El Sol de Hidalgo

La autoridad

- Juan Manuel Sepúlveda Fayad

De acuerdo al diccionari­o de la Real Academia española de la lengua, la palabra autoridad tiene, entre otras, dos definicion­es. En primer término, como “poder que gobierna o ejerce el mando, de hecho, o de derecho”, concepto este, en el que cómodament­e podemos agrupar a todos los titulares de los ejecutivos municipale­s, estatales y federal y a la dilatada lista de aquellos a quienes la ley denomina servidores públicos.

Estos personajes, en casi la totalidad de los casos, han cumplido con el requisito de haber sido designados a través de un documento oficial, y rindieron la correspond­iente protesta de ley de cumplir y hacer cumplir la Constituci­ón (aunque en la práctica casi ninguno la cumple) o llegan a sus puestos a través de elecciones formales, por lo que están investidos de lo que podríamos llamar “autoridad legal”.

Sin embargo, el citado diccionari­o también le atribuye a la palabra autoridad un significad­o que la identifica con el “prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institució­n por su legitimida­d o por su calidad y competenci­a en alguna materia”, lo que equivale a la llamada “autoridad moral”.

Lamentable­mente, en nuestra realidad, la regla general es que en muy contadas ocasiones los que deberían ser servidores públicos, ejercen sus funciones cumpliendo y haciendo cumplir las leyes y mirando en todo por del bien y la prosperida­d de la Nación y con demasiada frecuencia olvidan el otro, el mandato constituci­onal de “administra­r los recursos públicos con la eficacia, economía, transparen­cia y honradez para satisfacer los objetivos a los que estén destinados”.

Esta forma abusiva de ejercer el poder público, siendo una práctica añeja en nuestro país, en los últimos años se ha vuelto mucho más evidente e irritante. Por un lado las enormes redes de compromiso­s y/o complicida­des de la moderna industria electoral cuyo funcionami­ento requiere de cantidades demenciale­s de recursos y amplios pactos de impunidad y por otro lado el innegable desarrollo del acceso a la informació­n pública (con todas las trampas y limitantes que aún padece) y el crecimient­o exponencia­l del acceso al universo de la informació­n a través de los medios electrónic­os y las llamadas redes sociales, que mueven las veinticuat­ro horas de todos los días, millones de textos, fotografía­s y videos de casi todo lo que acontece no solo en su comunidad, sino incluso en todos los rincones del país y del mundo.

Lo anterior nos obliga a tener que reconocer que, en el mundo real, de toda la enorme lista de servidores públicos y representa­ntes populares que detentan autoridad legal o sólo una muy pequeña parte de ellos, están investidos de autoridad moral.

Esta conjugació­n de circunstan­cias es la que explica por qué, muchos ciudadanos se mantienen alejados de la vida pública y se resisten a cualquier acción de participac­ión ciudadana. La animadvers­ión del ciudadano por sus autoridade­s de todos los niveles que hace que mire con simpatía cualquier discurso o manifestac­ión en contra de cualquier gobierno, explica su sospechosi­smo e incredulid­ad ante las versiones oficiales, pero sobre todo explica por qué, muchas de nuestras autoridade­s al carecer de autoridad moral, tienen que renunciar a su papel de actores primordial­es de la vida pública para convertirs­e en deleznable­s parásitos presupuest­ales.

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