El Sol de la Laguna

¿Nos engañaron?

- Manuel Guadarrama Coordinado­r de Finanzas Públicas del IMCO

Las acciones que tienden a centraliza­r el poder y las medidas de austeridad del Gobierno federal trajeron a discusión la utilidad y función de los órganos reguladore­s y autónomos del país. El peligro radica en caer en un falso dilema. Desde el siglo XVI, la concepción de un Estado moderno planteó la necesidad de contar con órganos espeaializ­ados. En el fondo, lo que está en juego es la racionaliz­ación del poder a través de la administra­ción pública.

La construcci­ón institucio­nal del Estado permitió una organizaci­ón capaz de procurar la aplicación de la ley, aunque no en pocas ocasiones de forma mecánica: “Seguimos las reglas, incluso si el paciente muere”. En décadas pasadas se argumentó que los funcionari­os públicos tenían bajos niveles de esfuerzo y no había incentivos para mejorar su rendimient­o. Es cierto que la administra­ción pública fue pobre en hacer frente a entornos inciertos o que cambian rápidament­e. Pobre en autocrític­a y aprendizaj­e.

Para encarar los problemas sociales cada vez más complejos, surgió la Nueva Administra­ción Pública (NAP) que fomentó la creación de órganos especializ­ados y reguladore­s a finales de la década de 1970. Este cambio fue impulsado por personajes polémicos como la ex primera ministra Margaret Thatcher, quien dijo “donde hay error; traigamos la verdad” o el presidente Reagan que aseveraba que “el Gobierno es el problema y no la solución".

México llegó tarde a esa ola reformador­a de las administra­ciones públicas. Fue hasta mediados de la década de los 90 cuando comenzó una reestructu­ra de funciones y la creación de órganos reguladore­s, especializ­ados y con distintos grados de autonomía. Las ventajas de introducir la NAP en la arquitectu­ra institucio­nal fueron la profesiona­lización y especializ­ación en materias técnicas, contar con estándares explícitos, mediciones de desempeño y controles basados en resultados. Las desventaja­s también son claras: poca o nula participac­ión ciudadana, limitarse a problemas específico­s y no de todo el sistema, y débil rendición de cuentas.

Existe evidencia para afirmar que hay grandes fallas en el diseño o funcionami­ento de algunos órganos, pero también la hay para defender su existencia. Contrario a la opinión de que los órganos se crearon para favorecer intereses de

una minoría, beneficiar a privados, hacer un Gobierno paralelo, que son corruptos o que representa­n intereses específico­s, los datos sugieren otra realidad.

Las funciones y materias de los órganos son diversas: electorale­s, estadístic­as, económicas, energética­s, transparen­cia, defensa de derechos humanos, entre otras. Igual de variados son sus logros. Nadie duda de la elección del 1 de julio pasado a cargo del Instituto Nacional Electoral, la inflación está controlada por el Banco de México, el Instituto Nacional de Transparen­cia, Acceso a la Informació­n y Protección de Datos Personales dio acceso a informació­n en casos de corrupción como la Estafa Maestra, Odebrecht o el paso exprés de Cuernavaca, y un largo etcétera.

La mayor virtud de los órganos es la eficiencia técnica. Su mayor pecado, no estar subordinad­os al presidente. Su legitimida­d no depende de los electores sino de su labor. El engaño no proviene de la función que desempeñan los órganos autónomos y reguladore­s. El engaño proviene de las opiniones que generan división en lugar de propuestas. El engaño está en la descalific­ación, no en la evidencia.

tarde a esa ola reformador­a de las administra­ciones públicas. Fue hasta mediados de la década de los 90 cuando comenzó una reestructu­ra de funciones y la creación de órganos reguladore­s, especializ­ados y con distintos grados de autonomía. Las ventajas fueron la profesiona­lización y especializ­ación en materias técnicas

México llegó

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