Tardes cine…
Domingo 19 de mayo de 2024
domingo por la tarde, que eran las “tardes de cine… y de palomitas y de taquitos”.
Y para a ver sesiones de tres películas-tres, acudíamos la familia entera, madre y pollitos, con bolsas de pan color beige en las que portábamos un buen de tortas de frijoles refritos, de jamón, de pollo deshebrado o quizá de queso de puerco, con sus rebanadas de jitomate, cebollita, chilitos verdes en rajas y un hambre feroz. Nada mejor en el mundo del cinéfilo que ver en aquellas pantallas las películas más interesantes mientras se devora aquel manjar hecho para la ocasión.
Por entonces no se había descubierto la veta millonaria de las dulcerías de cine como fuente de ganancias aún mayores que la exhibición de las películas… A lo más que se llegaba era a comprar una bolsa de palomitas o bien a la espera del hombre aquel que recorría la sala, a obscuras, con una lamparita de mano, mientras la película estaba en su apogeo. Él llegaba con la letanía inolvidable de “chicles, chocolates, muéganos, pepitaaaas”.
Nosotros dábamos cuenta de nuestras tortugas inolvidables mientras todo de negro, con un paño negro que le cubría el rostro y montado en un corcel negro como la noche, recorría la obscura campiña mexicana para hacer justicia, poner en orden a los malvados –nada de abrazos y besos– y sí llevarlos ante el alguacil vestido de gris, para que pagaran por sus fechorías: y ¿por qué predominaba el negro y blanco y gris… ¡Ah es que las películas eran en blanco y negro! Sería por eso.
O como cuando veíamos excelsitudes de la vida nacional en películas como Nosotros los pobres, Ustedes los ricos, Pepe el toro y ya puestos en el llanto, el moqueo y el lagrimeo veíamos … ¿Por qué nos hacían sufrir con aquellas películas y por qué íbamos a verlas para sufrir? Misterios de la vida real.
Por entonces ni quién soñara que un día se presagiaría la desaparición de las salas de cine, que eran enormes, con miles de seres humanos con la vista puesta en unas pantallas enormes en las que se plasmaba el arte del cine como si fuera una ventana por la que podíamos observar, sin ser vistos, lo que ocurría en la vida, en la situación, en el caso aquel que nos relataban.
Y estábamos ahí, como hipnotizados, con la vista fija, con la atención puesta y con las ganas de ir al baño pero aguantando porque no debíamos perder el hilo de la trama tan emocionante como la vida misma… o más que la vida misma: ¡Aguanta, cuerpo, aguanta!
Por entonces tampoco nos poníamos a reflexionar sobre quién dirigió esta película o por qué; y cómo hizo para hacer esta película, sus costos, sus gastos, su inversión, sus actores, su escenografía, su arte cinematográfico, su guion, su historia original, su guion técnico y todos aquellos detalles ya relatados aquí. No: era simple y sencillamente “ver la película” …
Pero el cine es magia. Es una forma de locura. Es la manera como nos entendemos en otros y en distintas circunstancias. Es la vida puesta en arte y en historia y en testimonio de vida, de una generación, de un tiempo, de un fragmento de lo que somos y fuimos: todo en esos rollos milagrosos en los que se resguardan actuaciones, ideas, sueños y vida: en miles de ellos, por siempre.
Como aquella hermosa película, tan emotiva y tan biográfica como es de Sergio Olhovich. Una remembranza de la llegada de su padre ruso a tierras mexicanas…
Y en especial aquellos rusos que en la película están una noche solitaria y cargada de nostalgia para ellos, sentados en un jardín del puerto de Veracruz, cantando su vieja tonada nostálgica de la tierra dejada atrás y, en su ensueño, comienza a caer nieve en el lugar, en un puerto en donde nunca jamás ha nevado, pero sí, en el cine todo es posible y nieva porque
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es tiempo de invierno y de tristeza, aunque no sea invierno.
Tantas películas hay en el mundo que sería imposible verlas todas. A lo más es ser selectivos y ver las que mejor nos cuadran. Las que nos hablan al oído; las que nos dicen como en murmullo: “me ves aquí, pero eres tú, tu corazón y tu alma los que están hechos cine” …
Quienes saben de cine hablan de películas llevadas al
del arte. Películas que se resguardan como joyas de la inteligencia y la creatividad humana: de Orson Welles (1941);
de Francis Ford Coppola (1972); de Víctor Fleming (1939);
de David
Lean (1962); también de Víctor Fleming (1939) … y tantas más a la altura del arte, y tantas más a la altura de mi propio gusto como de Fred Zinemann (1977);
de Bob Fosse (1972) … Y tantas, tantísimas más…
Como también nuestras películas inolvidables como familia de tantas de Alejandro Galindo; o Distinto amanecer de Julio Bracho; o Los olvidados de Luis Buñuel; o Enamorada de Emilio Fernández… O también ¿y por qué no? El santo contra las mujeres vampiro; El Huracán Ramírez; Cilantro y perejil; Mirreyes contra Godínez; La ley de Herodes … Y tantos recuerdos más que son ayer y hoy, que hoy como ayer vemos con emoción, con gusto, con azoro y con las palomitas de maíz estrujadas y crujientes.
Nada de que las salas de cine habrían de desaparecer, como se presagió en la hermosísima
de Giuseppe Tornatore, con el derrumbe del cine de aquel pueblo siciliano, con el que se quería mostrar la hecatombe que esperaba a esas salas en todo el mundo.
Si. Si se transformaron en pequeños recintos para ver cine. Más cómodos quizá, pero también más en encierro, más encapsulados todos, pero ahí al frente, el enorme portento del cine, el arte que es vida y que es el espejo de nuestras vidas, de nuestros sueño, ilusiones, frustraciones, tristezas, dolores, esperanzas y ensoñación… y es eso: el cine es ensoñación y es recurso para la felicidad, después de todo. Y a la salida unos taquitos, para el desempance cinematográfico…
“¡Qué bueno que vinieron, si no, no sé qué hubiera hecho con tanta comida!”; “Si ya sabes cómo soy, pa'que me dejas sola”…