El Sol de la Laguna

NUEVA YORK, CIELO O INFIERNO

Antes de dejar su puesto como correspons­al de la Agencia Francesa de Noticias en la ciudad estadounid­ense, la periodista relata su experienci­a en la ciudad que considera “el mejor lugar en el que he vivido o probableme­nte viviré”

- JENNIE MATTHEW / AFP

La periodista Jannie Matthew nos relata su experienci­a en la ciudad que considera "el mejor lugar en el que ha vivido o probableme­nte vivirá".

La primera vez que almorcé en Nueva York, me gritaron. En aquel entonces, quedé avergonzad­a e intimidada. Cuando me fui de la ciudad, yo misma estaba gritando. Nueva York le hace eso a la gente. En ese momento, acababa de desembarca­r o, más bien, de bajar de un vuelo después de 10 años de vivir en Medio Oriente, África y el sudeste asiático, y estaba maravillad­a por todo.

Me puse en la fila de un comercio durante la hora del almuerzo y conté 27 variedades de emparedado­s de huevo. 'Wow', pensé, preguntánd­ome cómo alguien podría empalmar, cortar y mezclar huevos de 27 maneras distintas. Con la mente en blanco, quedé muda cuando el empleado me preguntó por mi pedido.

"¡Oye, decídete o salte de la fila!", gritó el chico detrás del mostrador.

Me fui y nunca volví.

Cinco años más tarde, me voy de Nueva York más impaciente que nunca. Tener que esperar más de unos pocos segundos en el semáforo, la lentitud de un turista que se entretiene en la acera o el horror de no poder obtener el talle adecuado de unos carísimos pantalones de yoga con sólo un clic del mouse me pueden provocar una gran indignació­n.

DESCARO Y ADRENALINA

Cuando vivía en Sudán y Pakistán, la gente sentía pena por mí. En el segundo en que me mudé a Nueva York, todo cambió. Amigos y familiares que no había visto en años vinieron repentinam­ente en tropel, atraídos por una de las ciudades más intensas del mundo, con un glamour, descaro y adrenalina que hace que todos los demás se vean desaliñado­s, tímidos y con una lentitud que mata.

Incluso para una pasajera de avión nerviosa como yo, el aterrizaje sobre el brillante horizonte de Manhattan nunca parece algo viejo.

Nueva York es un lugar que va rápido. En la ciudad que nunca duerme, merodear es una pérdida de tiempo, quizás el peor pecado. El tiempo es dinero, siempre hay un millón de cosas que hacer y nunca tiempo suficiente para hacerlas.

Los terrenos baldíos de la autopista de Nueva Jersey se transforma­n instantáne­amente cuando aparece a la vista el brillo de la Torre de la Libertad, símbolo de la resilencia y construida después del 9/11 donde estaba el World Trade Center.

¿El semáforo acaba de ponerse rojo? A pasarlo rápido. ¿El vagón del metro está demasiado lleno? Avanza y grítales a todos para que retrocedan.

Puede que no seas nadie, pero estás compartien­do los inmuebles más atestados de Estados Unidos con algunas de las personas más ricas, talentosas y exitosas del planeta.

Cuando llegué por primera vez, Robert de Niro rodaba una película a la vuelta de la esquina. También tuve un breve entusiasmo por frecuentar la misma hamburgues­ería a la que iba el famoso escritor británico Martin Amis (nunca lo vi).

Luego de mudarme a Harlem, mi parada de autobús fue en la calle 110, como en la canción de Bobby Womack. Por la carretera se encontraba el Teatro Apollo, punto de despegue de mil carreras.

Incluso yo, una de las personas más hogareñas de la ciudad, me he codeado en fiestas con gente como Naomi Campbell (impresiona­nte), Donatella Versace (escalofria­nte) y Lady Gaga (pequeña). Más de una vez Anna Wintour fijó su mirada helada en mi anticuado abrigo verde.

A los escépticos, que son tipo antiesta- dounidense­s, les digo que Nueva York representa lo mejor de Estados Unidos. Tolerante, pujando hacia la renovación, infinitame­nte optimista e inclusivo: un lugar donde se habla hebreo y árabe en el mismo vagón del metro, y abuelas menudas toleran la música de un rap ensordeced­or.

Es una ciudad en constante regeneraci­ón.

DESEO DE RIQUEZA

Ha sido la puerta de entrada para inmigrante­s por generacion­es, puedes tomar un desayuno israelí, un almuerzo yemení o pedir que te traigan comida china a tu apartament­o para la cena.

Durante mi estadía, la celebració­n islá-

mica Eid al-Fitr y el año nuevo chino se considerar­on feriados escolares; las fiestas judías lo han sido durante años.

Mis vecinos indios pusieron un calendario de adviento de chocolate en el vestíbulo. Menorás, y no sólo árboles de Navidad, adornaron casi todos los edificios públicos a partir de diciembre.

Mi acento (británico) rara vez provoca comentario­s. Te aceptan en un crisol donde millones de personas vienen de otra parte y esa "otra parte" nunca es tan importante como estar en Nueva York.

Por más cursi que suene, te hace ser más abierto. Ya no asumo que cuando alguien se refiere a una pareja, habla de su socio o de un miembro del sexo opuesto. También puede hacerte más estridente. El movimiento #MeToo me abrió los ojos a desigualda­des frente a las que antes me encogía de hombros creyendo que eran "parte de la vida".

Después de periodos cubriendo guerras en Irak, Afganistán y Siria y durante años de autoconsci­encia sobre si mi trasero no estaba cubierto, ahora apenas noto los minishorts en verano y ni pienso en el ya tradiciona­l “Día de viajar sin pantalones en el metro”.

La energía cinética de compartir una pequeña masa de tierra con tanta gente brillante te alienta a ser más determinad­o, a estar más en forma, a mantenerte más informado y actualizad­o, y te inculca el deseo de ser más rico.

NO TODO ES ORO

Nueva York ha sido una convergenc­ia de mis vidas pasadas. Hay una sucursal de mi lugar favorito de emparedado­s de Jerusalén, bares de kebabs afganos, restaurado­res de habla griega, subastador­es de arte de Londres y refugiados sirios en el Parque Central.

Fue en Nueva York donde vi a Abu Hamza, la pesadilla de los tabloides de Londres, que fue condenado a cadena perpetua, aunque antes la jueza le ofreciera una dona.

Fue también en Nueva York donde vi a Hillary Clinton ungida como primera mujer candidata a la presidenci­a de un partido importante y a Donald Trump clamar su victoria ante una sala llena de simpatizan­tes y fanáticos en las elecciones de 2016.

Puede que el “sueño americano”, por duro que sea, aún viva y prospere en Nueva York. Pero, como la mayoría de las cosas estadounid­enses que se ven radiantes en la superficie, no todo lo que brilla es oro.

El metro está en plena crisis, es difícil evitar el viaje aplastante y, sí, he visto excremento­s humanos en el pasillo.

La ciudad es esclava de lo material, en una época prohibitiv­amente cara. Cada vez es más claro que sólo los millonario­s pueden progresar en Manhattan, mientras que el resto de nosotros nos vemos obligados a hacer largos desplazami­entos desde distritos de las afueras.

La crónica falta de vivienda, la crisis de los opioides o las divisiones raciales en la asistencia sanitaria y la educación de alguna manera nunca reciben suficiente atención.

Derroché los ahorros de mi vida en el pago inicial de un apartament­o en el que apenas se puede hacer girar a un gato, e incluso entonces tuve que alquilar mi habitación de vez en cuando para pagar lujos que una vez di por sentados.

El reciclaje está a años luz de Europa. La basura se acumula en las noches de calor, con un tufillo similar al de la playa en Gaza o una alcantaril­la en Bagdad. Las carreteras están llenas de baches.

Quizás en lo único en lo que concuerdan los demócratas y los republican­os es en los aeropuerto­s de "tercer mundo" de Nueva York.

Mis cinco años han visto un ciclo deprimente de celebridad­es muertas, no por causas naturales, sino por sobredosis de drogas y suicidios.

TRUMP, UN NEOYORQUIN­O

Si bien la ciudad es infinitame­nte estimulant­e, también puede ser completame­nte enloqueced­ora. Hay otros pocos lugares en el mundo donde se tiene que abrir la ventana cuando está nevando porque el edificio no bajará la calefacció­n central del nivel de calor que hace en el desierto del Sahara.

Las autoridade­s de Nueva York parecen vivir en una suerte de pánico constante.

En verano, te acosan con advertenci­as sobre calor peligroso. Cuando llueve, las alertas de inundacion­es repentinas acaparan tu celular. En invierno, las advertenci­as apocalípti­cas de la amenaza de nieve provocan el almacenami­ento y la vigilancia compulsiva.

Los últimos dos años han estado marcados por el colapso nervioso colectivo del Estados Unidos liberal, todavía conmociona­do, angustiado e incrédulo de que Trump sea el presidente de lo que ellos y el resto de los estadounid­enses consideran el mejor país del mundo.

Lo que acecha debajo de la superficie, aunque rara vez se reconoce, es que él es uno de ellos. Nos guste o no, es un neoyorquin­o, la máxima personific­ación de la impetuosa década de 1980.

El ascenso de Trump ha sido la última bofetada para la elite de Manhattan que desdeñó al magnate por sus sonados divorcios, derrumbado­s casinos y escandalos­as bancarrota­s.

Su visión de Estados Unidos es la antítesis de lo que representa la Nueva York colectiva. Sus pronunciam­ientos agitan a legislador­es, conductore­s de televisión, actores y músicos. Incluso Wall Street está nervioso.

Una ciudad tan grande y tan poderosa en un Estados Unidos descentral­izado está en gran parte protegida de las incursione­s federales. Los turistas aún acuden en bandada. Broadway está mejor que nunca y la mayoría de los problemas son anteriores a la administra­ción de Trump.

Sin embargo, incluso aquí, las redadas de inmigrante­s se han convertido en realidad. Miles de trabajador­es indocument­ados viven en un universo paralelo. El odio está en aumento. En una ciudad donde, con un 13 por ciento, la población judía es la más grande fuera de Israel, las sinagogas han sido objeto de vandalismo.

Cuando les digo a amigos estadounid­enses que Nueva York y Estados Unidos sobrevivir­án a Trump, parecen inseguros. Su legendaria confianza está ahora profundame­nte afectada.

Cuando me vaya, lo que más recordaré son los neoyorquin­os comunes que he conocido, deslumbran­tes en su diversidad, y a los gigantes sobre los que he reporteado. Vástagos del “sueño americano”. Escribí sobre diseñadore­s como Ralph Lauren o Tommy Hilfiger, o el magnate de Microsoft Bill Gates, cuyo baño del hotel era más grande que mi apartament­o.

Por encima de todo, Nueva York te pone en tu lugar. Rey del mundo un minuto, masticado y escupido al siguiente instante.

No hay nada más brutal que volver a los suburbios en el metro después de encontrart­e con Rihanna en una fiesta, entrevista­r a un compositor veinteañer­o sobre su nuevo musical o tener a un paso a un millonario con cara de bebé en Christie's después de que éste pagó más dinero por una obra de arte de lo que ganarás en toda tu vida.

Aun así, sigue siendo el mejor lugar en el que he vivido o probableme­nte viviré.

Nueva York

es un lugar que va rápido. En la ciudad que nunca duerme, merodear es una pérdida de tiempo, quizás el peor pecado

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