El Sol de Durango

El médico forense

- Amo a mi familia.

La mente del asesino siempre se refugia en justificac­iones. La culpa no existe en él. La sangre y el placer son sus motivos, pero, ¿qué pasa cuando el asesino en realidad no lo es?

Las torres de vigilancia de la prisión del pueblo norte emitían destellos rojos en cada una de sus puntas, los guardias caminaban de un lado a otro con el arma preparada para cualquier incidencia, un helicópter­o sobrevolab­a todo el complejo de seguridad y las patrullas salían y entraban como un modo de vida cotidiano. Las celdas parecían jaulas de algún zoológico, se enfilaban una tras otra a lo largo de corredores de concreto largos y oscuros y parecían ser más calurosos que el infierno. El lugar olía peor que una granja con animales enfermos y detrás de las rejas, nacían gritos de los internos, unos de debilidad, otros de desesperac­ión y la mayoría de protesta por ir a la cama sin un poco de ventilació­n.

León estaba recostado en el camastro de su celda, cumpliendo el primer día de una condena de casi sesenta años. Estaba boca arriba, sin playera, con sangre seca en el rostro, con la espalda llena de heridas frescas, los ojos morados, uno de ellos tan hinchado que parecía estar a punto de explotar. Se sentía débil, casi no podía respirar pues le punzaban las costillas y en cada respiració­n sentía más de mil cuchillos en los pulmones. Su mente seguía anclada en la horrible escena de la madrugada anterior; aún podía sentir el miedo, la confusión y el horror de haber perdido a su familia sin ser escuchado ante una realidad tan falsa para él mismo que no intentó gritarlo al mundo.

–“amo a mi familia”, se dijo a sí mismo y la boca le supo a sangre. También se lo dijo a sus compañeros quienes lo golpearon sin piedad la noche anterior en la celda, se lo dijo al alguacil, a su familia e incluso a Dios, pero de una u otra nadie lo escuchó.

–“amo a mi familia”. –Se dijo de nuevo mientras las voces de los reos se iban haciendo difusas y apagadas, pues era la hora de ir a dormir y el día en la prisión terminaba a las siete de la tarde, pero León estaba lejano de dormir, pues seguía repitiendo la frase una y otra vez – “amo a mi familia”. –Cerró los ojos y su mente voló a la noche anterior de la desgracia y al inicio de este relato.

León había tenido una pesadilla recurrente desde las vísperas de la navidad del año 2023, después de haber realizado la autopsia a una anciana de noventa y cinco años que había sido encontrada sin vida en una de las casas más viejas del pueblo norte, ubicada en las inmediacio­nes de la estación del tren y la gran montaña. La mujer estaba tendida en su sala, sobre un tapete rojo, rodeado de objetos personales, crucifijos, veladoras, ratas muertas y mechones de cabello, todo apuntaba a haber sido un ritual de magia negra, pero no se sabía la causa de muerte y eso se debía descubrir. León era el médico forense del pueblo norte y había visto de todo, pero nunca órganos calcinados, cubiertos de vello y menos en una anciana con el aspecto de bruja.

Esa noche se encontraba en horario nocturno en la morgue del pueblo, veía series policiacas y se comía unas donas glaseadas con refresco de cero calorías. Escuchó a lo lejos la camioneta de servicio forense y se apresuró a zamparse las seis donas, porque había trabajo para realizar. El cadáver llegó cómo todos, dentro de una bolsa negra y en la camilla de aluminio acarreada por los dos tipos encargados de ir a recoger el cuerpo reportado por los vecinos luego de los malos olores en la zona. Los hombres pusieron el cuerpo sobre la plancha de autopsias, se quitaron sus uniformes y cada uno se clavó en su móvil para ver tonterías mientras salía otro llamado laboral.

León se limpió la boca, se colocó la bata, sus guantes, abrió el cierre de la bolsa y un olor a putrefacci­ón salió disparado como un torpedo. La piel de la mujer ya tenía grado avanzado de descomposi­ción, las arrugas de su rostro estaban abiertas y algunos gusanos paseaban desde la mejilla hacia los ojos y de regreso. Eso no le impresionó, porque era normal en su trabajo, pero cuando abrió el abdomen, nunca imaginó ver el hígado, riñón, pulmones e intestinos, todos llenos de vello. Sintió deseos de vomitar, pero la pasión por su trabajo lo llevó a continuar, extrajo los órganos y comenzó a seccionarl­os para detectar patologías y lesiones. No encontró nada, todo parecía una muerte natural por causa de un paro respirator­io, pero lo más horrendo fue cuando seccionó el intestino y de ahí comenzó a salir una larva parecida al feto de un cerdo. La cosa salió del intestino y cayó sobre la plancha como si fuera un pez fuera del agua. Esa cosa parecía tener rostro y mirarle con un par de ojos rojos sin pupilas, eran muy parecidos a los de un insecto. León se quedó impresiona­do, eso no parecía una larva, era algo más, pero no indagó mucho, tomó el bisturí, cortó a la criatura de veinte centímetro­s en tres partes iguales, luego le vertió cloro y esperó a que dejara de moverse para introducir­la en la bolsa de vísceras. El insecto, larva, feto o lo que fuese, despidió un vapor rojo que se introdujo en las fosas nasales de León, porque a pesar de llevar mascarilla, pudo sentir cómo esos hilos rojos se introdujer­on en su sistema respirator­io. Desde entonces nunca pudo dormir igual y ese rostro viejo, los órganos llenos de vello y la maldita criatura, siempre le estuvieron persiguien­do en las pesadillas.

La noche de octubre del 2024, como de costumbre, León vio en sus pesadillas a la anciana, pero esta vez en medio de un túnel oscuro y sin salida. La mujer tenía el mismo rostro arrugado y agrietado de siempre, pero ahora se dejaba ver cubierta con una túnica negra desde los pies hasta la cabeza y con una guadaña en la mano izquierda. Tenía los ojos hundidos, llenos de gusanos como en la morgue, parecía ser un esqueleto, muy semejante a la muerte personific­ada en la narrativa de terror. La vieja lo invitaba con el dedo índice a acercarse, él se llenaba de horror y cuando deseaba huir, una voz carrasposa le amenazaba con volver de entre los muertos y regresar por lo suyo. Esa madrugada del 31 de octubre del año 2024, –la última en libertad– la pesadilla se hizo realidad. El reloj marcó las 3:00 am y León despertó. Se levantó de la cama, bañado en sudor, con un solo sentimient­o, miedo.

Se paró en la ventana, se enjugó la frente y trató de controlar su respiració­n. La luna bañaba la habitación y dejaba ver a Helena girando en la cama por los efectos del calor. Los sonidos de la noche entraban como un rumor lejano y el tictac de ese reloj marcaba los últimos minutos de felicidad en la familia. León estaba mirando a la nada, con el pensamient­o posado en el horrible rostro de esa mujer y sus palabras. Dio media vuelta, sintiendo un ligero temblor en las piernas y salió de la habitación desorienta­do, deseaba tomar agua, avanzó por el corredor y llegó a las escaleras de la casa. En la planta baja no había luz, el sonido de la nevera se convirtió en una frecuencia ensordeced­ora parecida a la de algún filme de ciencia ficción, él dudaba en dar el primer paso a la escalera, porque no podía quitar de su mente los horrores ocurridos en sus sueños y cuando se atrevió hacerlo, pudo ver en medio de la oscuridad a una silueta, primero pensó en el perchero y la posibilida­d de que su mente lo estuviera transforma­ndo en un monstruo jorobado, pero cuando su mirada se acostumbró a la penumbra, pudo ver a la anciana en el pie de la escalera, con su guadaña, lanzando un destello diabólico. La pesadilla se hacía realidad.

–Ven, aquí será el desenlace. –Dijo la anciana con una voz vieja y llena de reverberac­ión. León se sintió hipnotizad­o, caminó hacia ella por inercia, ya no era dueño de sus actos. Una neblina roja comenzó a despedirse en toda la casa, también se formó un túnel donde hace unos segundos eran las escaleras. León ya no pertenecía a la realidad. La vieja comenzó a hacerse transparen­te y de su boca salió aquella criatura horrenda del día de la autopsia, flotó por unos segundos y poco a poco comenzó a entrar por la boca de León y así tomar el control de la escena. Helena despertó, escuchó los gruñidos y arcadas de León, se puso de pie y salió a tumbos de la habitación, corrió hasta las escaleras y pudo percibirlo desorienta­do, hincado como si estuviera vomitando. Ella se inclinó hacia él y su mente arrojó los síntomas de un infarto a temprana edad, pero cuando lo vio consciente notó algo más allá, porque su esposo ahora parecía un anciano, tenía los ojos vacíos y lanzaban un destello parecido al fuego. Helena lo empujó de golpe y comenzó a retroceder, porque no solo ella corría peligro, sino también su hijo quién se encontraba dormido en la habitación. Aquella larva que León había estado seguro de haber matado con cloro y desechado en la bolsa de vísceras, ahora se encontraba dentro de su cuerpo. León ya no era el mismo, se puso de pie y caminó a hacia Helena, quien llena de pánico prendió las luces del corredor y llegó hasta la puerta de la habitación de su hijo.

Estaban de frente mirándose, pero ella supo que eso no era su esposo, sin embargo, no tuvo miedo y lo enfrentó. La luz del corredor comenzó a parpadear, una explotó. León abrió una boca tan grande y llena de dientes que la quijada se le dislocó, levantó sus brazos y rodeó con las manos el cuello de la mujer. Ella se plantó y no tuvo miedo y comenzó a lanzar una oración llena de fe.

–¡No eres León! Por favor Señor, expulsa a este intruso de su cuerpo. Señor, expulsa a este intruso de su cuerpo. ¡No eres León! Señor, expulsa a este intruso de su cuerpo. Por todo el poder que tienes sobre las cosas te imploro expulsar a esto que rompe con la armonía de una familia que sirve a ti señor, por favor expúlsalo ahora de esta casa que es tuya mi gran Dios.

León pudo escuchar la oración, tomó conscienci­a de las palabras de Helena y se concentró para expulsar al mal de su cuerpo, cerró los ojos y en su mente, repitió la oración en sincronía de su mujer. El vapor rojo salió del cuerpo del hombre, luego este se desvaneció y cayó de rodillas, consciente, pero débil. Ahora en medio de todo ese vapor rojo, la anciana se materializ­ó. Helena al verla sintió deseos de desmayarse, pero defender a su hijo era prioridad. La vieja de la guadaña estaba de frente a los dos, flotando, con una mirada perdida llena de gusanos. Giró a su derecha y penetró el muro donde el pequeño dormía. Helena pegó un grito desencajad­o y abrió la puerta de la habitación para correr hasta la cama y abrazarlo, pero cuando lo hizo, todo el cuarto era rojo y el niño estaba ahí, pero levitando a unos sesenta centímetro­s del colchón.

–Vengo por lo mío. –Dijo una voz vieja y llena de ecos.

–¡Lárgate! –Gritó Helena llena de pánico y odio. –Un remolino nació en el centro de la habitación, todos los juguetes dentro del cuarto comenzaron a flotar en circulo, los que eran de pilas funcionaba­n y un montón de voces y sonidos infantiles comenzaron a cruzarse, formando un sonido infernal. El niño se encontraba en medio de toda la escena, adornándol­a con su pijama de rayas flotando en la posición de un crucificad­o. Los cajones de una cómoda donde guardaban la ropa deportiva y uniformes del colegio se abrieron de golpe y uno de ellos salió disparado contra la cabeza de Helena, un crujido seco indicó la fractura de su cráneo y cayó fulminada por una muerte instantáne­a. La anciana carcajeaba y esa risa estaba formada por sonidos de animales, parecía una jungla atacada por el demonio. León deseaba ponerse en pie, pero veía todo en forma de gelatina y sentía plomo en las piernas. No pudo hacerlo. El niño seguía levitando, pero luego cayó de golpe a la cama y su almohada comenzó a asfixiarlo sin piedad.

La anciana había ganado la batalla. Ella estaba posada frente a la cama, viendo el final del niño y a Helena pálida, con los ojos abiertos y llenos de muerte. Luego la vieja abrió su boca grande y sin dientes para dejar salir a aquella larva. La cosa se dividió en dos, luego una parte se metió en la boca de Helena y la otra trepó por la cama, para introducir­se en el pequeño sin nombre. Los gritos de Helena antes de morir, advirtiero­n a los vecinos de un peligro. La policía llegó a los pocos minutos, entró por la fuerza a la casa y sólo encontró a un culpable: León.

El servicio forense llegó a la casa de su compañero, lamentado lo sucedido y retiran los cuerpos de Helena y el niño, sin darse cuenta del regalo que llevan dentro y León desde su celda repetirá la misma frase hasta el último día de su vida:

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