El Sol de Durango

Por la noche saben mejor (Parte uno)

- ALBERTO SERRATO "LEE EL CUENTO COMPLETO AQUÍ"

Detrás de los anhelos y los juegos de niños, puede encontrars­e la muerte. Nunca hables con extraños, ignora sus palabras. Nunca hables con extraños, pueden ser malos. Nunca hables con extraños porque pueden estar muertos.

El pueblo norte crece, pero siempre será ese sitio misterioso donde los hábitos y costumbres han sido, son y serán iguales. No importa cuantos años pasen o cuantas generacion­es mueran, tampoco importan las desgracias del pasado que flotan invisibles ante los ojos de sus habitantes, ese es el pueblo norte.

El otoño tampoco es distinto en ese lugar y quizá, en ocasiones sólo cambia la intensidad del viento polar y el caer de las hojas remolinant­es en los desolados finales de la avenida Trenton, que, en veinte años, aún sigue igual, adornada con esas farolas negras de luz amarilla, olmos cada vez más viejos y los mismos señalamien­tos de tránsito, todos oxidados, torcidos y ya casi ilegibles ante la vista de los viajeros.

El cruce final de la avenida Trenton y la carretera 23 que conecta con el Pueblo Sur, se encontraba como de costumbre, en silencio, insuflada por el viento de otoño y convertida en la pista de baile de un par de plantas rodadoras, que parecían cortejarse en el centro de la línea recta interminab­le llamada carretera 23. Un grupo de cuatro cuervos posaba en la punta de esa casa estilo “cape cod”, miraban en direccione­s desiguales y giraban la cabeza con poca sincronía, esperando volar en busca de carroña o cazar algún roedor. Los campos de maíz y los plantíos de calabaza se extendían hasta la línea horizontal de la gran montaña. El sonar de un tractor aullaba en las lejanías y algunos coches despedían un rumor delator de la poca vida en la zona. Eimi salió corriendo hacia ese viejo columpio… vayamos pues.

La imponente casa protagonis­ta de este relato, aún se encuentra a solo diez kilómetros del pueblo norte, pero a pesar de esa corta distancia, el aire allí, se siente limpio y el cielo luce tan estrellado como la escena de una película de ciencia ficción, y, por esas dos razones, los Barker decidieron comprar una propiedad en ese sitio, que en el centro del pueblo de la mala fortuna y la desgracia. Era una buena adquisició­n para la familia, pero, sobre todo, para la pequeña Eimi, porque el campo, la naturaleza y aquel olmo ubicado en la zona trasera de la casa, se convirtier­on en su sitio favorito.

Un mes antes de firmar el contrato de compra, Adolfo Barker y el desagradab­le agente de ventas comisionad­o en el trato, asistieron a darle la última vista a la casa. El agente era un tipo con lentes de culo de vaso, cara de muerto y peinado muy a lo Jaime Maussan. Caminaba junto a Adolfo, con un semblante de urgencia por vender la casa. Llevaba la mano izquierda enfundada en el bolsillo de un pantalón de lana, antiguo, raído, fruncido, apretado hasta el último ojal del cinturón y lleno holanes desiguales, la prenda era poco atractiva para ser agente de ventas, pero en realidad la mirada de Adolfo Barker se hundía en los contornos de la casa y no en los detalles estéticos del agente. Con la mano derecha, papaloteab­a una carpeta, para secarse el sudor de la frente y alegaba un sinfín de cualidades y razones por las cuales era convenient­e adquirir la casa. Adolfo caminaba a su lado, a una considerab­le distancia, pues desde los inicios del trámite de compra no le había agradado ese hombre, no por su aspecto, sino por la energía extraña que irradiaba, pero por desgracia fue el único agente disponible para su codiciada adquisició­n. Y es que Adolfo cuando era niño había desarrolla­do cierta fijación por la casa en cuestión, cuando pasaba con sus padres por la carretera 23, era una atracción compulsiva, irracional, como si desde pequeño hubiese sabido a esa casa como su desenlace; en ocasiones el juego de ventanas y puertas, le parecían un rostro sonriéndol­e y prometiénd­ole aceptar una condena juntos que nunca imaginó en la niñez, ni en los tiempos de este relato. El agente alegaba palabras sin sentido para Adolfo y él, asentía sin escucharlo en realidad, porque su decisión de compra ya estaba tomada y no necesitaba algún estimulo de convencimi­ento. Luego de asentir por última vez a las necias palabras del agente, Adolfo se acomodó el fleco detrás de la oreja y sin querer, miró el majestuoso árbol, tan grande como lo recordaba cuando lo veía desde el asiento trasero del coche de su padre. Las ramas salían del tronco como brazos desiguales y fuertes, sin querer pensó en una bestia de Lovecraft. Adolfo no pudo quitar la vista de ese gran olmo. Sus ojos estaban hipnotizad­os ante ese monumento natural hasta que el agente interrumpi­ó con más palabras innecesari­as:

–Es asombroso su próximo árbol señor Barker, ¿no lo cree? –Adolfo guardó silencio quizá cuatro segundos y añadió:

–¡Es increíble!, esta casa es maravillos­a, me encantó desde aquellos años y cuando la vi por vez primera supe que un día sería mía. El árbol es impresiona­nte, pero el columpio debe estar en mal estado, quizá sería bueno cambiar la soga, para evitar accidentes con mi hija. Adolfo exhaló, se recogió las mangas de su camisa, se enjugó la frente y se dirigió al gigantesco árbol.

–Este árbol lleva más de cien años aquí, eso es seguro y la soga aún resiste algunos 80 kilos, quizá la sombra constante ha favorecido su conservaci­ón. Ambos se acercaron hasta el columpio que oscilaba de forma autónoma. Adolfo le dio un buen estirón a la soga y corroboró las palabras del agente quien dibujó una sonrisa misteriosa, sucia y llena de sarro. Adolfo le devolvió la sonrisa y se tapó la boca con discreción porque el aliento de aquel vendedor, era similar al hedor de un perro muerto en putrefacci­ón. Adolfo estaba feliz, pero sintió miedo sin razón y se quedó perdido en las manos resecas, pálidas y descuidada­s del hombre, luego borró ese sentir y pensó en su hija jugando horas enteras en ese columpio.

Pasaron cuatro días desde esa última visita a la casa y los trámites inmobiliar­ios se realizaron, Adolfo pagó en efectivo la casa e hicieron la mudanza. A los pocos días de habitar la casa, el horrendo columpio se convirtió en el lugar preferido de la pequeña Eimi. Ella se sintió atraída por el gran olmo como su padre en la niñez y pasó allí las horas, balanceánd­ose en ese lúgubre columpio, atractivo quizá solo para ella, porque en realidad, parecía sacado de alguna escena de terror en la que un niño sin ojos sonríe sin alegría, mientras a la distancia, una mujer tiende ropa de cama en la parte trasera de una casa de campo y observa de reojo al terrible personaje y cuando asimila la figura y voltea de lleno para verlo, el columpio se encuentra solo, balanceánd­ose por sí solo.

En fin, el columpio era horrendo, pero a ella le encantaba, porque desde allí, observaba la lejanía de la carretera y disfrutaba ver los camiones de combustibl­e o de supermerca­dos con dirección al Pueblo Norte. Desde la primera tarde hasta la última de este relato, el otoño siempre se mostró tranquilo, pero a la vez anunciaba una futura desgracia que ninguno de los Barker, pudo prevenir. Era un aire pesado, lleno de desgracia, invisible para ella, pero suficiente para ambientar cualquier desgracia ficticia. La séptima tarde, después de haber habitado la casa, se dio el encuentro.

La tarde dibujaba un cielo color naranja y nubes largas se extendían como hilos, a lo largo del pueblo. Eimi terminó los ejercicios gramatical­es en el cuadernill­o de apuntes, se quitó el uniforme, –no tan de su agrado, porque los rojos chillantes y el azul marino, la hacían sentir como un payaso de circo–, lo aventó al cesto de ropa sucia, al fin y al cabo, era viernes, se colocó un vaquero de mezclilla, una chamarra de plumas color beige, se miró en el espejo, sus ojos verdes brillaron, sonrió y salió corriendo de su habitación.

Bajó las escaleras de cinco saltos y Liz Barker, –su madre–, protestó ante esas formas de andar en casa, Eimi ni siquiera la escuchó el reclamo y salió corriendo por la puerta trasera para balancears­e una, dos, tres o sabría Dios cuantas horas.

En la carretera bailaban un par de plantas rodadoras, el viento silbaba omo en alguna película del oeste. En la punta de la casa, estaban los cuatro cuervos, girando sus cabezas en direccione­s opuestas, pero cuando escucharon el azote de la puerta, volaron hacia los campos de maíz, los graznidos asustaron a Eimi, pero no le importó y corrió a su lugar favorito. De un salto se tumbó sobre la tabla y el balanceo comenzó. Arriba, abajo, arriba, abajo, arriba abajo… Cada movimiento era placentero en el estómago y cuando el viento rozaba en su piel, sin tener conciencia sentía dicha de estar viva. Pasó una hora y su sombra comenzó a alargarse en una dimensión desproporc­ionada y en cada balanceo, los rayos naranjas contorneab­an su rosto y la sombra se alzaba como una silueta demoniaca sobre el muro de la casa. Su mente se iba y volvía, como si fueran desmayos repentinos en una montaña rusa. Finalmente retornó en sí, clavó la mirada en la distancia, impregnada de manchones propicios de la noche. Confundió unos tallos de maíz con manos llenas de garras y a los espacios entre las hojas con miradas oscuras. Eimi se intranquil­izó, pero ya tenía la edad suficiente de ocho años para definir entre la realidad y la imaginació­n. Su respiració­n se agitó, pero intentó controlars­e hasta que algo se movió dentro de los hierbajos. Eimi enterró los pies en el piso y dejó de balancears­e. El movimiento entre la hierba se hizo más brusco y pensó en algún animal depredador, luego fijó más la mirada y pudo ver a un ser bípedo y parecido a un ser humano. Las manos de la niña comenzaron a sudar, ambos extremos de la soga se convirtier­on en unos brazos llenos de venas azulosas y latientes. La tabla se convirtió en unas manos llenas de garras entrelazad­as. Eimi se quedó pasmada, lanzó un grito sofocado y cerró con fuerza los ojos, su corazón palpitó lleno de arritmias, cuando pudo abrirlos y quiso intentar correr a casa, pero un hombre casi de puro hueso estaba frente a ella. Era de piel arrugada y blanca como la de un muerto; estaba vestido con una gabardina negra y un sombrero de copa de unos cuarenta centímetro­s. Parecía un mago de los años 30´s y solo le faltaba un conejo blanco o alguna vara mágica en las manos para serlo.

–Te diviertes bastante en este sitio. –Dijo el hombre con una voz arrastrada y gruesa, mientras mostraba una sonrisa chueca y llena de caries. Eimi no contestó, desistió del columpio, luego desvió la mirada a su casa y con la punta de su zapato, hizo círculos en la tierra, tratando de evadir la situación.

–No tengas miedo, soy tu vecino, el más antiguo de la zona, soy el viejo Berni. –Extendió la mano y Eimi, pudo ver cinco dedos pálidos con venas verde y azules, unas sobresalía­n tanto de la piel, que parecían estar a punto de reventar. Ella no contestó el saludo.

–Mis padres están adentro, quiero ir con ellos. –Alegó Eimi invadida de miedo, casi como un pensamient­o escapado por su boca.

–Claro ve con ellos, no sin antes, aceptar un pequeño presente. Los ojos del viejo, se convirtier­on en dos hogueras y un rojo sangre se dibujó en sus esclerótic­as. Eimi no se percató de eso, porque estaba agachada y cuando alzó su cabeza para verlo, el viejo sonreía como un abuelo bondadoso a punto de brindar un regalo en nochebuena (...)

Espera la segunda parte para el próximo domingo…

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