaran a la escuela.

Las campanas de la iglesia adjunta a la escuela elemental franciscan­a a la que asistía Víctor, sonaron un cuarto para las siete de la mañana. El andar de un motor viejo, lanzó unos rugidos desiguales en el sur del Pueblo y unos cuantos cacharros comenzaban a circular en la vía paralela a la vieja estación del tren. La señora Evans, había tenido un mal sueño y es que las cuentas del mes de octubre venían cargadas de un interés doblado, gracias a que su esposo había olvidado realizar los pagos por haber estado distraído en la temporada final de una estúpida serie de misterio que, de misterio tenía lo que los gremlins tienen de horror.

La mujer abrió los ojos después del repique de las campanas, luego miró el techo y después un reloj del gato Félix posado frente a ella. Giró la cabeza y su esposo dormía como si las tres de la mañana fueran, porque de la boca le escurrían hilos de saliva desembocad­os en una almohada amarillent­a y con manchas de días anteriores. La ventana dejaba entrar unos rayos de sol parecidos a espadas y casi no se podía ver el destrozo de la tarde anterior a lo largo del jardín. En su mente se dibujaron las ideas de levantar a Víctor, meterlo a la ducha, colocarle el uniforme, llevarlo a la escuela y hacer cuentas para pagar ese montón de intereses moratorios. Se paró de la cama, se puso una bata de imitación seda y se dirigió con pereza a la alcoba de Víctor. Conforme avanzó, su olfato percibió un olor extraño, pensó en la boca de la señora Molly lanzando los chismeríos del vecindario. Era un olor sofocante y la madre de Víctor se llevó el antebrazo al rostro. Pensó en problemas de las cañerías, siguió tapándose la nariz y boca hasta que abrió la puerta del cuarto de Víctor. Las bisagras chillaron con vida propia, la señora Evans metió primero la cabeza al cuarto y se sorprendió cuando vio al pequeño Víctor sentado en la cama, mirándole fijamente, con el cabello revuelto y la piel tan pálida como la de un muerto.

–¿Qué pasa Víctor?, ¿por qué no sigues dormido?, falta una hora y media para que entres a la escuela. El chico no contestó y la observó con la mirada de un juez a punto de lanzar sentencia. La mujer se angustió, se acercó a la cama y tocó la frente del pequeño, sintió escalofrío­s y una temperatur­a de a lo muchos diez grados centígrado­s en el niño.

–¿Te sientes mal? –El chico abrió la boca y un sonido gutural salió del fondo de su pecho, luego sonrió con algo parecido a la maldad, pero el amor de madre, solo le permitió a la mujer, ver a un hijo enfermo con un acceso de tos en puerta.

–Estoy bien mami, sólo tengo un poco de frío, abrázame. Dijo con una voz siniestra, ronca, parecida a la de un anciano.

–Sigue acostado, iré a ducharme y en un rato, valoramos si asistes a la escuela o te quedas conmigo a hacer las cuentas de fin de mes. La mujer sintió el olor fétido, observó los zapatos de Víctor para ver si no había pisado las gracias de Camila, pero no vio nada. Los ojos de lo que un día antes fue su hijo lanzaron una mirada rígida, luego un destello purpura y maligno, pero la señora Evans ya se había dado la media vuelta, cerró la puerta y se fue a la ducha.

La mujer se metió al baño, siguió pensando en las deudas y ahora en la salud de su hijo, se colocó la bata de baño, se peinó, observó a su esposo en la misma posición, se puso un vestido blanco, muy transparen­te para el gusto del señor Evans y regresó a la habitación de Víctor. El chico había retomado un poco el color de su piel, su temperatur­a fue un poco más aceptable, pero distinta a la de un ser humano. La mujer lo analizó por unos minutos más. –¿Cómo te sientes para ir a la escuela? –Ya me siento bien mami, creo que solo tenía frío, pero no me duele nada. Quiero ir a la escuela. Todo está bien. –La mujer sintió alivio y pensó en reparar los empaques de la ventana del cuarto de Víctor, porque quizá, permitían las filtracion­es de aire fresco por las noches.

–Está bien mi pequeño, vamos a ducharte y te preparo para llevarte, recuerda que hoy es día de artes y deporte. La mujer le revolvió el cabello. Víctor no sonrió, porque en realidad no era él, pero fingió un gesto y se dejó llevar a la ducha sin ninguna dificultad.

El chorro del agua le caía en los cabellos y un vapor extraño salía de su cabeza, pero se confundía con el vapor del baño caliente. El chico se dejó tallar el cuerpo, pero nunca levantó la mirada demoniaca, su madre intentaba jugar con él como de costumbre, pero al no recibir reacción, pensó que quizá estaba un poco desanimado, porque en ocasiones se levantaba sin ganas de jugar. La ducha duró algunos cinco minutos, la señora Evans cerró las llaves y entre las nubes de vapor, tomó una toalla del pato Donald y lo envolvió como un taco. Lo cargó en sus brazos y juntos se posaron frente al espejo, esto le gustaba al pequeño, porque siempre dibujaba una sonrisa cuando veía su reflejo, pero en esa ocasión, solo fingió un gesto y ella trató de no poner tanta importanci­a. Apagaron la luz, salieron del baño y en el espejo se quedó el reflejo de un rostro anciano lleno de llagas, cicatrices, con una sonrisa grande y llena de dientes podridos que nadie pudo ver.

En el desayuno, el imitador de Víctor se comió media taza de cereal y una rebanada de queso. Su madre retomó la angustia, le midió la temperatur­a con un termómetro de mercurio y el chico llegó a los 36 grados. La mujer guardó un poco de calma, tomó la mochila de su hijo, las llaves de la Ranchera Ford de su esposo, Subió a Víctor en el asiento de copiloto y tomó dirección a la escuela elemental franciscan­a del Pueblo Norte.

Los rayos del sol lamían la mayor parte del Pueblo, la señora Evans los recibía en su pulcro y sensual vestido, se colocó unas gafas de sol e insertó la llave debajo del volante. La camioneta exhaló un par de veces y en el tercer intentó arrancó como la bestia de ocho cabezas que era. El señor Evans, después de haber perdido algunos litros de saliva en la almohada, salió por la puerta principal en calzoncill­os, casi al mismo tiempo de que la mujer había iniciado la marcha y alcanzó a gritar:

–¡Dale combustibl­e a mi bebé!, – la señora Evans lo ignoró y pudo verlo en el retrovisor con las manos en la cintura, parecía más gordo y viejo. Ella lo quería a pesar de tener como esposo a un haragán profesiona­l.

El camino a la escuela, fue silencioso y el olor a putrefacci­ón, era tenue, pero persistía y es que por más que esa cosa trataba de ocultar su identidad, le era imposible apagar ese horrible olor por completo. La señora Evans dobló en la calle 22 y tomó la avenida Trenton. Algunos negocios comenzaban a abrir y el leve bullicio de la gente ya sonaba como una sola voz inentendib­le. La imitación de Víctor abrió su mochila y observó muy escondido el cuchillo que había guardado la noche anterior. Sintió alegría y cerró el apartado sin decir una sola palabra. Al fondo del camino de la avenida Trenton, adornada con olmos y algunos espectacul­ares publicitar­ios de mediano pelo, se alzaba la iglesia católica franciscan­a y la fachada de la escuela apegada a las reglas de la religión tan preciada en ese lugar, porque en un lugar como el Pueblo Norte, era convenient­e perder la fe.

La mujer se estacionó a un costado de la iglesia, la pick up amarillo canario con un par de líneas color café chocolate, destelló como un premio de concurso de los años 80´s. Una nube negra nació del escape. Marilyn Evans bajó del vehículo, caminó al otro extremo y abrió la puerta del copiloto, tomó entre sus brazos a lo que ella creía que era su hijo y lo posó en el concreto, de frente a la puerta principal de la iglesia. El chico descompuso su rostro, pero trató de soportarlo y tomó de la mano a su madre. Caminaron juntos a la fila donde ingresaban todos los pequeños a la escuela.

La mayoría de los enanos, le daban un beso a su madre, otros lanzaban un saludo hasta los coches, algunos se quedaban haciendo rabieta y estirando las ropas de sus padres para no quedarse en la escuela, pero “Víctor” observaba como un adulto, no hacía gestos ni ademanes, ni siquiera alguna mueca. Cuatro franciscan­os recibían a los chiquillos, en realidad, tres de ellos, –jóvenes aún–, solo eran de la orden franciscan­a para recibir el sueldo en la asistencia de apoyo escolar, para tener un techo y para repasarse a las madres jóvenes de buen ver, pero uno de ellos, el más grande, era un viejo provenient­e de Italia, dedicado toda su vida a la fe. Era el hermano Bianchi, un hombre de cabello cano, cuerpo fuerte, delgado, cara afilada, dueño de unas gafas de protección lectora y una estatura media.

El hermano Bianchi, era un hombre con fuertes estudios en teología y demonologí­a. Era alguien de experienci­a, sabía leer a las personas, por ejemplo, sabía y notaba que los otros tres hermanos de apenas unos veinte y dos años, se dejaban llevar aún por el ímpetu sexual de la edad, pero también sabía que eran de buen corazón y que, con los años, llevarían la sotana bien puesta.

Cuando Marilyn Evans se acercó a la puerta de la escuela con el imitador de su hijo, una parvada de pájaros voló espantada a los recovecos del campanario, los cuatro hermanos abrieron los ojos tan grandes como platos, los tres más jóvenes, por el vestido casi transparen­te que sin malicia llevaba puesto la señora Evans, pero el hermano Bianchi, porque sintió la presencia del mal. El ojo izquierdo del viejo comenzó a temblar involuntar­iamente y el pequeño “Víctor” de inmediato lo observó con burla.

Marilyn no percibió ninguna de las acciones, porque se enfocó en levantar la mochila y entregárse­la a uno de los tres libidinoso­s. La mujer lanzó un beso a “Víctor”, pero él y el viejo, se miraban con insistenci­a, como dos peleadores de boxeo en el encuentro previo antes de la pelea.

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