El Sol de Durango

POR LA NOCHE SABEN MEJOR. PARTE II

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Bernie seguía con la mano extendida y al no recibir el saludo de la pequeña, regresó su mano y la metió en la bolsa interior de su gabardina y de ella, sacó un caramelo de rayas rojas y blancas en forma de bastón. Era tan brillante como el efecto de un dibujo animado.

Eimi, al verlo lanzó una sonrisa y extendió la mano para recibirlo.

–No es necesario que lo comas ahora, puedes hacerlo más tarde o también por la noche se disfrutan más, son deliciosos, pero recuerda algo, esto es nuestro secreto, no cuentes a nadie que vine de visita, mejor si te gusta el caramelo, mañana cuando vengas a jugar, te puedo obsequiar uno para mami y otro para papi.

Aunque el viejo Berni tenía el rostro de un muerto y el alma incendiada de maldad, Eimi sintió confianza por un momento y guardó el caramelo en la bolsa de su chaqueta. –Gracias, ¿dónde vives viejo Berni? –Eso no importa ahora, lo bueno es que ustedes están aquí. Te dejo pequeña, ahora debo marcharme. Recuerda mi sugerencia: por la noche saben mucho mejor.

Eimi giró su cabeza durante algunos diez segundos para ver si mamá o papá podían verla con el viejo Berni, pero cuando regresó la mirada hacia el hombre, éste ya había desapareci­do junto con el sol. El columpio se balanceaba lento, al ritmo del viento. Eimi entró a su casa, el olor a leña le caló hondo, no comentó nada a sus padres quienes se encontraba­n en la sala, al fuego de una chimenea. Caminó sigilosa, para no ser escuchada, pero su padre sin voltear exclamó:

El columpio se balanceaba lento, al ritmo del viento. Eimi entró a su casa, el olor a leña le caló hondo, no comentó nada a sus padres quienes se encontraba­n en la sala, al fuego de una chimenea. Caminó sigilosa, para no ser escuchada, pero su padre sin voltear exclamó:

–¿Todo bien, cariño? Es hora de la merienda. –Dijo Adolfo luego de dar el último sorbo a una taza con chocolate.

–No tengo hambre, papá, ¿puedo ir a la cama sin la cena? –Sus padres se observaron y sin decir una sola palabra, se miraron y tradujeron las palabras de Eimi en una noche de sexo bajo el calor de la chimenea, ambos aceptaron y la pequeña se sintió triunfante al sentir escabullir­se con ese extraño caramelo escondido en el bolsillo de la chaqueta. Prendió la luz de la habitación y se tendió en su cama, sacó el caramelo de la bolsa. Pensó en el demacrado rostro del viejo Berni y en el por qué de ese secreto y no poder contarles a sus padres que había ido a visitarles esa tarde. La envoltura era el sello de garantía ante tal secreto, en su cabeza rondó la frase: “Por la noche, saben mucho mejor”.

La cama era blanda, pero su pensamient­o rígido, se debatía entre comerlo o no, pues anteriorme­nte, en la escuela ya habían tenido la lección de no hablar con desconocid­os, pero el viejo Berni a fin de cuentas era un vecino y quizá la desconfian­za era exageració­n de la niña. En fin, Eimi jaló un pequeño pliegue de la envoltura con sus colmillos y pudo sentir un aroma intenso a menta, pensó en pasta de dientes, luego en el dentista y duró observando el caramelo durante algunos diez segundos y si el anciano hubiese estado presente, se habría llenado de orgullo al saber que Eimi estaba a punto de comer el obsequio. La pequeña abrió la boca y el sabor de aquel dulce, excitó sus cinco sentidos. Su mirada comenzó a crear ondas extrañas y la recepción del espacio fue asimétrica y desigual. ¿Una droga?, ¿un veneno?, ¿solo su imaginació­n? Eimi sintió deseos de vomitar, como pudo caminó a la ventana e intentó tomar un poco de aire, su visión volvió a la normalidad y ahora pudo ver en medio de la noche y la neblina, aquel olmo siniestro y a su lado una silueta balanceánd­ose en aquel horrible columpio, así es, era una versión fantasmagó­rica de ella misma, enfundada en un vestido blanco, con unos pies verdes, descalzos y llenos de tierra. La inocente sintió un escalofrío y cuando estuvo a punto de gritarle a sus padres, aquella entidad, comenzó a flotar en dirección a ella. La cosa tenía unos ojos hundidos como heridas de bala, la neblina se disipó a su paso y dejó ver una sonrisa de anciano con un solo diente y una lengua blanca. La cosa se alzó y avanzó con más rapidez y si Eimi hubiera tenido 60 años más, seguro habría muerto de un infarto, pero su corazón latió igual que tambores a destiempo, aquella entidad en forma de vapor se posó frente a ella. La única separación entre Eimi real y la impostora, era el cristal de la ventana, el fantasma se desvaneció y se introdujo por las rendijas del póstigo y luego por las fosas nasales de Eimi. Sin opción de escape, ella aspiró todo el vapor hasta que la figura desapareci­ó en medio de un rayo de luna que se estrellaba en su habitación. El mareo se disipó y la pequeña volvió a realidad, se recostó, sin darse cuenta, se orinó en la cama y luego se marchó al mundo de las pesadillas.

En esa pesadilla, Eimi se encontraba en ese columpio. El cielo era negro, pero no gracias a la noche, sino a un gas que flotaba por encima del Pueblo Norte. El olmo ya no era aquel árbol frondoso y ahora se convertía en un cúmulo de ramas secas y lejanas de la vitalidad. Ella intentaba subirse al columpio, pero una fuerza extraña la repelía. Lo intentó una, dos, tres, quizá cuatro veces y luego de eso, del árbol, comenzó a emerger una figura extraña con tentáculos babosos y largos como los de un calamar, pero con el rostro del viejo Berni.

–Comiste el caramelo, pequeña Eimi. Eres buena, eres obediente, mereces lo mejor. Ella no sintió miedo, por contrario, aquella bestia era una especie de deidad por la cual sentía respeto.

–Si, señor Berni. A mis padres también les encantará probarlo.

–Estoy seguro de eso, les encantará. Son deliciosos, son encantador­es, son mágicos. En uno de los tentáculos, apareciero­n dos caramelos iguales y Eimi sin reparó, los tomó para colocarlos en su bolsillo, luego, con otro tentáculo rodeó el cuello de la pequeña y se convirtió en una soga gruesa. La pequeña a pesar de sentir asfixia, sonrió y sus ojos denotaron felicidad. La soga se apretó y cuando estaba a punto de asfixiarse, despertó con el graznido de un cuervo posado en su ventana. En su mano derecha tenía los dos caramelos de la pesadilla.

Eimi estaba agitada, con la cabeza a punto de explotar y su único pensamient­o era obsequiar esos misterioso­s caramelos a sus padres, quienes ya se encontraba­n en la planta baja preparando el desayuno. Sintió un poco de ardor en el cuello, pero no le tomó mayor importanci­a. Se puso de pie, caminó al espejo para echarse un vistazo, tenía una línea rojiza de oreja a oreja como si fueran marcas de una soga, lanzó una pequeña sonrisa con tintes de maldad, se colocó un suéter estilo tortuga, un pantalón verde de lana, guardó los caramelos en su bolsillo y bajó a la cocina. Sus pasos eran desincroni­zados y su comportami­ento era igual al de un actor haciéndola de muerto recién levantado de la tumba.

Sus padres la miraron con extrañeza y le ofrecieron desayuno.

–¿Te sientes bien Eimi?

–Me duele un poco la cabeza, no tengo apetito. –Expresó con la cabeza agachada. Su padre se levantó y le tocó la frente, no había fiebre.

–Estoy bien, solo tengo náuseas, si hoy las cosas no mejoran yo te lo hago saber. Adolfo y Liz se miraron preocupado­s, no solo por el aspecto de su hija, sino por el tono de su voz. Era distinto como si se hubiera comido un kilogramo de arena, se calmaron un poco, tomaron como límite hacia la habitación, luego, dio la media vuelta y sacó los caramelos

ese día para observarla y trataron de no exagerar el asunto.

Con penas probó los panecillos calientes y se levantó de la mesa, arrastró su existencia del bolsillo de su pantalón.

–¡Lo había olvidado! Estos caramelos son deliciosos, nos los regalaron ayer en la clase de gramática. Es un ejercicio de convivenci­a, debemos compartirl­os con nuestros padres, la maestra dijo que por la noche saben mejor. Eimi extendió la mano, Adolfo los tomó y luego le regaló una sonrisa.

–Gracias hija, hoy por la noche los comeremos, sabrán mejor. Eimi no contestó y caminó a su habitación. Ellos, se quedaron en la mesa, terminando el desayuno. Un reloj de pared marcó las diez de la mañana. Adolfo se lavó los dientes, buscó una chaqueta y se fue a hacer sus actividade­s del día. Liz tuvo el día libre y estuvo al pendiente de Eimi la mayor parte del tiempo y no vio necesario llamar al Doctor para una consulta a domicilio, a fin de cuentas, era un simple resfriado y con un poco de reposo era suficiente.

En la mente de Eimi, las cosas fueron distintas, porque mientras su padre estuvo en el Pueblo Norte, afinando detalles para mejorar la estadía en la nueva casa, ella estuvo recostada, girando en la cama sin descansar en realidad, casi en un estado de despersona­lización que solo ella podía percibir. Miles de pensamient­os horrendos apareciero­n en su cabeza, pensamient­os destructiv­os que a cualquiera le hubiesen enfermado, pero a ella, sin explicació­n comenzaron a serles atractivos.

Primero, imaginó a su madre lanzándose desde un acantilado y cuando le veía el rostro de desesperac­ión en medio del vacío, Eimi sentía gusto y deseos de ver como se estrellaba en las rocas salientes del mar. Después, en otro pensamient­o, podía ver a su padre, conduciend­o su maverick hasta las orejas de borracho. Veía cómo aceleraba de cero a cien en menos de diez segundos y cómo direcciona­ba el volante contra una casa habitación, para estrellars­e y quedar fundido entre el concreto y los fierros retorcidos. A ella le resultaba divertido pensar en el suicidio de sus padres, pero lo que le fascinó a ella por completo, fue pensar en las mil y una maneras de verlos muertos.

La noche llegó y el Maverick de Adolfo rugió en las afueras de la casa Barker, bajó del auto, el motor exhaló por última vez y un vapor azuloso se dejó ver en un costado de los neumáticos. Sintió recorrer un escalofrío en el cuello cuando vio a un cuervo posado en la cornisa de la casa, no intentó ahuyentarl­o, porque el animal parecía estarle mirando, así que trató de ignorarlo. Se ajustó la chaqueta, vio que la neblina comenzaba a formarse, cerró su carro y caminó al pórtico para entrar a cenar, descansar y quizá, probar las mieles de la noche anterior frente a la chimenea.

La casa, igual que la noche anterior, olía a leña. Tonos rojizos dibujaban los contornos de los muebles y las siluetas de lo que la luz del fuego alcanzaba a bañar. En medio de la sala y encima de un tapete de oso, se encontraba Liz, con una manta cubriéndol­e por completo el cuerpo y con una taza de café americano envuelta en ambas manos. (Sigue en el QR)

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