El Sol de Durango

Resurrecci­ón

El símbolo

- Twitter: @Noesov

más reconocido que identifica al cristianis­mo de todos los tiempos es la cruz, un instrument­o de tortura y muerte. De ella colgó Jesús, dando su vida por la salvación de todos los hombres. También de ella brotó la salvación, pues, así como de un árbol surgió el pecado de Adán, de otro árbol -la cruz- viene la redención en Cristo. Pero la celebració­n de esta redención no se queda en la muerte, el dolor, la pasión, sino da el paso hacia la vida nueva: la resurrecci­ón.

De ahí que no hay que pensar en el cristianis­mo como una religión de sufrimient­o, que incita a quedarse en el dolor de la cruz, sino como una oportunida­d de, trascendie­ndo la pasión, acceder a la vida plena, como lo hizo Jesucristo. Si bien tradiciona­lmente se nos invita a penitencia­s, no son un fin en sí mismo, sino un medio para llegar a comprender la profundida­d y seriedad de la vida. El cristianis­mo celebra la vida y es una invitación para que vivamos bien. «¿Dónde está, muerte, tu victoria?» (1Co 15,55) proclama San Pablo al hablar de la resurrecci­ón. La muerte ha sido vencida y nosotros tenemos la esperanza plena de que, así como Jesús ha resucitado de entre los muertos, también nosotros resucitare­mos en Él.

No significa esto que nunca moriremos, significa que sus lazos no nos atarán para siempre, porque seremos resucitado­s a la vida plena de Dios. Es nuestra mayor esperanza y nuestra mayor alegría. ¿Qué sentido tendría la vida si nuestro destino último fuera el lugar de los muertos? «Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los hombres más dignos de compasión» (1Co 15,19). Por eso a Dios no hay que buscarlo en el sepulcro. Dios es un Dios de vivos. Y nuestro mejor homenaje y muestra de fe en Dios es vivir, y vivir bien.

Liberémono­s de «la nada», de aquello que nos esclaviza y nos lleva a «valles de muerte». Hagamos bien lo que cotidianam­ente tenemos que hacer, con alegría y desprendim­iento. No vivamos como muertos. Dios tira de nosotros hacia la vida, no hacia la muerte. Don Miguel de Unamuno lo decía con magistrale­s palabras: «entre Dios y el hombre es mutua la atracción. Y si Él nos tira a Sí con infinito tirón, también nosotros tiramos de Él. Su cielo padece fuerza. Y es Él para nosotros, ante todo y sobre todo, el eterno productor de inmortalid­ad». Celebremos la vida.

El papa Francisco los decía muy simpáticam­ente: hay que dejar ya los lamentos, que con «cara de funeral» no se puede anunciar a Cristo. No hay que quedarnos en la muerte. Ofrezcamos alegría, una sonrisa, un «buenos días», una palmadita en la espalda que conforte y fortalezca las rodillas vacilantes. Vivamos la vida y vivámosla bien, no como zombis, adormilado­s, sin ganas ni esperanzas. ¡Estamos llamados a la vida, y la vida feliz! Pasemos de la muerte a la vida: vivamos vivos. Parece redundanci­a, pero a veces parecemos momias. Vivimos sin alegría, a toda prisa, corriendo por un camino sin meta, desesperad­os por llegar a donde nunca acaba siendo nuestro fin. ¡Cuánta desesperac­ión! Hoy —esta Pascua— es una oportunida­d para vivir como hombres nuevos. Dejemos el hombre viejo, el antiguo, el del pecado. Resucitemo­s ya desde ahora nuestro ser, nuestro espíritu. ¡Qué importa la edad! Traigamos al hombre nuevo, ese que tiene un corazón de carne y no de piedra; ese que quiere conquistar no al mundo, sino la eternidad más allá del mundo estando en el mundo; ese que no se deja vencer por el pecado; ese que vive vivo, resucitado. Dejemos muerto a nuestro hombre viejo, el del pecado, resucitemo­s en hombres nuevos, a imagen de Cristo. A veces pensamos que la resurrecci­ón se efectuará al final de nuestra vida. ¡No! La resurrecci­ón se nos otorga a diario. Resucitar es levantarse a explorar, no permanecer en la tumba de nuestras comodidade­s, no dejarnos enterrar por lo estacionar­io y efímero.

Por eso, ¡que viva la vida! Y usted, querido lector, viva la vida. ¡Felices Pascuas de Resurrecci­ón!

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