La autoridad
De acuerdo al diccionario de la Real Academia española de la lengua, la palabra autoridad tiene, entre otras, dos definiciones. En primer término, como “poder que gobierna o ejerce el mando, de hecho, o de derecho”, concepto este, en el que cómodamente podemos agrupar a todos los titulares de los ejecutivos municipales, estatales y federal y a la dilatada lista de aquellos a quienes la ley denomina servidores públicos.
Estos personajes, en casi la totalidad de los casos, han cumplido con el requisito de haber sido designados a través de un documento oficial, y rindieron la correspondiente protesta de ley de cumplir y hacer cumplir la Constitución (aunque en la práctica casi ninguno la cumple) o llegan a sus puestos a través de elecciones formales, por lo que están investidos de lo que podríamos llamar “autoridad legal”.
Sin embargo, el citado diccionario también le atribuye a la palabra autoridad un significado que la identifica con el “prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia”, lo que equivale a la llamada “autoridad moral”.
Lamentablemente, en nuestra realidad, la regla general es que en muy contadas ocasiones los que deberían ser servidores públicos, ejercen sus funciones cumpliendo y haciendo cumplir las leyes y mirando en todo por del bien y la prosperidad de la Nación y con demasiada frecuencia olvidan el otro, el mandato constitucional de “administrar los recursos públicos con la eficacia, economía, transparencia y honradez para satisfacer los objetivos a los que estén destinados”.
Esta forma abusiva de ejercer el poder público, siendo una práctica añeja en nuestro país, en los últimos años se ha vuelto mucho más evidente e irritante. Por un lado las enormes redes de compromisos y/o complicidades de la moderna industria electoral cuyo funcionamiento requiere de cantidades demenciales de recursos y amplios pactos de impunidad y por otro lado el innegable desarrollo del acceso a la información pública (con todas las trampas y limitantes que aún padece) y el crecimiento exponencial del acceso al universo de la información a través de los medios electrónicos y las llamadas redes sociales, que mueven las veinticuatro horas de todos los días, millones de textos, fotografías y videos de casi todo lo que acontece no solo en su comunidad, sino incluso en todos los rincones del país y del mundo.
Lo anterior nos obliga a tener que reconocer que, en el mundo real, de toda la enorme lista de servidores públicos y representantes populares que detentan autoridad legal o sólo una muy pequeña parte de ellos, están investidos de autoridad moral.
Esta conjugación de circunstancias es la que explica por qué, muchos ciudadanos se mantienen alejados de la vida pública y se resisten a cualquier acción de participación ciudadana. La animadversión del ciudadano por sus autoridades de todos los niveles que hace que mire con simpatía cualquier discurso o manifestación en contra de cualquier gobierno, explica su sospechosismo e incredulidad ante las versiones oficiales, pero sobre todo explica por qué, muchas de nuestras autoridades al carecer de autoridad moral, tienen que renunciar a su papel de actores primordiales de la vida pública para convertirse en deleznables parásitos presupuestales.