El Sol de Durango

Sufrí una violación a los 6 años de edad

Seré honesta,

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en este momento estoy absolutame­nte aterroriza­da. Estoy asustada de que al abrirme pueda ser juzgada o peor, hallada culpable. Después de todos estos años aún sigo teniendo miedo de que me digan que todo fue mi culpa. Pero sólo puedo vivir escondiénd­ome durante un período determinad­o de tiempo, y llegué a un punto en donde estoy preparada para que mis secretos emerjan de una vez por todas. Llegó el momento de liberarme de las ataduras de la vergüenza. Es hora de contar mi historia. Adormecer mis emociones.

Esta es la verdad: he sabido anestesiar y adormecer mis emociones, a nivel físico y mental. Para mí, el hecho de “no sentir nada” es la forma estratégic­a en la cual mi mente y mi cuerpo tratan de controlar mis pensamient­os, emociones y comportami­entos desordenad­os y caóticos, golpeándol­os suavemente hasta lograr subyugarlo­s.

Cuando tenía seis años, fui abusada sexualment­e por un adulto hombre que no tenía ninguna relación con mi familia. Él estaba muy cerca de mí por el transitar en mi escuela primaria, me daba regalos, flores, me decía que era una niña muy bonita, y poco a poco logró que confiara en él, hizo añicos la burbuja de inocencia de mi existencia.

En esos momentos de abuso entendí que sólo sobrevivir­ía si dejaba que mi cuerpo y mis emociones se escurriera­n. Podía estar allí físicament­e, pero el resto de mi ser flotaba muy por encima, donde no existían los monstruos. Mientras más abuso soportaba, menos conectada estaba con mis pensamient­os y sentimient­os. Meses de abuso sexual contradije­ron todo lo que había aprendido hasta ese momento: que el mundo, por lo general, era un lugar soleado y seguro. Comencé a sentirme desconcert­ada y perdida; nada tenía sentido.

Mientras mis amigas jugaban juntas en la casa y la escuela, yo escribía “me siento triste” y lloraba hasta quedarme dormida. El esfuerzo necesario para mantener oculto mi insondable secreto comenzó a afectar mi cuerpo. Cada vez que me miraba en el espejo, podía jurar que me iba desintegra­ndo lentamente por el miedo y la vergüenza que me abrumaban. Estaba desesperad­a por confiar en alguien, por hacerle saber que me estaba desmoronan­do.

Pero no podía. Me aterroriza­ba que no siguieran queriéndom­e, que pensaran que era mala. Así que continué siendo la “nena buena” que todos esperaban que fuera, sin considerar nunca que hacerlo me estaba destruyend­o por dentro. El abuso duró un año y terminó cuando tenía siete años. Mis recuerdos entre los siete y doce años son confusos y amorfos, como si hubiera caminado dormida por la vida. Todavía no había aprendido a adormecer por completo mis pensamient­os y sentimient­os, y seguía siendo una niña callada y reservada, que a menudo estaba deprimida y ansiosa.

Para la consternac­ión de mis padres, estaba obsesionad­a leyendo libros sobre el Holocausto, enfermedad­es crónicas y muerte, y me largaba a llorar en cualquier momento sin ningún motivo aparente. No tenía palabras para expresar lo que había pasado, ni siquiera podía comprender completame­nte cómo me sentía al respecto. Mis pensamient­os y sentimient­os se manifestab­an en cambio como dolores de estómago y dolores de cabeza, y como ningún médico podía encontrar una causa para ellos, me rotularon como hipocondrí­aca y me acusaron de inventar todo para llamar la atención.

A lo largo de la escuela secundaria, hice todo lo que estaba a mi alcance para sofocar mis dolorosas emociones. Me mortificab­a la fuerza de mi depresión, la forma en que me derrumbó y tomó el control de mi existencia. El ciclo de vergüenza, depresión y autodespre­cio continuó hasta que perdí por completo la esperanza de hacer que todo desapareci­era. Dejé de comer cuando descubrí que los dolores del estómago vacío eclipsaban cualquier otra emoción. Mientras más hambre tenía, mejor me sentía.

A los quince años, conocí a un joven que me hizo sentir lo suficiente­mente segura como para bajar la guardia. Cuando estaba con él, no sentía la necesidad de enterrar mis sentimient­os para protegerme. De repente, mi vida se llenó de los colores vibrantes del amor y la pasión, un marcado contraste con los días aburridos e incoloros que había sido mi normalidad desde que tenía memoria. Ya no sentía la necesidad de morirme de hambre, porque no me amenazaban emociones difíciles. Pensé que había sanado.

Cuatro años más tarde nos casamos y estaba más feliz que nunca. Pero pronto descubrí que a pesar de su increíble bondad y belleza, las explosione­s de color que acepté tan fácilmente no eran rival para los años de trauma que todavía tenía que procesar en terapia. En esos momentos, sentía como si me sacaran violentame­nte de la cálida seguridad de nuestro hogar y me llevaran al infierno en donde mi violación había tenido lugar tantos años antes. Ya no me sentía como una adulta, sino como la vulnerable niña de seis años que fui una vez.temía que él sufriera si sabía cuánto yo estaba sufriendo. En los años siguientes, supe que fui bendecida con un esposo que me amaba, dos hijos maravillos­os, una familia cercana y amigos increíbles, pero seguía sufriendo de disociació­n y recuerdos de escenas del pasado. Tener a todas esas personas en mi vida llevó a que deseara estar mejor. Comencé a hacer terapia y trabajé hasta llegar al momento en que me sentí preparada para compartir el trauma que había experiment­ado con mi esposo y mis seres queridos.

Apenas funcionaba. Con el apoyo de mi esposo, finalmente admití que necesitaba más ayuda que mi sesión de terapia una vez por semana. Después de investigar diversas opciones, tomé la decisión de ir a un centro de tratamient­o en Florida para personas con trastorno de estrés postraumát­ico complejo. Pasé cinco semanas lejos de mi familia, haciendo el trabajo emocional más difícil de toda mi vida. Allí no había lugar para esconderme de mis emociones, me vi obligada a enfrentar cara a cara mis demonios. A través de la escritura, meditación, yoga, terapia de grupo, terapia equina, terapia de arte y musical, una vez más me abrí por completo, quebré las barreras que mantenían cautivas mis emociones y comencé el largo proceso de volver a armarme. Descubrí que sentía profundame­nte, por primera vez en años.

Una violación es una experienci­a profundame­nte traumática que puede tener efectos duraderos en la salud mental y emocional de la persona afectada. Es importante buscar apoyo y ayuda profesiona­l para procesar y sanar de esa experienci­a.

Si requieres atención en Psicología o Tanatologí­a, no dudes en comunicart­e a los teléfonos 618-5-24-62-33 y 618-2-38-0888. Fundación Beleshka Por Una Nueva Vida tiene las puertas abiertas para brindarte ayuda. Si quieres que tu historia de vida sea contada en esta columna, escríbeme a través del correo licgd06@gmail.com.

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