“Damnatio memoriae” moderna (I)
¿Qué puede motivar a alguien a destruir una obra de arte? No existe una causa única. En muchos casos han sido razones religiosas e ideológicas. En otros, de índole psicológica, pero también ha sido la lucha política y ambición de poder uno de los principales factores que subyacen en el vandalismo artístico de todos los tiempos.
En el siglo IV a.c. Eróstrato incendió el templo de Artemisa en Éfeso (una de las siete maravillas de la Antigüedad). Su anhelo, refieren las crónicas de su tiempo, era trascender por haber sido el hombre que había logrado destruir uno de los edificios más bellos jamás construidos. A partir de entonces surgió el concepto de erostratismo, hoy registrado por la Real Academia de la Lengua Española como la manía para cometer actos delictivos para conseguir renombre, siendo su consecuente complejo el trastorno de aquél que persigue llegar a ser el centro de atención.
De aquel entonces, la historia registra también que los griegos pretendiendo conquistar Egipto intentarían destruir sus pirámides, pero pronto tuvieron que desistir al ser una tarea imposible. Asimismo, con particular dolor, la destrucción de la biblioteca de Alejandría que fundara Alejandro Magno en 331 a.c. buscando hacer de ella el reservorio que albergara todas las obras de la humanidad. Tras siglos de sobrevivir a diversos ataques, comprendido el hecho de haber sido brutal escenario del linchamiento de la científica Hipatia, en 640 d.c. tuvo lugar su destrucción final por órdenes del califa Omar. Otra relevante destrucción alejandrina fue la del Templo de Serapis que, erigido en el II siglo a.c., terminó devastado por la turba conducida en el 391 d.c. por el patriarca cristiano Teófilo.
Sin duda, eran tiempos difíciles, como lo fueron también para Constantinopla, a la sazón capital del Imperio Romano de Oriente, que debió enfrentar la profunda querella o crisis de la iconoclastia. Movimiento político-religioso que estalló en dos momentos: el primero en el siglo VIII y el segundo en el IX y cuya controversia radicó en la pugna cifrada entre iconódulos e iconoclastas, esto es, entre los que veneraban y los que no veneraban a las imágenes, al considerar estos últimos que debían ser destruidas.
Durante el Renacimiento, qué decir del atroz culturicidio que tuvo lugar en América (recordemos el Auto de Fe de Maní) al haber considerado los conquistadores al arte de los pueblos originarios contrario a su fe. No era para menos: en 1497, un personaje como Girolamo Savonarola encabezaba una “hoguera de las vanidades” para quemar públicamente miles de objetos y obras que a los ojos de las autoridades eclesiásticas eran pecaminosos, entre otros, textos de Boccaccio y pinturas que llevó a la hoguera su propio autor: Sandro Botticelli. Otros casos emblemáticos fueron la destrucción del Partenón (1687) durante la Guerra de la Santa Liga contra al Imperio Otomano: al darse cuenta los venecianos que sus enemigos lo tenían como polvorín decidieron bombardearlo. De igual forma, la vasta destrucción de obras artísticas que realizaron los revolucionarios franceses; los cerca de 140 ataques de las suffragettes —como Mary Richardson que navajeó la “Venus del espejo” de D. Velázquez (1914)— así como, ante todo, la destrucción cultural masiva que produjeron las dos Guerras Mundiales.
Devastación cultural tras la cual podríamos suponer que la humanidad habría ya entendido lo estéril y criminal de estos actos, pero no es así. Recordemos a “La Pietá” de Miguel Angel, cuya Virgen perdió a martillazos el brazo izquierdo, nariz, cejas y boca (1972) y a la “Danae” y “La Ronda de Noche” de Rembrandt (obras periódicamente atacadas: 1975, 1985) y evoquemos en 2015 cuando, a punta de mazos y taladros, militantes del Estado Islámico irrumpieron en el Museo de Mosul y destruyeron esculturas de deidades asirias y quemaron cerca de 8 mil libros, algunos de ellos de más de 5 mil años. De igual manera, cuando utilizando explosivos los yihadistas hicieron volar el palacio noroccidental de Nimrud en Irak, además de torres funerarias, el arco del triunfo y diversos templos como los dos veces milenarios de Bel y Baal Shamin de Palmira —la antigua Tadmor, considerada por la UNESCO una emblematica zona arqueológica por haber sido punto de confluencia de diversas civilizaciones entre el Levante mediterráneo y el valle del río Éufrates—. La razón de este culturicidio: eran símbolos de idolatría pagana y sólo es posible venerar a Alá, no a ninguna piedra ni objeto.
¿Sorprende entonces lo sucedido recientemente con las obras de Monet, Van Gogh y Veermer? ¿Extrañan las vandalizaciones contemporáneas que periódicamente atestiguamos de los monumentos históricos y artísticos en la Ciudad de México, comprendida la UNAM? Trágicamente no. Una prueba: la vandalización presente y futura (entre otras) del patrimonio arqueológico derivada de la construcción e impacto del proyecto del Tren Maya.
Sin embargo ¿por qué destruir al arte? ¿Qué gana quien vandaliza o destruye una obra de arte? La “damnatio memoriae”, como veremos.
¿Sorprende entonces lo sucedido recientemente con las obras de Monet, Van Gogh y Veermer? ¿Extrañan las vandalizaciones contemporáneas que periódicamente atestiguamos de los monumentos históricos?